reseña

Por qué no me gusta 'Colombia, magia salvaje'

La naturaleza es un libro que nos cuesta mucho aprender a leer. A veces parece que para contar el mundo natural carecemos de armas. Nos entusiasma la belleza multicolor de los fondos de Caño Cristales y el sigilo del jaguar que caza en lo alto del corredor de los Andes. Celebramos el cóndor con su vuelo en suspensión, a pesar de su cabeza de gallinazo, y nos conmueve una familia de monos de cabeza roja que, en los bosques del Caquetá, abrazan sus colas en una trenza como signo de amor, familia y monogamia. Pero cuando se trata de describir toda esa majestuosidad, la orgía de flora, fauna y paisaje, no somos capaces. 

Esta semana vi Colombia, magia salvaje –el documental de moda que retrata este país exuberante pero seriamente amenazado– y lo que más oí decir a los espectadores al salir de la sala fue que se habían quedado sin palabras. “Espectacular”, “maravilloso”, “increíble”, “impresionante” eran lo únicos calificativos que encontraban. Y yo entendí, al escucharlos, por qué que la película me chirriaba.

Vamos a ver: no es que el documental no sea estupendo, admirable por la belleza y novedad de los planos visuales conseguidos con drones que sobrevuelan nuestra geografía desconocida: Chiribiquete, la serranía inexplorada; el Llano con sus atardeceres como retocados por un pintor expresionista; la selva húmeda en la que una rana amarilla pequeñita se gana el premio a la más tóxica entre los animales conocidos; las gran reunión mundial de peces martillo que sucede bajo nuestras aguas. 

Pero el guión, el parlamento de la voz en off, me pareció lamentable. Repleto de lugares comunes, comete un error elemental: lo que la fuerza de las imágenes hace que no necesite explicación, se contamina con moralina, corrección política y ecologismo bienpensante. Frases como “la cordillera atraviesa orgullosa a Colombia”; “las caudalosas aguas”, “el aliento que separa la vida de la muerte”, “un abrir y cerrar de ojos”; “la preciosa flor”, “el bosque exuberante”, “la exótica Colombia llena de sorpresas”, “cuidarla antes de que sea demasiado tarde” empobrecen en lugar de enriquecer un discurso visual excepcional. Palabras gastadas, que de tanto usarlas se desactivaron. 

Uno entiende que la película pretenda crear conciencia, contarle al colombiano ese país que desconoce para que haga lo posible por conservarlo. Pero eso no se consigue dándole lecciones al espectador –ahí, el error de siempre– ni llevándolo al cine para regañarlo porque no sabe cuidar del bosque y el páramo que ha heredado. Nadie sale de esta película como un nuevo feligrés de la preservación del medio ambiente y el reciclaje. 

Termina siendo una oportunidad perdida. Entre otras cosas, porque la eficacia narrativa radica en la tensión hacia la exactitud. Como decía Valery, en la búsqueda de la mayor precisión de las palabras para expresar el aspecto sensible de las cosas. Pero el texto de Colombia, Magia Salvaje, en lugar de ampliar la riqueza de significados, repite lo que es evidente en las imágenes: no hace falta que el narrador nos diga lo hermoso que es el colibrí, ya lo vemos en la pantalla. Por eso es redundante. 

El patrimonio natural de este país se ha relatado muchas veces –de Naturalia al profesor Yarumo, de documentales tipo NatGeo a Teleagro–, pero es cierto que es la primera que se cuenta con una solvencia técnica tan impresionante: solo una cámara como la de este documental, que graba a 3.300 cuadros por segundo, puede mostrarnos ese pescado del Amazonas que salta hasta dos metros para comerse un grillo posado en una rama y ese pájaro que bate sus alas tan rápido que el sonido que produce se confunde con su canto.   

Lo malo, sin embargo, no es que se haya contado muchas veces: cada época, cada presente, necesita sus testigos y sus intérpretes, como dice Jordi Carrión cuando habla de la crónica. Pero a este país, cuando se trata de su naturaleza, ese narrador todavía le falta. 

Ya sabemos que lo contrario de un relato no es el silencio sino el olvido. Colombia, magia salvaje es un relato visual memorable. De lo que nos olvidaremos es de sus palabras, casi todas innecesarias. Y de paso seguiremos con la destrucción del bosque, la selva y el páramo, queriendo o sin querer, contaminando.

Publicado en el periódico El Mundo. Septiembre 24 de 2015.

El hambre

"Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre –y al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos del hambre verdadera–. Pero entre esa hambre repetida y cotidianamente saciada que vivimos y el hambre desesperante de quienes no pueden con ella, hay un mundo”. 

