Escandinavia

Diario Nórdico, tercera entrega: cosas que me gustan de Suecia

Lo que me gusta de Suecia es que, aquí, lo que se dice, se hace. Cuando en este país alguien propone algo, uno puede confiar en que va a ocurrir: si es un “nos vemos”, la persona saca el calendario y lo pone en la agenda, no como en Colombia, que nos decimos “ya te llamo” para olvidarnos de hacer esa llamada un segundo después. Pasa en la política, en las relaciones de pareja, en lo laboral, con los amigos. 

Me gusta de Suecia que la honestidad se da por hecho, no la trampa, “el papayazo”. Aquí existe, por ejemplo, una tarjeta para parquear, en la que uno, con una sencilla rueda de cartón, indica cuánto tiempo va a estar estacionado. En Colombia todos estaríamos tentados a mentir para pagar menos, pero en este país no es lo que ocurre. 

En otras palabras, aquí nadie se hace el sueco, como decimos en Colombia cada vez que alguien se hace el de la vista gorda o ignora de forma deliberada lo que sucede a su alrededor como si no fuera con él. Pero ese es solo un mito más sobre esta región, como esos otros que los tildan de huraños, alcohólicos, tendientes a estar deprimidos. A los suecos, en realidad, todo les atañe. En Gotland vi a una pareja corregir la cuenta que, en un hotel, había salido a su favor: no les cobraban un par de cervezas que se habían tomado la noche anterior, y ellos, a pesar de que el error les favorecía, rectificaron. 

Después de unos días, uno se acostumbra a esa honestidad: una tarde dejé por descuido la tarjeta de crédito en un almacén. Caí en cuenta un par de horas después y no me estresé en absoluto por cancelarla o volver corriendo por ella. Solo llamé al almacén y la vendedora me dijo  que estaba ahí y podía pasar a recogerla después del fin de semana. Me pasó lo mismo con el celular: le pedí a un mesero que me lo pusiera a cargar en la barra del bar y después de unas cervezas me fui. Mucho rato más tarde me acordé de mi teléfono. Regresé y ahí estaba. 

También me gusta de Suecia que la ostentación no es en absoluto lo habitual. Con una renta per capita cercana a los 50 mil dólares anuales (150 millones de pesos), no se ven mansiones estrambóticas ni carros carísimos, como sí en Montecarlo o en cualquier milla de oro latinoamericana. Los ricos suecos han comprendido que el lujo está en otro sitio: una casa de madera en el archipiélago rodeada de naturaleza, el tiempo o simplemente un día de sol. 

Me gusta de Suecia que los derechos de los niños son una realidad taxativa y no de papel. Cuando una mujer queda embarazada recibe de inmediato asistencia prenatal y, al nacer, el estado se cerciora de que las condiciones en las que crece el niño son las más adecuadas. Se les cuida con perspectiva de futuro, incluso la comida. Un ejemplo: le conté a una pareja de amigos que mis sobrinos toman Coca Cola desde chiquitos, incluso en tetero, y no les hizo ninguna gracia: aquí casi que me hubieran denunciado por eso a la policía. Tanto importan los niños que la licencia de maternidad y paternidad dura más de un año laboral, nada que ver con los tres meses de nuestra ley María. Y si un chiquito se enferma, es prerrogativa de los padres quedarse a cuidarlo porque el gobierno -el sistema de seguridad social- asume los costos laborales. Y si el padre dice que su hijo está enfermo, el empleador no desconfía. La confianza, de nuevo, está por delante.

Me gusta de los suecos su sobriedad al vestir, que el consenso es importante y también su planificación para los tiempos difíciles. Nuestra falta de estaciones nos ha hecho creer que la naturaleza siempre provee –basta estirar la mano para coger un mango, un banano, una naranja– pero aquí, el clima polar los ha obligado a aprender a guardar para el invierno y a comprender que, juntos, todo es más sencillo. Quisiera terminar con una anécdota que me contaron el primer día que llegué: en las cabañas de norte, los suecos nunca cierran la puerta con llave y dejan la chimenea lista con madera seca y fósforos al lado. Alguien podría llegar con frío y necesitar calor y refugio. Y ese abrigo no se le niega a nadie. 

Le pregunté a un amigo griego que emigró a Escandinavia a raíz de la crisis en su país cuál  era la clave para edificar estas economías, las más sólidas del mundo, y las democracias más sofisticadas. Su respuesta fue sencilla: no son sociedades perfectas pero la base está en la honestidad, la confianza.

