Literatura

Sergio del Molino, la importancia de nombrar

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Del Molino es una de las voces jóvenes más interesantes de España. Es autor de 'La hora violeta', un libro sobre la muerte de su hijo. Y su ensayo “La España vacía” (2016) ha vendido más de 60 mil ejemplares.

Publicado en la revista Arcadia, enero de 2018.


“Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos. Los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Este libro contiene todas las palabras que hacen falta para nombrar mi condición”. Su hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó al hospital diagnosticado con una leucemia agresiva, y estaba a punto de cumplir dos años cuando Sergio del Molino y su mujer, Cristina, arrojaron sus cenizas. Ese es el tiempo en que transcurre la obra que, en 2013, ubicó a este escritor de 38 años entre las voces más destacadas de su generación en España; un tiempo que él llamó La hora violeta.

Desde entonces, la obra de Sergio del Molino ha venido a dar nombre a dos situaciones, ambas dramáticas: la de los padres que pierden a sus hijos y la de un país, España, que desde los años 50 se ha ido quedando despoblado en las zonas rurales –ese éxodo que él denomina “el gran trauma”–. Sus libros son “diccionarios de una sola entrada” que agotan ediciones porque hablan de dolores y nostalgias “que atraviesan países y generaciones”. De hecho, la España vacía es ya un término que los españoles han incluido en el vocabulario cotidiano, y políticos y periodistas lo utilizan con familiaridad sin aludir ya al libro ni a su autor.

Nombrar es privilegio o responsabilidad de quien se adentra en un terreno desconocido. Colón, al llegar a América, bautizó todo aquello con lo que se iba topando. Emocionado ante ese territorio virgen, bautizó islas, cayos, ensenadas y, más tarde, la naturaleza misma, para la que aún no había palabras en su lengua. Algo similar le ocurre a este escritor: obligado a habitar la enfermad (la de su hijo), ese territorio en el que todos somos extranjeros hasta que nos vemos en la obligación de visitarlo, se ve forzado a aprender y a emplear un lenguaje nuevo para navegar en un mundo en el que las reglas son distintas, en el que está solo porque el dolor asusta a los demás, entre diagnósticos, medicamentos impronunciables, miedos y sensaciones desconocidas.

Susan Sontag escribió uno de sus libros más famosos precisamente para explicar cómo las metáforas en torno a la enfermedad hay que ignorarlas porque dificultan su comprensión y hasta su cura. Pero los autores son creadores precisamente porque le brindan importancia al acto de nombrar, y desde “el laberinto del dolor”, buscan las palabras para designar la frustración, la angustia o los hechos de los que son protagonistas a su pesar. A ellas se aferran. Con ellas cartografían un mapa imposible con el que sortean los eufemismos previsibles y las “falacias oportunistas de la autoayuda” que terminan por encogerlo todo en un cliché. “Vuelven tercamente a ellas”, como dice Piedad Bonnett, aunque saben que su testimonio “jamás podrá dar cuenta de lo que está más allá del lenguaje”.

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Contra el olvido

“Existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos”, escribe Sergio del Molino a propósito de la España que desaparece cuando se vacían sus pueblos y mueren sus últimos habitantes, pero que persiste en el legado familiar, en la memoria de hijos y nietos. Y los libros de este escritor zaragozano nacido en Madrid, además de ser relatos en busca de los términos precisos que denominen una tragedia, una nostalgia o un país que ya no existe o nunca fue, son también antídotos para no olvidar. Piedad Bonnett describe su experiencia con Daniel –su hijo de 28 años que decidió terminar con su propia vida– en unas páginas de Lo que no tiene nombre en las que a veces la asalta la angustia y la culpa cuando siente que ya no le duele, que lo olvida, que se le escapa. Así también del Molino termina su hora violeta asegurando que lo peor no es la pena, sino su deseo de que no deje de dolerle nunca. Domestica el dolor, pero no con psicología barata sino con un pacto de convivencia. Porque él es su pena; esa pena es su hijo, y no va a someterlo a esa segunda muerte que es el olvido.

