Viaje

La vaca y el elefante. Dos imágenes.

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La India. 42 grados a la sombra y es una mañana como cualquier otra en la que cientos de ojos, brazos, piernas, carros, motos, taxis, camellos, vacas, monos y bicicletas cruzan al mismo tiempo una de las avenidas más concurridas de Jaipur. De golpe, Mohamed frena su rickshaw, su mototaxi. Y nada se altera, sin embargo. Allí funciona un orden invisible que a nosotros los occidentales, criados en la doctrina de los semáforos y los pasos de cebra, se nos escapa. Como la neolengua de Orwell, en la India el caos es el orden, y el orden, el caos.

Mohamed frena para llamarme, pero yo no oigo nada. Es imposible cuando suenan al unísono los pitos de miles de vehículos, el hit del último taquillazo de Bollywood y las voces de una multitud que cuando no grita chasquea, escupe y canta. Yo estoy en la acera cuando se me acerca el conductor, que me ve la cara de turista, se hace el simpático y se ofrece a llevarme a un parque ecológico. Y yo caigo en la trampa. Son cerca de veinte minutos de recorrido hasta llegar al elefante más triste que veré en mi vida. El pobre animal comparte un pequeño jardín –como un patio de recreo de colegio– con otros tres paquidermos enfermos, de mirada triste y piel ya sin pigmento por el manoseo constante de los turistas. El folleto que me ha dado Mohamed está a la altura de Disney. Pero yo tardo poco en darme cuenta de mi ingenuidad. Allí sólo hay un señor gordo, tres amigos del gordo y un supuesto cuidador que, en lugar de velar por los animales, se esfuerza para que los visitantes nos hagamos la foto perfecta: el tipo levanta las orejas agujereadas del elefante para que entren en el encuadre, pone la mano de los turistas –mi mano– en lo que queda del colmillo amputado de marfil y me da un puñado de hierba para que lo alimente. Cuando me ofrece unos tarros de pintura para que pintorree al elefante, pienso que ya es demasiado. Me hago la foto por pura compasión. No con el animal, con el que me avergüenzo, sino con ese cuidador que solo está ahí por una propina y en realidad no sabe lo que hace. “Los turistas quieren exotismo”, me dice Mohamed cuando le reclamo. Y pienso que sí, que la culpa es mía, es nuestra. Ese pequeño jardín con elefantes tristes no existiría si yo, esa mañana, no hubiera aceptado visitarlo.

 

II.

 

Una vaca come de la mano de una mujer que ha comprado una bolsa de semillas en el mercado callejero de Jaipur. La vaca abre la boca, saca la lengua y se traga todo, bolsa incluida. Mientras come, la vaca caga unas semillitas iguales a las que le ha dado la mujer hace un momento.

El Rajastán, región noroccidental de la India, es un enorme potrero asfaltado en el que intentan pastar millones de vacas. Pero como no hay pasto, se alimentan de la generosidad de miles de fieles que las tienen por diosas, por madres. Porque los hindúes dan de comer a esas vacas que están en todas partes por la misma razón que un cristiano prende una vela en una iglesia: los dos están seguros de que la vaca, y la vela, pueden hacer milagros.

Meena, mi conductor durante el viaje, tiene una vaca en su casa. Pero no como mascota, como quien tiene un perro, sino como quien tiene un carro de lujo o un apartamento en la playa: el estatus social empieza no en tenerlos, que ya es caro, sino en demostrar que uno es capaz de sufragar los gastos derivados.

Hay doscientos millones de vacas en la India. Vacas que no se ordeñan ni se sacrifican porque allí nadie come carne de res. Las vacas caminan parsimoniosas y en sus ojos se refleja el tiempo que pasa.

Oí a un amigo decir que todos los problemas en la India comienzan en las vacas: la vaca caga, entonces llegan las moscas. Una vez hay popó en todas partes a nadie le importa tirar basura a ese suelo que ya está sucio. Los desechos estancan los desagües y con ellos llegan los bichos que transmiten enfermedades, se contamina el agua. Y toda esa cadena de suciedad es imposible de romper mientras esas vacas, sagradas todas ellas, sigan cagando por todas partes solo porque alguien cree que pueden hacer milagros.