*Publicado en el periódico El Mundo. Julio 16 de 2015.

Diario nórdico, segunda entrega: prohibido mendigar

Sucedió hace unos meses: en el Konsthall, el centro de exposición de arte contemporáneo de Malmö (Suecia), dos mendigos fueron exhibidos en una sala del museo. Expuestos como instalación, como puesta en escena, como obra, con su ropa sucia de todos los días, el vaso de papel en el que los transeúntes suelen echar alguna moneda y el letrero de cartón escrito en sueco rudimentario con el que le piden una ayuda a los que pasan. Los protagonistas, Luca Lacatus, un carpintero de 28 años y su novia, Marcella Cheresi, de 26, son gitanos rumanos que llegaron a Suecia como otros miles de compatriotas suyos, en busca de mejor fortuna en tierras escandinavas. Y son mendigos reales, no actores, de los que duermen en la calle y piden limosna. Luca posa en la sala del museo con la muleta que necesita para caminar. Marcella está embarazada.

El asunto levantó polémica. ¿Es legítimo exhibir seres humanos? ¿Se puede considerar “obra” y arte una instalación como ésta? No es la primera vez, de hecho: en Londres, el proyecto Exhibit B expuso a personas de raza negra en situaciones de sumisión o dominación. Y en 2013 el Museo Judío de Berlín hizo lo propio con la muestra “Judíos en vitrina”. 

Vivimos en tiempos en los que se hace difícil definir qué es arte y qué no lo es, pero me interesa la explicación de Martín Caparrós: “quizá arte es aquello que consigue resignificar lo des-significado: que te obliga a leer allí donde, en general, ya no ves nada. Y, también: aquello que te lleva a enfrentarte con lo que no querías, y pensarlo”. 

Ese y no otro era el propósito de los responsables de la instalación en el museo de Malmö, en Suecia, un país que cada día ve más indigentes rumanos en sus calles, en las esquinas, a la salida de los supermercados. Tan significativo es el aumento –se sabe incluso de mafias que los traen desde los países del este, los instalan en puntos específicos de la ciudad por las mañanas y los recogen luego por las tardes– que el gobierno sueco y el rumano se han reunido ya en varias ocasiones para buscar salidas a esa inmigración que ha favorecido la libre circulación de ciudadanos en Europa tras la entrada de Rumania en la Unión Europea. 

Resignificar lo des-significado. Leer allí donde, en general, ya no vemos nada. A esos mendigos invisibles, a los que preferimos no ver cuando nos cruzamos con ellos en la calle, ahora nos obligan a mirarlos en la sala de un museo, para que nos sea imposible voltearles la cara. Se exhiben seres humanos, parece, y nos indignamos, pero lo que se expone allí es otra cosa, creo: nuestra indiferencia, la hipocresía, la sociedad ineficaz y desigual que todos los días aceptamos. Y se exhibe también la otra polémica, la importante, la que en la Europa supuestamente civilizada pretende criminalizar a los sin techo, a los pobres, a los inmigrantes. De Lisboa a Roma, de Madrid a Barcelona, de Oslo a Budapest, se formulan leyes que prohíben dormir en espacios públicos, pedir limosna, revisar los cubos de la basura. Y, como si esto fuera voluntario, se castiga con multa –sí, multas, así de risible es la ironía– o con cárcel. En Noruega, los municipios ya pueden expulsar a los indigentes (se los permite la ley) y en Suecia también se ha puesto sobre la mesa el proyecto legislativo que prohíbe la mendicidad. En Madrid, Esperanza Aguirre habló de sacar a los pobres del centro porque “ahuyentaban a los turistas” y Alberto Ruiz Gallardón quiso obligarlos a dormir en albergues y sacarlos de la vía pública. En Colombia también hemos escondido a nuestros indigentes de la ciudad vieja en Cartagena, en épocas de eventos internacionales. También ha pasado en Medellín. Y lo peor es que ya se empieza a popularizar en Europa, y de ahí al mundo, la repugnante “arquitectura de diseño excluyente”: sillas en lugar de bancas (para que nadie se acueste), superficies inclinadas (para que nadie se siente), macetas inmensas (para que nadie se siente en el suelo a pedir) y rejas debajo de las escaleras (para que nadie ocupe el espacio como dormitorio). 