Ese ejercicio de escritura necesario –“no quiero dejar de escribir. No sé qué haré sin estas páginas”, dice– es el “relato de un hecho inexorable”, que no es catarsis porque no purifica ni sana, sino una estrategia para no dejarse ir, para mantenerse vivo. Así lo fue también para algunos sobrevivientes de los campos de concentración: mediante la escritura intentaron recuperar su lugar en el mundo, su nombre –nombrarse de nuevo tras haber sido convertidos en número–, e intentaron también cumplir una especie de mandato como testigos. Primo Levi lo llamó “la alegría liberadora de poder contar”, no porque hubiera nada celebrable en su recuerdo, sino porque sabía que dar testimonio consigue que las cosas existan: las pequeñas historias particulares, de no ser narradas, nadie las conocería: “La prueba de su existencia son estas palabras mías”, decía el escritor italiano. Y Jorge Semprún subrayaba el deber de contar en La escritura o la vida: “Jamás lo sabrán los que no lo han vivido. Jamás realmente... Pero quedan los libros”. Y los lectores agradecemos que esos libros existan. Quizá algún día los necesitemos, si nos tocara habitar territorios similares y dibujar nuestra propia cartografía a tientas.

El mito y el espejo

Sergio del Molino ha dicho en varias ocasiones que “un país sin relato no es un país”. Esto se puede extender a las familias –no hay una sin tíos de leyenda o abuelos héroes que han abierto caminos o librado grandes batallas–, y también a la propia vida. Existimos en la medida en que nos miramos al espejo y nos contamos, reconocemos cicatrices que se convierten en medallas o en la huella de heridas que han dejado de sangrar; en narración. El escritor sabe esto y con talento saca punta a esas mitologías de la patria –los que han influido en la configuración histórica, social y cultural del país–, así como al pasado de las estirpes, los mitos domésticos y las cuitas casi siempre comunes de la juventud, esas que aluden al barrio, a los maestros inolvidables y a  los deseos de escapar de la adolescencia. En esa armazón se basan libros suyos como La mirada de los peces (2016) o Lo que a nadie le importa (2014), que parten de su propia vida, en una línea cercana a las novelas sin ficción de Emmanuel Carrère o las exploraciones autobiográficas de Karl Ove Knausgård.

La autorreferencia es la tendencia de nuestro tiempo, como dice Pedro Sorela: el yo, la primera persona del singular, gana de lejos. En la literatura contemporánea, cientos de autores cuentan su historia, su lucha, desde la prosa más elevada hasta ejercicios penosos de autoelogio, masturbación textual o cuentos ya muy trasnochados con drogas duras y polvos tristes. La mirada personal de Sergio del Molino está más cerca de las primeras. Sus libros están hechos de escritura confesional y memoria. Se tratan de biografías que, de algún modo, elige y al tiempo crea con la escritura. No porque la invente, sino porque tal vez, y como decía Borges, el realismo es el más fantástico de los delirios literarios.


Pero el escritor sabe que hablar desde ángulos que permiten el reconocimiento es eficaz. Él mismo, cuando alude a La lluvia amarilla de Julio Llamazares (1983) –una novela que habla de España en clave realista, sobre cómo se vació un pueblo del Pirineo en los años 70– asegura que el autor intuía que su libro podía tocar algo muy hondo en muchos lectores, porque iban a sentir que esa novela estaba escrita para ellos, pues les contaba su propia historia. Y él no escapa de esa intuición. Conoce de sobra ese tópico que manda a escribir de la aldea para ser universal –de Tolstoi y García Márquez a Twin Peaks o True Detective–, y su obra también es ese espejo al borde del camino del que hablaba Stendhal: el pueblo de los padres y los abuelos, el país de las nostalgias –el que existe en la memoria–, el barrio periférico y obrero en el que creció la mayoría de su generación, hija de inmigrantes rurales a la ciudad.

Pero del Molino va más allá del puro realismo, y muchos lectores se han reconocido en sus páginas: se saben las mismas canciones, han comido las mismas pipas y fumado los mismos porros, sus barrios, no importa el nombre, son todos el mismo. Incluso sus tedios son parecidos. Cuenta su vida, que es casi la de cualquier español. Y eso, por lo general, triunfa y gana premios: a la gente le gusta verse, oír que esos libros tratan de ellos, compartir las claves de obras que tienen ecos en los noticieros que han visto y cuyos personajes reconocen. De ahí que un escritor como Rafael Chirbes haya sido uno de los más exitosos en los últimos años por escribir sobre la especulación inmobiliaria y retratar la España de la crisis económica. O que la serie más longeva en televisión sea la que recrea una familia desde los años de la Transición hasta hoy. O que entre las películas más taquilleras figuren las que hablan de apellidos vascos y catalanes. Y por eso mismo, La España vacía figura entre los libros más vendidos el año pasado junto con Patria, de Fernando Aramburu, una novela sobre los años más oscuros del País Vasco.