Publicado en el periódico El Mundo.

 

Irse

Irse, siempre el viaje.

Irse es querer partir. Pocos lo saben, pero como dice Ismael en Moby Dick, casi todos los hombres, sea cual sea nuestra condición, albergamos en algún momento el deseo de “hacernos a la mar”. O en palabras de Hans Christian Andersen, el punzante comezón de querer largarnos. De hecho, según Pascal, esa incapacidad del ser humano de permanecer en reposo en una habitación es la causa de las desgracias del mundo. Bruce Chatwin, en Los trazos de la canción, se pregunta si esa necesidad de movernos nace de un impulso migratorio instintivo, como el que tienen las aves en otoño. También lo dice Percy Adams: “Quizá la naturaleza del hombre, de todas las naciones, sea estar inquieto, errar”.

Uno quiere irse porque piensa que lejos estará mejor, porque detesta su vida desordenada o perfectamente en orden; porque necesita el movimiento y la distancia, por curiosidad, placer, anhelo de prestancia o por la tentación de lo desconocido. Hay quienes solo quieren un cambio de ambiente y otros ponen todas sus esperanzas en esos nuevos aires. Se trata de un deseo casi patológico de comenzar, una y otra vez, con la página en blanco. Pero quienes lo hacen no saben que esa es, como dijo Nabokov, la falacia tradicional de los corazones condenados: “donde va el buey que no are”, que reza el dicho paisa.

Irse es despedirse y saludar a la vuelta. Irse también es volver –aunque uno aprende, con el tiempo, que no existen los regresos–. Irse es, por un momento, pararse en esa línea invisible del camino que obliga a mirar adelante y hacia atrás. Hacer balance.

Irse es empacar las maletas. Nuestro equipaje –su peso, su contenido– nos define mejor que nuestra lista de películas favoritas, que las playlists en Spotify o los libros que están o no en nuestra biblioteca. Las maletas son biografía, ficción, autoficción, diario, literatura. Son un territorio autobiográfico, psicológico y hasta metafísico. Uno siempre se olvida de algo necesario. Y en el viaje se da cuenta que ahí están, ocupando sitio, un montón de cosas que no son importantes. Irse son los recuerdos que uno mete en la mochila pero también todo eso que deja, pero no olvida; irse es lo que pesa en el corazón, los remordimientos, las renuncias. “¿Qué se lleva uno cuando sabe que no va a volver?” me acuerdo que se preguntaba un personaje de Kureishi en un libro que leí hace años.

Irse es intentar escapar, cumplir un sueño, pagar una promesa, querer probar un nuevo plato, conocer o reconocer un paisaje, intentar reinventarse. Es anhelar el silencio y la soledad, dejar de escuchar un ruido cotidiano o querer encontrar otras voces, compañías, nuevos ámbitos. Irse es ser feliz en la antesala y el tránsito, y a veces también al regreso. Irse es buscar. ¿Buscar qué? Uno a veces se conformaría sólo con saber lo que está buscando.

Pero irse es, al mismo tiempo, no querer marcharse. Es comprender la fuerza de los lazos que uno teje cuando en un abrazo de despedida caen las lágrimas. Es reprocharse los planes que quedaron pendientes y repasar las rutinas que ya no serán más. Irse es pensar en las cosas que uno podría haber hecho mejor; es, casi siempre, invocar la máquina del tiempo no para ir al futuro sino para devolver el reloj y poder evitar los errores, los desvíos; para trazar nuevamente el mapa.

