El Mundo

Miércoles de ceniza. Un cuento de frontera

- Pero… ¿En cenizas o en cuerpo?

Lo dijo así, sin sutileza ni matiz que retrasara lo que desde que el hombre es hombre deciden los vivos, pero esa mañana decidía el muerto.

- ¿No le parece una decisión lo demasiado trascendental como para tomarla así, con usted, y en esta sucursal bancaria? 

La mujer que me preguntaba si querría ser repatriada, ya muerta, en una cajita con restos incinerados o en ataúd de madera y cuerpo presente, tenía el pelo rubio teñido y uñas postizas pintadas con florecitas. Una chica como para hablar del clima, no sobre la vida y la muerte.

Lo del banco también es importante. Pocas veces los vivos –no, al menos, a los treinta– pensamos en el propio entierro, y menos en la oficina bancaria de una ciudad que no es la nuestra. 

Que la ciudad no sea la mía tampoco es un detalle menor, ni Colombia, ni que los seguros de repatriación haya que comprarlos deprisa. Sólo por una abstrusa circunstancia vital te ves obligado a hacer algo así. Y si lo haces, casi se podría apostar que quien te obliga es la policía.

Visas, burocracias, fronteras: las palabras que en nuestro tiempo sirven para cobrar dinerales por sellos y seguros, no sea que un estado pobre –o rico, para el caso tampoco importa–, tenga que hacerse cargo de tus carnes en descomposición si tienes a bien morirte en su territorio. Si cobran por dejarte pasar, ¿por qué no habrían de hacerlo por salir, aunque estés muerto? Un inmigrante menos, piensan algunos. “Aquí no cabemos todos”, oímos decir a los políticos del primer mundo. Y mejor si la tumba no queda en su casa.

Por eso lo de la Policía también es decisivo en esta historia: es uno de ellos quien esa mañana determinará si esa ciudad es o no la mía, si puedo o no vivir ahí, si mis papeles para obtener la residencia son suficientes –saldos bancarios a favor, ingresos periódicos, inclusive una herencia–. Pero no. Dice que no. Mirada indiferente, como de oficinista a las 6 de la tarde. Y él, que para eso es policía, se permite alguna mueca de más.

- Necesita un seguro de repatriación en caso de muerte. Ya sabe, si fallece aquí, entenderá que el Estado no se encargue de los gastos de envío.

Su lenguaje es de burócrata, pero su mirada ya no es de oficinista sino de dependienta antes de salir a almorzar. Levanta las dos cejas. Y yo con ellas. Me voy pensando en eso de los gastos de envío.

Es una mañana de invierno, miércoles de ceniza. He atravesado la ciudad y no tengo intención de irme sin haber entregado mi expediente. Ese es el país que yo he elegido y no permitiré que otra vez (lo de otra vez es otra historia) un funcionario decida de dónde soy ni a dónde tengo que ir. 

Es así como llego a la sucursal del banco donde la rubia de las uñas de florecitas me pregunta si en cenizas o en cuerpo. Y lo dice como quien pide la hora o habla de la lluvia con un taxista. Además, me aclara que de esa decisión depende el valor del seguro. Claro, no es lo mismo cajita de plástico llena de polvo que cuerpo en ataúd. Agradecí que no me preguntara qué tipo de madera.

- Cenizas, que será más barato, le contesto, aunque eso no le gustaría nada a mi mamá. Esto último lo digo bajito, no sea que ahora tenga que explicarle dónde nací, dónde están mis afectos, dónde reposan mis muertos y si creo o no en la patria. No tengo tiempo. Son las 12:49 y el funcionario cierra a la 1:00. Me ha dado diez días de plazo, pero yo no pienso demorarme ni 20 minutos. 

Lo que si tengo que explicarle es el destino de la repatriación. Porque no es igual Bogotá, el lugar más lejano de la tierra según escribió Dostoievski, o Medellín, para algunos, el centro mismo del universo. Firmo. 

Y papel en mano, una menos cinco minutos de la tarde, corro de vuelta a donde el policía. ¿Y si yo quisiera que me enterraran ahí? Me parece que eso nadie lo ha sopesado. Ni yo, que lo pienso sólo ahora que veo que el tipo se ha ido. Jamás se me hubiera ocurrido en la sucursal.