Ese ensayo sobre su país, junto con Lo que a nadie le importa (2014), lo inscriben también en una corriente ya muy reconocible de autores que, en el último lustro, han vuelto a la aldea para contar España. Jenn Díaz (1988), una de las voces jóvenes prometedoras de la Península, hasta inventó un pueblo llamado Belfondo que no solo recuerda a Aracataca sino que sirve para las mismas cosas: “Invocar las mitologías, recrearlas o jugar con ellas desde la contemporaneidad”.

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Ensayista experimental

El hecho de que Sergio del Molino parta de su vida para moldear su narrativa obliga a ubicarlo muy cerca del ensayo experimental y en movimiento, como lo ha denominado Jorge Carrión: obras en las que el reportaje, la autobiografía, el ensayo mismo y el relato de viajes se mezclan, se agrandan o se achican en función de las necesidades del relato. La España vacía pertenece a un grupo de obras en el que caben Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, las Librerías de Carrión o el Leviatán de Philip Hoare, comunes por su mezcla de géneros.

Es autobiografía: alude a su infancia en un pueblo valenciano, entre la playa y los naranjos. Es divulgación y periodismo sobre densidades de población, divisiones territoriales, vicios de la clase política (con sus barones y caciques), causas y consecuencias de la despoblación. Es traducción de esa diáspora rural en clave de crónica. Es un libro que acude a la historia monárquica, franquista y republicana, y un diálogo literario con Machado, Azorín, Unamuno, la Generación del 98. También es trozos de biografía comentada de Bécquer, notas al pie del Quijote o de las traducciones de Gautier, además de un libro de viajes. Hay especulación, poesía y libertad. Y es un libro que bebe de El interior de Martín Caparrós en su idea de recorrer un país en función de entender cómo se arma y de desenmarañar esa abstracción, ese invento que es la patria, las “razones que hacen creer que somos algo todos juntos”. Del Molino recorre pueblos de los que ningún extranjero ha oído hablar porque todavía no salen en las guías turísticas –las Hurdes, Fago, Sanabria– aunque ya lo intentan, como única posibilidad de supervivencia, y para ello convierten cada villa en un parque temático que escenifica un pasado que, a veces, ni siquiera existió. En ese recorrido, el autor consigue explicar esas dos Españas que existen: la urbana y europea, y la vacía, interior y despoblada (con zonas donde la tasa de habitantes por kilómetro cuadrado solo es equiparable a la del norte de Suecia y a la región ártica de Finlandia). “Dos Españas cuya comunicación ha sido y es difícil, que se han mirado con desconfianza. A menudo, parecen países distintos y, sin embargo, no se entienden el uno sin el otro”.

En definitiva, los libros de del Molino son, sobre todo, diálogos. Periodista de formación y oficio, acude a todas las fuentes posibles para conversar con ellas, y al hacerlo va trazando el mapa de ese país que es, además de real, un estado mental, un territorio literario, hecho de mitos y letras, “que existe sobre todo en la memoria de quienes lo habitaron”. Él provee el relato que le faltaba para terminar de reconocerse. Por eso funciona tan bien su España vacía: porque al explicar el mito, también lo afianza.  