Irse es inscribirse voluntariamente en la batalla de la soledad y la nostalgia. Es descartar el domicilio fijo, una vida al uso; es comprender que uno ya no volverá a sentirse en casa en un sólo sitio. Irse es el dolor de las separaciones, el desarraigo. Es tener que cargar con el hogar a la espalda, o levantar una y otra vez la casa en distintos lugares. Con lo que eso cansa…

Irse es una promesa, pero también una derrota. Porque irse es renunciar, posponer, alejarse. Irse es, a veces, ser valiente, pero muchas más, cobarde.

A ver si la pregunta no era “ser o no ser”, sino irse o quedarse. 

Volver

Llegar como turista a una ciudad que antes fue tu casa. Hospedarte en un hotel. Coger el metro y bajarte en estaciones que no solían ser las tuyas. Pasar por la tienda de la esquina y descubrir que ya no está la señora del pan y, en cambio, hay una peluquería. Buscar el café en el que desayunabas los domingos. Entrar. Comprobar que hay comidas que no tienen que ver con el sabor sino con la memoria. Pensar en saludar al viejo portero. Dar dos pasos atrás y decidir qué es mejor no hacerlo. Ver de lejos a la vecina que ahora debe bordear los 80 años. No atreverte a saludarla pero ¡alegrarte tanto de verla! Mirar el antiguo buzón y preguntarte si todavía, alguna vez, te llegan cartas. 

Sacar dinero en el cajero de tu época de estudiante. Comprender que aunque el saldo ha cambiado tampoco eres mucho más rico que antes. El presente, de hecho, no se corresponde con el que pensaste que serías cuando regresaras. Chocarte de golpe con el fantasma del que hubieras sido de haberte quedado.

Querer comprar el periódico pero el kiosco ya no está. Tampoco la librería del barrio. Pasar delante del apartamento donde viviste solo por primera vez y de la casa de algún viejo amante. También frente a ese café en el que hiciste esa promesa que en el fondo sí cumpliste, el restaurante favorito para los cumpleaños y ese bar en el que te vieron llorar pero del que también saliste cantando. 

Pensar en cuando recorrías esa calle con lluvia o sol, con ilusión, prisa, rabia o estrenando unos nuevos zapatos. Ahí sigue la parada del bus que casi todos los días te traía de vuelta a casa. Mirar un rato el que fuera tu balcón, ahí donde hablaste tantas horas por teléfono y fumaste tantos cigarros. Ya no fumas. En eso, al menos, eres menos tonto que antes. Saber que ese balcón es la imagen misma de tu soledad. 

Darte cuenta de que ahora caminas más despacio. Sonreír porque ya no sabes cuál es la discoteca de moda –en realidad nunca lo supiste– y al pasar frente a ese edificio de oficinas te cuesta recordar el nombre de casi todos los compañeros de tu antiguo trabajo. Pero ves el nombre de tu hospital y te dan ganas de saludar hasta al viejo doctor. Cruzar junto al mercado en el que ya no harás la compra. Y todavía temer pasar por la calle donde vivía –y quizá vive aún– aquel gran amor. 

Recordar a los amigos. Los que ya no están y los que siguen ahí aunque ya no sea lo mismo. Ya nadie te recoge en el aeropuerto. Todos prometieron no cambiar en la despedida. También tú. Lo que no sabías entonces es que lo único inevitable es el cambio. Mirar el cielo. Encontrarlo igual de azul. De hecho, es lo único que permanece intacto. ¿Has venido a esta ciudad? ¿O has vuelto? Ir y volver son dos palabras que pierden sentido para quien se ha ido tantas veces como ha regresado. 

Caminar de vuelta al hotel que esta noche es tu casa. Acordarte de un poema. De ese verso de Maillard que habla de volver sobre las huellas. Encontrarlas estrechas. Sacudirles el polvo. Practicar la gratitud. Mirar sin dolor. Sin lastre. Sin nostalgia.

*Publicado en el periódico El Mundo. Febrero 25 de 2016.