El hambre, el último libro de Martín Caparrós, es la explicación de ese mundo. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente, nos dice el autor, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre. Pero pasa que nos hemos acostumbrado: “la frase ‘millones-de-personas-pasan-hambre’ debería significar algo, causar algo”, pero la palabra se gastó. En manos de “poetas de cuarta, políticos de octava y todo tipo de plumíferos fáciles”, ya no consigue producir ninguna reacción. De tanto usarla se volvió cliché, frase hecha, lugar común, y encima nos hemos tragado sin revirar el disimulo perverso de los eufemismos: subalimentación, malnutrición coyuntural, inseguridad alimentaria; terminología de burócratas que neutraliza cualquier posibilidad de indignarnos, de sentir vergüenza ante el mayor fracaso de nuestra civilización. 

Pero lo cierto es cada cinco segundos un chico de menos de diez años muere de hambre y cada día, en el mundo, 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre: “si usted, lector, lectora, se toma el trabajo de leer el libro, si se entusiasma y lo lee en –digamos– ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre 8.000 personas: son muchas 8.000 personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. Pero si usted leyó este párrafo en medio minuto; sepa que en ese momento sólo se murieron de hambre entre ocho y diez personas”. 

El hambre, como toda la obra de no ficción de Caparrós, es crónica –se mueve entre el ensayo experimental, el perfil, la entrevista, la pesquisa antropológica, el viaje, la poesía–, pero también es un libro político, no tanto como arenga –que también– sino como metáfora. Igual que sus otros ensayos viajados –entre otros, Una luna, El interior, Contra el cambio– la de Caparrós es una escritura que sucede en dos o más capas: una informativa, periodística, de denuncia incluso; comprometida, según sus propias palabras, al modo de Voltaire o Zola, “haciendo uso del capital simbólico del artista para intervenir en la cosa pública”. Pero también a otro nivel: el del desplazamiento en busca de sentido. El viaje y el libro como instrumentos para pensar en público, como artefactos para, en lugar de buscar respuestas únicas y tranquilizadoras, cuestionar la hipocresía de las élites, la nuestra propia y, al tiempo, hacer mejor todas las preguntas: cómo, en últimas, conseguimos vivir tranquilos sabiendo que estas cosas pasan. 

Dice el autor que su libro es un fracaso, porque un intento de explicación del mayor fracaso del género humano no puede sino fracasar, pero no es cierto. De El hambre es posible asegurar sin miedo que es uno de los mejores textos de no ficción publicados en la última década y, sin temor a exagerar, que se trata de un nuevo hito del periodismo narrativo o, dicho mejor, del testimonio como forma de arte. Porque lo que consigue Caparrós es, básicamente, devolverle el sentido a las palabras; logra que la escena de los muertos y los que sufren de hambre en Níger, India, Bangladesh, Sudán del Sur o Argentina importen, que se fijen en nuestra memoria como una herida. 

Uno vive mucho menos tranquilo después de leer estas páginas. Y de eso se trata. Porque quizá la escritura que realmente cuenta es ésta: la que incomoda, la que no subestima nuestra inteligencia con moralinas o ejemplos de superación. “La literatura no está para hacer las cosas más sencillas sino para añadir complejidad”, dice Sergio Chejfec. Y en ese acto de valentía que es narrar –un desafío a la realidad caótica, al absurdo, la miseria, la hipocresía– un Caparrós desenfadado y agudo, informal pero riguroso, políticamente incorrecto, inteligente, incómodo, saca el hambre de la estadística y le devuelve lo humano, convierte el dato en saber, la anécdota en historia memorable, y termina por conseguir un libro universo, de esos que fascinaban a Calvino y a Borges: el libro como enciclopedia, como método de conocimiento, como red de conexiones entre hechos, personas, cosas y saberes del mundo. El hambre es un libro importante, una bofetada. Una bofetada que hay que leer, una bofetada absolutamente necesaria.

Chantal Maillard viaja a la India

Desde las campañas de Alejandro Magno y los tiempos de la ruta de la seda, la India ha generado fascinación en Occidente: un territorio de fantasía, tierra de especias y marajás, el origen de las filosofías de Oriente, el yoga, la Ayurveda y las doctrinas tántricas. Pero dice Chantal Maillard –española de padres belgas, filósofa, experta en estética y pensamiento oriental– que quienes hemos ido hasta allí y regresado para contarlo no hemos acertado a transcribir más que fragmentos o relatos que pronto se han transformado en mitología.

En India, el volumen que compila veinticinco años de relación de Maillard con ese país, Pre-Textos reúne su empeño por hacer lo contrario: no intenta, como tantos viajeros, traducir a códigos conocidos la cultura que visita ni reduce a comparaciones insatisfactorias la realidad inabarcable. Su India es, sobre todo, un ejercicio de observación de su propia mente. Ella se convierte en mirada y su mirada en camino. Se resiste a pintar con las palabras porque su territorio es interior, es viaje en su dimensión completa: se aleja sobre todo de sí misma, pone a prueba su identidad y recorre el camino del autodescubrimiento gracias a la desorientación, a la extrañeza. Es el extravío el que le permite salir de su propio personaje. Y es a través de esa, su visión invertida, que vemos la India. Ella sabe que la diferencia entre el turista y el viajero es que éste ha aprendido a mirar. “Aprender a ver”, como escribió Saint-Exupéry en una de sus páginas.