Un escritor contemporáneo

A pesar de la dimensión de sus temas, de la magnitud de la tragedia personal de perder a un hijo o la pompa y ceremonia con la que se habla casi siempre de la patria, Sergio del Molino es todo menos solemne. Quita hierro a lo que se sacraliza, sin trivializar tampoco el horror o la pena. Llora sin dificultad en sus páginas, se enfada, se impacienta, es irreverente, divertido, y no disimula alguna soberbia perdonable. No es meditabundo, condescendiente, consolador ni melodramático. Evita cuidadosamente las palabras pesadas, la excesiva simbología, los trazos gruesos o la empatía simple. No hay nada en él de nacionalista o patriotero –su patriotismo no va más allá de reconocer los trozos de esa España de los que está hecho–. Sin apriorismos, elude con cuidado esos lugares comunes de su país. Y se muestra desnudo en una época en la que, aunque parece que nos exhibimos todo el tiempo en Internet, lo hacemos casi siempre con impostura. Él lo hace sin vergüenza, sin retoques, “respetando las emociones vividas” y “las impurezas que las hacen verdaderas”. Con honradez: revisa su pasado, se cuestiona haberle fallado a su viejo profesor, escribe una carta de amor a su hijo, dialoga y revisa con cuidado los mitos de su país y los suyos. Es un hombre que escribe desde “el amor a lo real de su vida”, como dijo de él Antonio Muñoz Molina.

Basta oír sus fabulosas intervenciones en La Cultureta, el programa de radio en el que participa los fines de semana, para notar que es un intelectual sin pose. También es un autor contemporáneo muy activo en las redes sociales, tuitero y actualizador de estados en Facebook en los que habla de política, series, lecturas, de su paternidad, de su oficio como “plumilla” o amo de casa, o su papel de escritor que participa en festivales y firma libros sin acritud. Pero Sergio del Molino es, sobre todo, literatura. “Vive por ella”. Y se le nota. Un escritor es aquel que somete su destino al tamiz de las palabras. Y con ellas, la belleza emana incluso de los dramas más profundos. Esa es la que él persigue. Y logra, al crear su propio mapa sentimental, habitar ese mundo.

Publicado en Revista Arcadia. Enero de 2018.

Leer, para qué

Hace un par de días que terminó la Fiesta del Libro y la Cultura. Las cifras oficiales hablan de 420.000 visitantes, 350 invitados, 10 ediciones, 90 expositores, 240 talleres diarios y 110 lanzamientos de libros. No tengo la cifra del número de ejemplares vendidos. Pero tampoco tiene demasiada importancia: la feria se trata sobre todo de acercar a los lectores a nuestros autores conocidos y presentarnos otras voces, despertar la curiosidad sobre las novedades editoriales y recordarnos también las deudas, esos clásicos que siempre están ahí haciéndonos ojitos y hasta levantando la ceja con algo de reproche porque siguen engrosando nuestra lista de lecturas pendientes.

Nunca dejo de ir a una a feria del libro si tengo oportunidad. He celebrado con ganas Saint Jordi por las calles en Barcelona, paseado entre casetas por el Parque del Retiro en Madrid saludando amigos que firman ejemplares y siempre he salido de Corferias cargada de novedades para mi biblioteca. Este año no pude estar en la de Medellín, pero recuerdo con entusiasmo el año pasado cuando me encontraba a mis alumnos de periodismo por los corredores del Jardín Botánico con libros entre las manos o entre el público de algún conservatorio.

Y me acuerdo también de la pregunta que me hacían todos insistentemente, en la feria pero también en el salón de clase, cada que citaba a alguno de mis autores favoritos y les repetía eso de que “hay que amoblar la cabeza”: así como uno decide qué muebles pone en su casa y en qué sofás sienta a sus invitados, del mismo modo hay que elegir con cuidado el conocimiento que almacenamos, todas esas lecturas que terminan por engrosar nuestro repertorio y definir cómo y en qué pensamos. Y lo que somos.

La pregunta parece muy sencilla para alguien que, en teoría, ha leído mucho: ¿qué libros nos recomienda, profe? Pero la respuesta me resulta complejísima. De hecho, soy muy mala para recomendar libros: he terminado por comprender que cada lectura tiene un momento y un lugar, y ninguna, por clásica u obra maestra que sea, le dice lo mismo a todo el mundo, ni siquiera a uno mismo, porque depende siempre del momento vital en el que la abordamos.