Diario nórdico, primera entrega

Escribo desde Estocolmo. Pasaré los próximos meses en Suecia y he pensado que es interesante utilizar este espacio como una especie de diario desde Escandinavia, esta región del mundo en la que parece que todo funciona de maravilla: son los países más democráticos del mundo, con las tasas de desigualdad más bajas de Europa, dotados de políticas que promueven la igualdad real entre hombres y mujeres, educación de altísima calidad y cobertura total en seguridad social. Las ciudades son limpias y planificadas con mimo, abundan los parques y las ciclorutas –son ecológicamente sostenibles– y, en términos humanitarios, los barrios que aquí se pueden llamar marginales tienen niveles incluso más dignos que muchos de los nuestros en Latinoamérica. No existen los cinturones de miseria y los mendigos,  que los hay, provienen en su mayoría del Este de Europa, víctimas de mafias.

Dinamarca figura como uno de los países con los habitantes más felices del mundo –ese ranking que también ha liderado Colombia alguna vez, quizá por muy distintas razones–. Suecia es modelo en la lucha por la igualdad de género y líder en tecnología –aquí se inventó la telefonía móvil y es la casa de Spotify, por ejemplo–. El sistema educativo finlandés es uno de los mejores del mundo según el Informe Pisa que realiza la Ocde cada tres años, y es un país donde los índices de lectura per cápita los envidia todo el mundo civilizado. Islandia es hoy, en Europa, el modelo de la recuperación económica, porque a pesar de ser una de las primeras víctimas de la crisis financiera internacional, superó la bancarrota en apenas tres años y fue capaz de poner en la cárcel a algunos de los líderes empresariales que lo llevaron a la quiebra. A Noruega la conocemos por el salmón, sus fiordos paradisiacos, su gran milagro petrolero a partir de la década del setenta y ahora también por Karl Ove Knausgård, el nuevo niño bonito de literatura contemporánea. 

Pero hasta aquí todo es un lugar común. Ya se sabe: nos acostumbramos a pensar en los Otros como un tópico, y es fácil que muchos reduzcan a los suecos a rubias altas y bonitas y a novelas de Stieg Larsson o Henning Mankell; a los daneses a genios del diseño de interiores y a los finlandeses como los dueños de Nokia o, lo que es peor, a toda esta región como suicidas y borrachos. 

Pero quien haya pasado por aquí –o quizá visto Borgen, una de las últimas series de televisión de moda, basada en la sociedad danesa– puede darse cuenta de que éstas no son sociedades perfectas pero sí es aquí donde se plantean muchos de los debates más interesantes en materia política, económica y social. Cuando una nación parece que ya ha alcanzado todas las conquistas para sus ciudadanos –cohesión social, sostenibilidad económica, empleo, salud y educación de calidad, etc.– ¿Cuál es el siguiente nivel de discusión? ¿Cuáles los debates en términos de inmigración, por ejemplo, en estos países que reciben numerosas demandas de asilo y la llegada de miles de inmigrantes precisamente por su estado de bienestar? ¿Qué pasa aquí en materia tributaria? Dinamarca tiene uno de los niveles de impuestos más altos del mundo, por ejemplo. ¿Cuáles son las políticas suecas sobre prostitución que pretenden emularse por ejemplo en Francia? ¿Por qué se acusa muchas veces a esta región de xenófoba y racista y por qué vienen en ascenso sus partidos de extrema derecha? ¿Qué pasa con la mendicidad? ¿Cuáles es la discusión sobre salud pública en Dinamarca, con el mayor índice de consumo de antidepresivos en el mundo, o en Finlandia, donde el alcohol es la principal causa de mortalidad masculina? ¿Y cuáles son los debates salariales, laborales y de bienestar social en un país como Suecia en el que la licencia de maternidad y paternidad puede durar hasta un año laboral? 

“La noticia de la lejanía se le confía al viajero”, escribió Walter Benjamin, y es lo que aspiro hacer en las próximas entregas de esta columna, un viaje por esta región de la que hay mucho que emular, discutir, pero que desde luego es mucho más que Ikea, renos, novelas policiacas, frío extremo, vikingos, salmón y osos polares.