Por eso en la escritura de Chantal Maillard importa, sobre todo, el instante. Ella sabe que en la India nadie espera nunca nada, simplemente está. Y eso hace. Todo es presente: el ruido, los olores; en los ojos una vaca en Jaisalmer se refleja el tiempo que pasa, un búfalo camina lento a la orilla del Ganges, las ratas roen incansables. La suya es una mirada que no intenta poner orden al caos. La palabra es el acontecimiento. Éste un libro que se habita. La India sucede mientras Maillard la cuenta. 

En esta compilación hay diarios, poesía, ensayo, crítica. Es un libro de viaje y ya se sabe: la escritura que da cuenta del desplazamiento siempre es híbrida; los géneros se cruzan para tejer un universo poético en el que el movimiento es el centro. 

Sus ensayos abordan temas como los orígenes de la filosofía occidental o la función simbólica y social de la mujer en la India. También, la gran contradicción: mientras Occidente se orientaliza –busca respuesta a sus excesos en el yoga, la medicina natural y la vida sana–, la India emula a Occidente y devalúa lo sagrado: hoy, en las orillas del Ganges, los hindúes comercializan sus tradiciones más íntimas. El rito deja de ser rito y se convierte en espectáculo, atracción turística, entretenimiento barato. 

Hay autores que se insertan en la biografía de los lugares. La India tiene a Octavio Paz, a Forster, Kipling, Naipaul y Lapierre que inmortalizaron el subcontinente en el siglo XX. La India de Maillard debería entrar a formar parte de esa bibliografía fundamental. Y al leer su voz singular uno piensa que sus palabras deberían sonar mucho más alto. O quizá no. Porque como dijo el también poeta José María Parreño, en estos tiempos, para que te escuchen, lo ideal es hablar en susurros. 

India. Pre-Textos, Valencia, 2014, 852 páginas.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, Diciembre 2014.

Así es como la pierdes

Hay libros en los que el protagonista es el lenguaje: La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, por ejemplo, o El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. Hay otros en los que, más allá del idioma, se trata sobre todo del ritmo, de una cadencia que es casi música: Juan Rulfo es un sonido; Cien años de soledad no es comprensible sin la relación de Gabriel García Márquez con el vallenato; Julio Cortázar dialogó con el jazz, y esa influencia es palpable en su última escritura.

La obra de Junot Díaz se inscribe en este grupo, también Así es como la pierdes: una prosa que se mueve entre la pulsión arrolladora del hip hop y la sensualidad del merengue o la bachata. En ella hay slang callejero, spanglish, jerga de inmigrantes dominicanos. Díaz escribe en inglés y en parte también ahí radica su mérito: en haber traducido esos compases de baile a un idioma que suele brillar por lo cortante y sincopado (Hemingway, por ejemplo).

Así es como la pierdes es una historia de fracasos amorosos, los de Yunior, un dominicano-americano con una incapacidad ontológica para la fidelidad. Es un libro sobre la dificultad del amor, sobre relaciones que fracasan y rupturas que nunca nos abandonan. Está escrito casi todo en segunda persona y el 'tú' convierte al narratario en confesor y cómplice: el lector escuchará a ese hombre incapaz de ver a las mujeres que tiene delante, que juega siempre a la ruleta rusa que es el engaño y que pierde aquello que ama. Es la historia de un sucio que en el fondo es un buen tipo. Y en sus relatos hay humor, vulgaridad y poesía, amor y sexo con sabor latino, inmigración y testosterona. Es un manual para infieles, aunque no para enseñarnos cómo no ser descubiertos sino para decirnos que no merece la pena. Pero sin moralismos. Yunior terminará por aceptar el dolor, comprenderá que ha sido un pendejo, un cobarde. Y aunque late todo el tiempo la pregunta del porqué de la infidelidad, el autor no da ninguna respuesta, como tampoco las hay en la vida. No hay sentencias más allá de las de la propia biografía.

Ésta podría ser una novela, y sin embargo son cuentos. Los nueve relatos que componen el libro funcionan por separado, al tiempo que componen una ópera que cobra valor en el conjunto. Y estas historias conectadas aportan lo mejor de los dos mundos: el golpe efectivo del relato, ese suceso único en el tiempo y en el espacio, pero también esa relación duradera con los personajes y su evolución que sólo permite la novela.

Junot Díaz ha sido finalista del National Book Award con este libro y con el mismo narrador ganó el Pulitzer. Yunior es el álter ego del escritor y a través de él habla su universo conocido. Por eso hay tanta honestidad en su retrato. No hay nada impostado aquí. Él es también un dominicano-americano seductor y conquista con un cierto erotismo de las palabras. Hace ya tiempo que Junot encontró su voz narrativa, y quizá es por eso que, al cerrar el libro, la música de su prosa permanece, sigue sonando.

 

Junot Díaz, Así es como la pierdes, traducción de Achy Obejas, Mondadori, 2013, 208 págs.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, abril de 2014.