Resignificar lo des-significado. Leer allí donde, en general, ya no vemos nada. Se exhiben rumanos en un museo y polemizamos sobre qué es y qué no es arte, cuando la discusión, en realidad, está en otro sitio.

*Publicado en el periódico El Mundo. Julio 2 de 2015.

Diario nórdico, primera entrega

Escribo desde Estocolmo. Pasaré los próximos meses en Suecia y he pensado que es interesante utilizar este espacio como una especie de diario desde Escandinavia, esta región del mundo en la que parece que todo funciona de maravilla: son los países más democráticos del mundo, con las tasas de desigualdad más bajas de Europa, dotados de políticas que promueven la igualdad real entre hombres y mujeres, educación de altísima calidad y cobertura total en seguridad social. Las ciudades son limpias y planificadas con mimo, abundan los parques y las ciclorutas –son ecológicamente sostenibles– y, en términos humanitarios, los barrios que aquí se pueden llamar marginales tienen niveles incluso más dignos que muchos de los nuestros en Latinoamérica. No existen los cinturones de miseria y los mendigos,  que los hay, provienen en su mayoría del Este de Europa, víctimas de mafias.

Dinamarca figura como uno de los países con los habitantes más felices del mundo –ese ranking que también ha liderado Colombia alguna vez, quizá por muy distintas razones–. Suecia es modelo en la lucha por la igualdad de género y líder en tecnología –aquí se inventó la telefonía móvil y es la casa de Spotify, por ejemplo–. El sistema educativo finlandés es uno de los mejores del mundo según el Informe Pisa que realiza la Ocde cada tres años, y es un país donde los índices de lectura per cápita los envidia todo el mundo civilizado. Islandia es hoy, en Europa, el modelo de la recuperación económica, porque a pesar de ser una de las primeras víctimas de la crisis financiera internacional, superó la bancarrota en apenas tres años y fue capaz de poner en la cárcel a algunos de los líderes empresariales que lo llevaron a la quiebra. A Noruega la conocemos por el salmón, sus fiordos paradisiacos, su gran milagro petrolero a partir de la década del setenta y ahora también por Karl Ove Knausgård, el nuevo niño bonito de literatura contemporánea. 

Pero hasta aquí todo es un lugar común. Ya se sabe: nos acostumbramos a pensar en los Otros como un tópico, y es fácil que muchos reduzcan a los suecos a rubias altas y bonitas y a novelas de Stieg Larsson o Henning Mankell; a los daneses a genios del diseño de interiores y a los finlandeses como los dueños de Nokia o, lo que es peor, a toda esta región como suicidas y borrachos. 

Pero quien haya pasado por aquí –o quizá visto Borgen, una de las últimas series de televisión de moda, basada en la sociedad danesa– puede darse cuenta de que éstas no son sociedades perfectas pero sí es aquí donde se plantean muchos de los debates más interesantes en materia política, económica y social. Cuando una nación parece que ya ha alcanzado todas las conquistas para sus ciudadanos –cohesión social, sostenibilidad económica, empleo, salud y educación de calidad, etc.– ¿Cuál es el siguiente nivel de discusión? ¿Cuáles los debates en términos de inmigración, por ejemplo, en estos países que reciben numerosas demandas de asilo y la llegada de miles de inmigrantes precisamente por su estado de bienestar? ¿Qué pasa aquí en materia tributaria? Dinamarca tiene uno de los niveles de impuestos más altos del mundo, por ejemplo. ¿Cuáles son las políticas suecas sobre prostitución que pretenden emularse por ejemplo en Francia? ¿Por qué se acusa muchas veces a esta región de xenófoba y racista y por qué vienen en ascenso sus partidos de extrema derecha? ¿Qué pasa con la mendicidad? ¿Cuáles es la discusión sobre salud pública en Dinamarca, con el mayor índice de consumo de antidepresivos en el mundo, o en Finlandia, donde el alcohol es la principal causa de mortalidad masculina? ¿Y cuáles son los debates salariales, laborales y de bienestar social en un país como Suecia en el que la licencia de maternidad y paternidad puede durar hasta un año laboral? 

“La noticia de la lejanía se le confía al viajero”, escribió Walter Benjamin, y es lo que aspiro hacer en las próximas entregas de esta columna, un viaje por esta región de la que hay mucho que emular, discutir, pero que desde luego es mucho más que Ikea, renos, novelas policiacas, frío extremo, vikingos, salmón y osos polares.

*Publicado en el periódico El Mundo. Junio 18 de 2015.