*Publicado en el periódico El Mundo. Junio 18 de 2015.

Mirarnos de lejos

Andrea, una de mis buenas alumnas de quinto semestre de periodismo, se me acercó esta semana para contarme que, como yo siempre les estoy hablando en clase de la importancia de viajar –el viaje como entrenamiento de la mirada, como forma de estar en el mundo y de conocer a los otros–, ella decidió presentarse a una beca de la Embajada de Turquía para irse a Estambul. Y le ha salido. Sergio quiere hacer lo mismo pero con una convocatoria en Ciudad de México. Si lo aceptan, pasará un semestre en el D.F., en la Universidad Autónoma, con posibilidad de homologar luego las materias que curse como parte de su formación en Colombia. Laura, otra de mis estudiantes, se va todas las vacaciones a Perú, en un programa de voluntariado. Natalia ha empezado a buscar becas en varios países y Sebastián se plantea viajar a Bogotá para hacer sus prácticas profesionales.

Como profesora, uno de mis propósitos es encubar en mis alumnos eso que Ryszard Kapuscinski llamó “contagio del viaje”, la enfermedad que él decía haber contraído la primera vez que cruzó la fronterade Polonia gracias a su trabajo como periodista en la agencia estatal de noticias. Sabemos que desde entonces no dejó de moverse, siguió viajando. Por eso en casi todas mis clases hablamos de viajes y viajeros, de la importancia del viajar y de su relato. 

En una ciudad como ésta, en la que los habitantes estamos encantados de conocernos y en la que oímos, casi todos los días, que “este es el mejor vividero del mundo”, se me ocurren pocas cosas más importantes que despertar en un grupo de jóvenes estudiantes de periodismo la necesidad de ver el mundo y tratar de entenderlo, para poder contarlo. El provincianismo, esa dolencia crónica de la que sufren tantos antioqueños, ese mal que hace que se ofendan cuando un extranjero habla mal de la ciudad y no menciona el tesón de los abuelos, las flores y la pujanza paisa, ha terminado por anular la capacidad crítica: muchos se han vuelto incapaces de reconocer las virtudes de otras latitudes sin resaltar primero las de Medellín, y a los que se van se les toma por desertores, casi les quitan el derecho a opinar: «es que vos ya no vivís aquí. A vos esta ciudad ya no te duele», como me dijeron a mí hace no mucho. 

Walter Benjamin escribió en El narrador queexisten dos tipos de escritores: los marineros, que se van lejos de casa para encontrar hechos y relatos, para explicarnos de cara a los Otros, y los que se quedan para recogerlas historias de cerca, la memoria y el pasado que explica el presente. Medellín necesita de ambos. Pero ya nos hemos contado demasiado mirándonos el ombligo: tal vez sean las montañas, la ironía del cielo siempre azul y este clima en el que siempre es primavera. Las ciudades con mar tienen una especie de melancolía que las hace mirar al horizonte, pero en Medellín este abrazo geográfico nos hace mirarnos todo el tiempo a nosotros mismos. De ahí que ninguna ciudad de Colombia se haya narrado tanto como ésta y se me ocurren pocas en el mundotan estudiadas, diagnosticadas.

Pero ya hemos hablado en exceso de nuestra innovación, nuestros narcos, nuestras mujeres bonitas, nuestra cultura ciudadana, nuestro metro y nuestros parques biblioteca. Por eso quizá es el momento de que un grupo de periodistas jóvenes como Andrea, Sergio, Laura, Natalia y Sebastián se vayan para ver si mirándonos de lejos y en ese espejo que son los otros, conseguimos explicar mejor lo que nos pasa; comprender por fin esa perversa fascinación local por el dinero, el caso omiso que hacemos a nuestra cuidad fragmentada y desigual, nuestro orgullo ciego, altanero, y este seguir matándonos por nada.

