Irse, siempre el viaje.
Irse es querer partir. Pocos lo saben, pero como dice Ismael en Moby Dick, casi todos los hombres, sea cual sea nuestra condición, albergamos en algún momento el deseo de “hacernos a la mar”. O en palabras de Hans Christian Andersen, el punzante comezón de querer largarnos. De hecho, según Pascal, esa incapacidad del ser humano de permanecer en reposo en una habitación es la causa de las desgracias del mundo. Bruce Chatwin, en Los trazos de la canción, se pregunta si esa necesidad de movernos nace de un impulso migratorio instintivo, como el que tienen las aves en otoño. También lo dice Percy Adams: “Quizá la naturaleza del hombre, de todas las naciones, sea estar inquieto, errar”.
Uno quiere irse porque piensa que lejos estará mejor, porque detesta su vida desordenada o perfectamente en orden; porque necesita el movimiento y la distancia, por curiosidad, placer, anhelo de prestancia o por la tentación de lo desconocido. Hay quienes solo quieren un cambio de ambiente y otros ponen todas sus esperanzas en esos nuevos aires. Se trata de un deseo casi patológico de comenzar, una y otra vez, con la página en blanco. Pero quienes lo hacen no saben que esa es, como dijo Nabokov, la falacia tradicional de los corazones condenados: “donde va el buey que no are”, que reza el dicho paisa.
Irse es despedirse y saludar a la vuelta. Irse también es volver –aunque uno aprende, con el tiempo, que no existen los regresos–. Irse es, por un momento, pararse en esa línea invisible del camino que obliga a mirar adelante y hacia atrás. Hacer balance.
Irse es empacar las maletas. Nuestro equipaje –su peso, su contenido– nos define mejor que nuestra lista de películas favoritas, que las playlists en Spotify o los libros que están o no en nuestra biblioteca. Las maletas son biografía, ficción, autoficción, diario, literatura. Son un territorio autobiográfico, psicológico y hasta metafísico. Uno siempre se olvida de algo necesario. Y en el viaje se da cuenta que ahí están, ocupando sitio, un montón de cosas que no son importantes. Irse son los recuerdos que uno mete en la mochila pero también todo eso que deja, pero no olvida; irse es lo que pesa en el corazón, los remordimientos, las renuncias. “¿Qué se lleva uno cuando sabe que no va a volver?” me acuerdo que se preguntaba un personaje de Kureishi en un libro que leí hace años.
Irse es intentar escapar, cumplir un sueño, pagar una promesa, querer probar un nuevo plato, conocer o reconocer un paisaje, intentar reinventarse. Es anhelar el silencio y la soledad, dejar de escuchar un ruido cotidiano o querer encontrar otras voces, compañías, nuevos ámbitos. Irse es ser feliz en la antesala y el tránsito, y a veces también al regreso. Irse es buscar. ¿Buscar qué? Uno a veces se conformaría sólo con saber lo que está buscando.
Pero irse es, al mismo tiempo, no querer marcharse. Es comprender la fuerza de los lazos que uno teje cuando en un abrazo de despedida caen las lágrimas. Es reprocharse los planes que quedaron pendientes y repasar las rutinas que ya no serán más. Irse es pensar en las cosas que uno podría haber hecho mejor; es, casi siempre, invocar la máquina del tiempo no para ir al futuro sino para devolver el reloj y poder evitar los errores, los desvíos; para trazar nuevamente el mapa.
Irse es inscribirse voluntariamente en la batalla de la soledad y la nostalgia. Es descartar el domicilio fijo, una vida al uso; es comprender que uno ya no volverá a sentirse en casa en un sólo sitio. Irse es el dolor de las separaciones, el desarraigo. Es tener que cargar con el hogar a la espalda, o levantar una y otra vez la casa en distintos lugares. Con lo que eso cansa…
Irse es una promesa, pero también una derrota. Porque irse es renunciar, posponer, alejarse. Irse es, a veces, ser valiente, pero muchas más, cobarde.
A ver si la pregunta no era “ser o no ser”, sino irse o quedarse.