Tengo además la sensación de que hoy se lee más que nunca, pero también peor que nunca. Cada vez es más escaso un lector como Montaigne, que se empeñaba en leer precisamente sobre aquello que no conocía –“si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella mi discernimiento”, decía– o como Francis Bacon o Samuel Johnson, que no leían “ni para contradecir ni para impugnar, ni para creer o dar sentido, ni para hallar tema de conversación, sino para sopesar y reflexionar”. Cada vez son más los que se sienten lectores por el número de enlaces que siguen al día, y resulta difícil encontrar, en un círculo “no intelectual”, encontrarte con un amigo que te hable de literatura. Ojo, de literatura, que no de libros. De libros habla todo el mundo. Y sucede que son dos cosas distintas. Porque en formato libro vienen empaquetadas todo tipo de cosas, desde recetas de cocina hasta manuales de marketing digital, cómo hacer los mejores jugos verdes o la tradicional autoayuda.

Y entonces pienso que el consejo que me pedían mis alumnos y ahora sé que la respuesta no tiene que ver con títulos, sino más bien con esa categoría magnífica que es la literatura y que incluye la mejor poesía, el gran teatro, los buenos cuentos y novelas y el gran periodismo narrativo. De Hemingway a Shakespeare, de Stendhal a Borges, de Dostoyevski a Cervantes, pero también de Karen Blixen a Milan Kundera, de Jonathan Franzen a Karl Ove Knausgård, de Martha Gellhorn a Martín Caparrós y Emnanuel Carrère, lo que todos esos autores nos regalan es una posibilidad única: la de conocer a fondo al ser humano con sus luces y sombras. Entendernos mejor a nosotros mismos. Entender algo. Y porque como todo arte, es el camino más corto entre eso que no sabemos muy bien qué es y que llamamos “alma”. Eso que nos explica un poco mejor aquello que nos emociona, nos hace vibrar, nos pone los pelos de punta o nos saca lágrimas.

En palabras de Harold Bloom: “leer porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas. Leer para desarrollar la propia personalidad, leer como fuente de sabiduría, leer para aprender a pensar, a reflexionar para hallar aquello único que se comparte con personajes, con historias y sentimientos en ocasiones muy lejanos en el espacio y en el tiempo. Leer, en fin, por el simple y egoísta placer de la lectura”.

Vocación

¿Alguien que no haya visto nunca un partido de fútbol se plantearía la posibilidad de ser futbolista? Pensemos en un chico que no conoce a Messi ni Pelé ni a Maradona. No en vivo, no en la televisión. Este niño no ha sentido rodar un balón entre sus piernas; nunca se ha juntado con un grupo de amigos a intentar combinar unas cuantas jugadas que terminen con la pelota dentro de un arco hecho de hierro o de palos, de piedritas o camisetas. Estoy segura de que ese chico nunca consideraría ganarse la vida en una cancha.

Creo que funciona así para casi cualquier profesión. Alguien que sueña con ser cocinero deberá, como mínimo, ser un fanático del paladar; diferenciar, así sea en su forma más empírica, el olor de la canela del de los calvos, la albahaca fresca del cardamomo o el tomillo. El que sueña con ser piloto se ha entusiasmado con la estela de un avión a lo lejos; el bombero tiene vocación de salvavidas, igual que el médico; el arqueólogo ha visto al menos un documental en Discovery y es probable que los huesos de dinosaurio le entusiasmaran cuando era niño. 

Por eso me pregunto por qué será que hay tanta gente que quiere ser periodista y escritor cuando no ha tenido ningún contacto con las palabras. Personas que no leen libros, que no compran periódicos. Que dicen “yo quiero escribir” pero no conocen los clásicos –los Messis, los Maradonas de la literatura–; todos esos que en el fondo, aunque no lo confiesen, se aburren cuando leen; se quedan dormidos. Y en una tarde de lluvia encienden la televisión porque no tienen en su casa nada que se parezca a una biblioteca. 

La primera sorpresa que me llevé como profesora fue comprobar que mis alumnos de periodismo no saben quien es Orwell ni Talese, Hersey, Wallraff o Thompson. Colombianos, no conocen al García Márquez periodista y ninguno se ha fascinado con una crónica de Alberto Salcedo antes de entrar a la Universidad. The New Yorker, Etiqueta Negra, Gatopardo, El Malpensante, The Economist apenas las han oído mencionar –casi ninguno ha tenido un ejemplar en la mano ni un artículo abierto en su pantalla–, pero eso sí, todos quieren escribir, y sobre todo opinar. Pero informar, ¿quién quiere?