Sentir de golpe el viaje

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Una noche, arropado bajo un manto de estrellas en el desierto, Saint-Exupéry dijo haber «sentido de golpe el viaje». Cees Nooteboom, en un hotel mugriento y anónimo en Mauritania, también bajo el cielo oscuro y la resplandeciente quietud del silencio y la noche, entendió que no era otra cosa que un viajero, uno que escribe y describe el mundo. Kapuscinski tuvo la misma sensación al cruzar por primera vez la frontera de Polonia, donde había nacido, y desde entonces no dejó de moverse. Llamó a aquello «contagio del viaje», una especie de enfermedad incurable que le obligaba a seguir viajando, igual que Herodoto. Rilke siempre pensó que no le estaba permitido tener una casa, que lo suyo era vagar y esperar. Camus era un viajero de la «soledad poblada» de la ciudad y sentía el viaje en lo alto de Père Lachaise en París. Blaise Cendrars, camaleón, viajero, alquimista de su propia vida y siempre dispuesto a atender a la llamada de lo desconocido, decía que no aspiraba a escribir, ni a viajar, ni al peligro, sólo a vivir. 

Se trata entonces de una elección. El viaje es una especie de vida elegida en la que el único modelo a seguir es el del hombre libre. Se trata de conquistar una mirada propia y de renunciar a los simulacros. Pero eso implica muchas renuncias: se descarta la posibilidad de un domicilio fijo, de una vida al uso. Ya no habrá banderas en las que poder envolverse ni identidades únicas a las qué aferrarse. Y se aprende muy rápidamente, por una especie de desarraigo crónico, que deja de existir la posibilidad de sentirse en casa en un único lugar. No hay regreso, no hay llegada. Viaja sólo quien sabe irse, como explicó un poeta setón. El único equipaje es la propia vida, y los sueños. Y en esa ruta hay peligros, permanente transformación. No hay forma de salir ileso de la lucha contra las fronteras, de la suerte de ver el mundo, del encuentro con los Otros. Un trasegar que sucede en medio de una gran soledad. 

Pero el viajero está dispuesto a pagar el precio. Se enamora de su condición y de su lugar en la periferia. Es consciente de su suerte, de la maravilla que contempla. Se sabe privilegiado de poder ser el actor de su propio espectáculo, de inventar su guión, decidir los escenarios y hacer de sí mismo el personaje que más le interesa. Es así como se pone en camino y comienza a escribir con su propio cuerpo, siguiendo la máxima de Stendhal, y aspira a hacer con todo ello una obra de arte, a vivir en la literatura, en la imaginación, en la poesía. Y el viaje es su forma de respiración. 

Por eso no hay más ruta que la nuestra, como dijo Siqueiros. Esa ruta empieza mucho antes de salir al camino y una vez en marcha existe, también, la tentación de detenerse. Como ese personaje del cuento de Mrozekque llega a un hotel en el que sólo pueden hospedarse viajeros que no viajan más y él piensa por un momento en quedarse. O la alegoría de Murakami en After dark, en la que tres hermanos escalan una montaña para elegir desde qué punto contemplarán el mundo. Sólo uno de los tres llega a la cima. Los otros dos se contentan con ver solo un trozo del paisaje. 

Escribo estas líneas desde Estocolmo, acodándome de aquella frase de Rosi Braidotti que dice que ser nómada no es no tener una casa, sino la capacidad de recrear tu casa en cualquier lugar. Esta noche, en un fiordo sobre el Báltico, con el silencio del bosque, el canto del agua en la orilla y un cielo brillante, fuego en la chimenea y dosamigos, siento el viaje de nuevo; pienso que esta también es mi casa.

*Publicado en el periódico El Mundo. Marzo 26 de 2015.

Las puertas de Europa

Los antiguos viajeros creían que el fin del mundo estaba en Gibraltar. Ahí se levantaban las famosas columnas de Hércules que señalaban el límite del mundo conocido, la última frontera para los navegantes. Sabían que más allá se extendía el Atlántico, un territorio de mitos y leyendas. Eran puertas de salida, las míticas columnas del Estrecho, y nadie, hasta Colón, logró realmente cruzarlas.