Entonces me acuerdo de mi madre, de que lo de las cenizas no le haría ninguna gracia. Y vuelvo al banco a cambiar las cláusulas del seguro. Sé que si llego a morir en un país lejos del mío, a ella le gustaría tenerme de vuelta. Verme por última vez. Enterrarme con mi padre. Y sí. Que sean los vivos los que decidan qué ha de pasar con los muertos. Solo muertos, las fronteras ya no importan.

Publicado en el periódico El Mundo. Septiembre 10 de 2015.

El hambre

"Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre –y al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos del hambre verdadera–. Pero entre esa hambre repetida y cotidianamente saciada que vivimos y el hambre desesperante de quienes no pueden con ella, hay un mundo”. 

El hambre, el último libro de Martín Caparrós, es la explicación de ese mundo. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente, nos dice el autor, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre. Pero pasa que nos hemos acostumbrado: “la frase ‘millones-de-personas-pasan-hambre’ debería significar algo, causar algo”, pero la palabra se gastó. En manos de “poetas de cuarta, políticos de octava y todo tipo de plumíferos fáciles”, ya no consigue producir ninguna reacción. De tanto usarla se volvió cliché, frase hecha, lugar común, y encima nos hemos tragado sin revirar el disimulo perverso de los eufemismos: subalimentación, malnutrición coyuntural, inseguridad alimentaria; terminología de burócratas que neutraliza cualquier posibilidad de indignarnos, de sentir vergüenza ante el mayor fracaso de nuestra civilización. 

Pero lo cierto es cada cinco segundos un chico de menos de diez años muere de hambre y cada día, en el mundo, 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre: “si usted, lector, lectora, se toma el trabajo de leer el libro, si se entusiasma y lo lee en –digamos– ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre 8.000 personas: son muchas 8.000 personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. Pero si usted leyó este párrafo en medio minuto; sepa que en ese momento sólo se murieron de hambre entre ocho y diez personas”. 

El hambre, como toda la obra de no ficción de Caparrós, es crónica –se mueve entre el ensayo experimental, el perfil, la entrevista, la pesquisa antropológica, el viaje, la poesía–, pero también es un libro político, no tanto como arenga –que también– sino como metáfora. Igual que sus otros ensayos viajados –entre otros, Una luna, El interior, Contra el cambio– la de Caparrós es una escritura que sucede en dos o más capas: una informativa, periodística, de denuncia incluso; comprometida, según sus propias palabras, al modo de Voltaire o Zola, “haciendo uso del capital simbólico del artista para intervenir en la cosa pública”. Pero también a otro nivel: el del desplazamiento en busca de sentido. El viaje y el libro como instrumentos para pensar en público, como artefactos para, en lugar de buscar respuestas únicas y tranquilizadoras, cuestionar la hipocresía de las élites, la nuestra propia y, al tiempo, hacer mejor todas las preguntas: cómo, en últimas, conseguimos vivir tranquilos sabiendo que estas cosas pasan. 

Dice el autor que su libro es un fracaso, porque un intento de explicación del mayor fracaso del género humano no puede sino fracasar, pero no es cierto. De El hambre es posible asegurar sin miedo que es uno de los mejores textos de no ficción publicados en la última década y, sin temor a exagerar, que se trata de un nuevo hito del periodismo narrativo o, dicho mejor, del testimonio como forma de arte. Porque lo que consigue Caparrós es, básicamente, devolverle el sentido a las palabras; logra que la escena de los muertos y los que sufren de hambre en Níger, India, Bangladesh, Sudán del Sur o Argentina importen, que se fijen en nuestra memoria como una herida. 