Ya no hace falta siquiera que lleguen a las redacciones para desilusionarse con el oficio en cuanto algún redactor jefe mediocre los ponga a escribir noticias que no son más que versiones de lo que ya aparece en otros sitios, y el resto del tiempo a cortar, pegar, comprimir o reproducir notas de prensa. Hoy, buena parte de los periodistas en formación son gente que no puede perder la emoción básicamente porque nunca se ha emocionado. ¿Salir a la calle a buscar noticias? El pedido les suena como de otro planeta. ¿Pasar meses reporteando un tema? No les cabe en la cabeza en el remolino permanente de tweets y posts al que están acostumbrados. 

Esta semana leo con estremecimiento sobre el asesinato del reportero Rubén Espinosa en México al tiempo que varios análisis sobre la crisis del periodismo y la muerte de la prensa en papel y lo que me pregunto es cómo hacer para volver a graduar de las facultades nuevas generaciones de periodistas apasionados, de esos que se excitaban con Primera Plana o aspiraban a vivir en carne propia esa escena memorable de “paren las rotativas”. 

Este oficio que se paga poco, mal y tarde, en el que damos todos los días peleas perdidas y en el que tantos arriesgan la vida, solo sobrevivirá si quienes lo ejercemos creemos en la importancia de palabras para contar historias que importan. Como dice Julio Villanueva, periodistas que no cuenten lo que sucede, sino lo que parece que no sucede. Periodismo intencional, como escribió Kapuscinski: que se fija un objetivo e invoca un cambio. Un oficio que no es un circo para exhibirse sino un artefacto para pensar, para crear, para ayudar a los otros a tener una vida más digna y menos injusta, como enseñó Tomás Eloy Martínez. 

La crisis de la prensa no es culpa, como se dice, de que la gente no tenga tiempo para leer, porque todo el mundo se las arregla para informarse de lo que le interesa. La culpa tampoco es de Internet. El problema, quizá, es solo que se necesitan más periodistas con vocación, más Espinosas. Y la prensa no muere cuando en la esquina de alguna redacción o en el escritorio remoto de un freelance existe todavía uno de ellos.

Publicado en el periódico El Mundo. Agosto 12 de 2015.

Chantal Maillard viaja a la India

Desde las campañas de Alejandro Magno y los tiempos de la ruta de la seda, la India ha generado fascinación en Occidente: un territorio de fantasía, tierra de especias y marajás, el origen de las filosofías de Oriente, el yoga, la Ayurveda y las doctrinas tántricas. Pero dice Chantal Maillard –española de padres belgas, filósofa, experta en estética y pensamiento oriental– que quienes hemos ido hasta allí y regresado para contarlo no hemos acertado a transcribir más que fragmentos o relatos que pronto se han transformado en mitología.

En India, el volumen que compila veinticinco años de relación de Maillard con ese país, Pre-Textos reúne su empeño por hacer lo contrario: no intenta, como tantos viajeros, traducir a códigos conocidos la cultura que visita ni reduce a comparaciones insatisfactorias la realidad inabarcable. Su India es, sobre todo, un ejercicio de observación de su propia mente. Ella se convierte en mirada y su mirada en camino. Se resiste a pintar con las palabras porque su territorio es interior, es viaje en su dimensión completa: se aleja sobre todo de sí misma, pone a prueba su identidad y recorre el camino del autodescubrimiento gracias a la desorientación, a la extrañeza. Es el extravío el que le permite salir de su propio personaje. Y es a través de esa, su visión invertida, que vemos la India. Ella sabe que la diferencia entre el turista y el viajero es que éste ha aprendido a mirar. “Aprender a ver”, como escribió Saint-Exupéry en una de sus páginas.

Por eso en la escritura de Chantal Maillard importa, sobre todo, el instante. Ella sabe que en la India nadie espera nunca nada, simplemente está. Y eso hace. Todo es presente: el ruido, los olores; en los ojos una vaca en Jaisalmer se refleja el tiempo que pasa, un búfalo camina lento a la orilla del Ganges, las ratas roen incansables. La suya es una mirada que no intenta poner orden al caos. La palabra es el acontecimiento. Éste un libro que se habita. La India sucede mientras Maillard la cuenta. 

En esta compilación hay diarios, poesía, ensayo, crítica. Es un libro de viaje y ya se sabe: la escritura que da cuenta del desplazamiento siempre es híbrida; los géneros se cruzan para tejer un universo poético en el que el movimiento es el centro. 