Esa pequeña brecha que separa Europa de África hace tiempo que dejó de ser un punto de partida y hoy es una puerta de entrada. Pero blindada. Cada semana miles de subsaharianos tratan de saltar la valla que separa Marruecos de Melilla (España) y no pocos mueren ahogados en el intento de cruzar a nado o en patera ese portal que de columnas ha pasado a ser muralla. Sucede todo el tiempo: en el año 2013, en Italia, en esa otra puerta que es Lampedusa, trescientos sesenta africanos perdieron la vida ante la mirada indiferente de Europa.

Mientras unos mueren y otros se preparan para dar el salto al viejo continente por cualquier frontera posible, los colombianos celebramos desde hace varios meses que la Unión Europea esté a punto de eliminar las visas de turismo para el territorio Schengen. La exigencia del visado, que rige desde hace trece años, fue un motivo de indignación en su día. Se criticó a España por dar la espalda al país, su pariente y aliado histórico. Los intelectuales escribieron cartas de protesta algunos incluso amenazaron con no volver pero luego se olvidaron.

Ahora los colombianos celebramos y también se nos olvidará muy pronto la humillación que han supuesto, durante estos años, las filas infinitas al sol y al agua frente a los consulados, las burocracias inexplicables, el maltrato de los funcionarios en las delegaciones diplomáticas, esas visas denegadas que han truncado los sueños de tantos. Hasta hace unos meses pertenecíamos a la misma categoría de los subsaharianos que se dejan la vida para cruzar a cualquier precio el estrecho de las columnas de Hércules. Pero en cuanto nos abran las puertas para pasear sin visa por la Gran Vía o el Paseo de Gracia, toda esa indignación será cosa del pasado. Ya se sabe: Colombia es un país que se indigna con facilidad, pero que olvida igual de rápido.

No deberíamos. En este caso, no por rencor hacia Europa, sino para cuestionarnos en serio la noción misma de las fronteras, la industria de las nacionalidades, los pasaportes, las banderas y las patrias. Porque en cualquier momento alguien decide que volvemos a ser ciudadanos de segunda y tendríamos que volver a plantearnos lo de morir en el intento, lo de cruzar el océano a nado. De nuevo ante la indiferencia del que para entonces sea el dueño del sello, el policía de frontera, el funcionario del consulado. Pero volveremos siempre a embarcarnos, porque la promesa del viaje siempre será superior a la valla más alta.

*Publicado en el periódico El Mundo. Enero 9 de 2015.

Buenos días, Vietnam

EN VIETNAM, EL QUE FUE EL PROGRAMA DE RADIO MÁS FAMOSO DE LOS AÑOS 60 ES AHORA EL LEMA DE UNA CAMISETA ESTAMPADA. LAS BALAS DE LA GUERRA SE VENDEN HOY COMO SOUVENIRS Y LAS PRISIONES SON MUSEOS DEL HORROR, ADEMÁS DE CENTROS DE PROPAGANDA COMUNISTA. EL TÍO HO ES UNA ESTATUA OMNIPRESENTE Y CRUZAR LA CALLE ES UNA ACTIVIDAD DE ALTO RIESGO QUE AMENAZAN 18 MILLONES DE MOTOCICLETAS.

UNA CRÓNICA DE VIAJE CUANDO SE ACERCA EL 40 ANIVERSARIO DEL FINAL DE LA GUERRA.

Publicado en El Colombiano, noviembre de 2014. Descargar PDF 

 

Hace ya tiempo que Vietnam dejó de ser el escenario de una guerra. O por lo menos el de la guerra que una docena de películas y fotografías famosas se han encargado de fijar en la galería de Occidente como la primera guerra norteamericana de la que no había que sentirse orgulloso, en la que los soldados no debían ser recibidos como héroes al volver. Esa guerra, la más publicitada del último medio siglo, le ha restado a nuestra idea sobre Vietnam todos sus posibles matices.