Uno vive mucho menos tranquilo después de leer estas páginas. Y de eso se trata. Porque quizá la escritura que realmente cuenta es ésta: la que incomoda, la que no subestima nuestra inteligencia con moralinas o ejemplos de superación. “La literatura no está para hacer las cosas más sencillas sino para añadir complejidad”, dice Sergio Chejfec. Y en ese acto de valentía que es narrar –un desafío a la realidad caótica, al absurdo, la miseria, la hipocresía– un Caparrós desenfadado y agudo, informal pero riguroso, políticamente incorrecto, inteligente, incómodo, saca el hambre de la estadística y le devuelve lo humano, convierte el dato en saber, la anécdota en historia memorable, y termina por conseguir un libro universo, de esos que fascinaban a Calvino y a Borges: el libro como enciclopedia, como método de conocimiento, como red de conexiones entre hechos, personas, cosas y saberes del mundo. El hambre es un libro importante, una bofetada. Una bofetada que hay que leer, una bofetada absolutamente necesaria.

Fracasar

Al entierro de Moacyr Barbosa, el primer portero negro de la selección brasileña de fútbol, sólo se acercaron unas treinta personas. Poco importó que como jugador hubiera contribuido en cinco títulos de liga y una Copa Sudamericana del Vasco da Gama. Porque en 1950, un 16 de julio, Barbosa cometió un error del que nunca iba a ser perdonado. 

Era la final del Mundial de 1950. Se enfrentaban Brasil y Uruguay. En el Maracaná rugían doscientos mil fanáticos. En el segundo tiempo, los dos equipos empataban. Pero en el minuto 81, Ghiggia, jugador uruguayo, lanza a puerta. Barbosa se estira, roza el balón y se tumba tranquilo en el césped, seguro de haberlo desviado. El estadio guarda silencio. Y la pelota entra. Es el Maracanazo. Uruguay se corona campeón de esa Copa del Mundo. Barbosa era el mejor arquero de su país, pero cometió el peor fallo posible: no atrapó la pelota decisiva. Se jubiló con una pensión de 85 dólares. Durante noches soñó con el gol del desastre. Fue humillado en público muchas veces –una vez una mujer lo señaló en la calle y le dijo a su hijo pequeño: mira, ese fue el hombre que hizo llorar a un país–. Y cuando lo interrogaron sobre el incidente, miró a la cámara desolado y dijo que en Brasil, donde la pena máxima por un crimen eran 30 años, él estaba condenado de por vida. El portero murió en el año 2000 y como escribe Juan Villoro –que es quien recoge la anécdota en Dios es redondo–, “tuvo tiempo de sobra para comprobar el tamaño de su soledad”. 

En estos días en Colombia, después de haber sido durante mucho tiempo perdedores, segundos, terceros, últimos de la fila y de los podios, muchos empiezan a acostumbrarse a la victoria. Estamos rodeados de historias de triunfadores –de Miss Universo a los Grammy, de Mariana Pajón a James o Shakira– y buscamos en ellos un secreto, una lección, las claves del éxito. Pero como dice Elías Budasoff en alguna edición de Etiqueta Negra, nos olvidamos de que fracasar es lo normal y lo que deberíamos es ensayar una y otra vez cada una de nuestras caídas.

Lo digo porque estaría bien que en este país comprendiéramos que buena parte de las victorias radica en perfeccionar la tolerancia al fracaso, el arte de caer y volver. En el fútbol parece que la lección ya está aprendida. Poco acostumbrados a perdonar a aquellos que, como Barbosa, no consiguen atrapar las que parecen pelotas clave o nos meten goles en propia puerta, ya hemos hecho un pacto tácito como sociedad en el que aceptamos que deberían existir tribunales para apelar lo inapelable y que ninguna condena debería ser definitiva. ¿Y qué tal si firmáramos ese mismo manifiesto para todo, desde nuestras propias derrotas o las rupturas entre parejas y amigos, hasta los diálogos de paz en la Habana? Sí, ya hemos fracasado antes, pero como diría Beckett, da igual: de lo que se trata es de volver a probar, así sea para fracasar otra vez, pero fracasar mejor. En el fondo, eso es lo que llevó a la Selección a ser quinta en un Mundial de fútbol y que, aún así, nos sintiéramos ganadores. Quizá esa es la fórmula para que consigamos también la reconciliación y la paz, la victoria definitiva. 

*Publicado en el periódico El Mundo. Febrero 12 de 2015.