Sus ensayos abordan temas como los orígenes de la filosofía occidental o la función simbólica y social de la mujer en la India. También, la gran contradicción: mientras Occidente se orientaliza –busca respuesta a sus excesos en el yoga, la medicina natural y la vida sana–, la India emula a Occidente y devalúa lo sagrado: hoy, en las orillas del Ganges, los hindúes comercializan sus tradiciones más íntimas. El rito deja de ser rito y se convierte en espectáculo, atracción turística, entretenimiento barato. 

Hay autores que se insertan en la biografía de los lugares. La India tiene a Octavio Paz, a Forster, Kipling, Naipaul y Lapierre que inmortalizaron el subcontinente en el siglo XX. La India de Maillard debería entrar a formar parte de esa bibliografía fundamental. Y al leer su voz singular uno piensa que sus palabras deberían sonar mucho más alto. O quizá no. Porque como dijo el también poeta José María Parreño, en estos tiempos, para que te escuchen, lo ideal es hablar en susurros. 

India. Pre-Textos, Valencia, 2014, 852 páginas.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, Diciembre 2014.

Así es como la pierdes

Hay libros en los que el protagonista es el lenguaje: La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, por ejemplo, o El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. Hay otros en los que, más allá del idioma, se trata sobre todo del ritmo, de una cadencia que es casi música: Juan Rulfo es un sonido; Cien años de soledad no es comprensible sin la relación de Gabriel García Márquez con el vallenato; Julio Cortázar dialogó con el jazz, y esa influencia es palpable en su última escritura.

La obra de Junot Díaz se inscribe en este grupo, también Así es como la pierdes: una prosa que se mueve entre la pulsión arrolladora del hip hop y la sensualidad del merengue o la bachata. En ella hay slang callejero, spanglish, jerga de inmigrantes dominicanos. Díaz escribe en inglés y en parte también ahí radica su mérito: en haber traducido esos compases de baile a un idioma que suele brillar por lo cortante y sincopado (Hemingway, por ejemplo).

Así es como la pierdes es una historia de fracasos amorosos, los de Yunior, un dominicano-americano con una incapacidad ontológica para la fidelidad. Es un libro sobre la dificultad del amor, sobre relaciones que fracasan y rupturas que nunca nos abandonan. Está escrito casi todo en segunda persona y el 'tú' convierte al narratario en confesor y cómplice: el lector escuchará a ese hombre incapaz de ver a las mujeres que tiene delante, que juega siempre a la ruleta rusa que es el engaño y que pierde aquello que ama. Es la historia de un sucio que en el fondo es un buen tipo. Y en sus relatos hay humor, vulgaridad y poesía, amor y sexo con sabor latino, inmigración y testosterona. Es un manual para infieles, aunque no para enseñarnos cómo no ser descubiertos sino para decirnos que no merece la pena. Pero sin moralismos. Yunior terminará por aceptar el dolor, comprenderá que ha sido un pendejo, un cobarde. Y aunque late todo el tiempo la pregunta del porqué de la infidelidad, el autor no da ninguna respuesta, como tampoco las hay en la vida. No hay sentencias más allá de las de la propia biografía.

Ésta podría ser una novela, y sin embargo son cuentos. Los nueve relatos que componen el libro funcionan por separado, al tiempo que componen una ópera que cobra valor en el conjunto. Y estas historias conectadas aportan lo mejor de los dos mundos: el golpe efectivo del relato, ese suceso único en el tiempo y en el espacio, pero también esa relación duradera con los personajes y su evolución que sólo permite la novela.

Junot Díaz ha sido finalista del National Book Award con este libro y con el mismo narrador ganó el Pulitzer. Yunior es el álter ego del escritor y a través de él habla su universo conocido. Por eso hay tanta honestidad en su retrato. No hay nada impostado aquí. Él es también un dominicano-americano seductor y conquista con un cierto erotismo de las palabras. Hace ya tiempo que Junot encontró su voz narrativa, y quizá es por eso que, al cerrar el libro, la música de su prosa permanece, sigue sonando.

 

Junot Díaz, Así es como la pierdes, traducción de Achy Obejas, Mondadori, 2013, 208 págs.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, abril de 2014.