Hollywood –no menos colonizador que los marines que desembarcaban en el delta del Mekong en los sesenta– ha conseguido reducir a tópico de matones profesionales a esos soldados veinteañeros que fueron hasta allí, murieron por miles, dejaron tres millones de muertos y que, según películas y series de televisión, hoy son un puñado de veteranos perturbados que más bien hay que compadecer –quizá con razón–. Y qué difícil resulta, después de haber visto Rambo, Apocalipsis Now, La chaqueta metálica, Soldado Universal y El cazador, salir de tantas frases hechas.

En esa montaña de filmografía sobre Vietnam, las secuencias van de pum pum pum fuck fuck fuck papapapapa y compiten por quién dispara más ráfagas de fusil o grita 'joder' más rápido y más fuerte. Los militares fuman porros en las trincheras y luego queman aldeas y matan orientales con sombreritos cónicos como si de un videojuego se tratara. Pero no es posible encontrar ninguna –y casi tampoco libros– que traten en realidad sobre los vietnamitas; han pasado dos décadas y tampoco se escriben ni se ruedan. Hoy Hollywood habla de Irak, el IS y Afganistán, claro.

Es un lugar común decir que Estados Unidos perdió la guerra porque no supo –o no pudo– comprender la mentalidad de los locales (lo que se hubiera traducido en una forma distinta de combate), y porque permitió a los periodistas retratar los primeros planos de la guerra para transmitirla por televisión a la hora del almuerzo y ser portada en las revistas los domingos. Pero lo cierto es que hoy en este lado del mundo, por más fotos de Kappa y películas de Kubrick y de Coppola que hayamos visto, de Vietnam, de ese país que en el mapa tiene forma de serpiente, de su paisaje, su población y de todo lo que se queda siempre por fuera de los estereotipos de la guerra, no sabemos casi nada. Hay que ir hasta allí para, al menos, intentar averiguarlo.

 

Lo mismo pero con Arroz

Llego a Hanói un agradable mediodía de diciembre para comprobar que incluso en un país comunista al otro lado del mundo es difícil escapar de ciertas postales. Aterrizo en un hotel boutique que bien podría estar en La Paz, Los Ángeles o Nueva Delhi, y una gran pancarta de colores Wish me a Merry Christmas mientras Jingle bells suena al fondo en el comedor del desayuno en el que sirven pancakes y huevos con salchichas.

Entonces salgo a la calle, no sin que antes el conserje del hotel me sonría con una ambigua mirada asiática como queriendo advertirme de algo –no lo hace, nunca lo hacen– y, en cambio, ese hombrecillo bajito, de ojos rasgados y gafas redondas que parece salido de las aventuras del Lotus Bleu de Tintín, me entrega un mapa con la localización exacta del hotel para que pueda desandar los pasos después de mi aventura. No lo sé todavía, pero atravesar las calles del centro de Hanói –la capital de un país con 18 millones de motos– es tan arriesgado que es casi jugarse la vida en cada esquina: lo normal es presenciar unos cuantos atropellos y yo vi un par incluso mortales, de viejecita debajo de camión y motociclista incrustado en la trasera de un bus, dejando hueco en la carrocería. Tanto es así que El Cairo, el D.F. o Bogotá me parecen ahora ciudades casi silenciosas y de tráfico ‘razonable’ si se comparan con aquel maremoto de pitidos.

No hay semáforos ni pasos de peatones –si los hay, los vietnamitas han desarrollado anteojos para no verlos– y cuando entonces supero, todavía con vida, ese primer cruce imposible, lo que me encuentro al otro lado de la calle es una réplica de Notre Dame de París construida por los franceses durante su conquista de ese país que alguna vez se conoció como la Cochinchina (para sentirse un poco en casa, seguro, como hicieron también los españoles en América levantando catedrales o los ingleses en las tierras del norte. Igual que ciertos colombianos llevan arepas de aeropuerto en aeropuerto y réplicas de las Gordas de Botero).

Avanzo un poco más y en la cuarta o quinta esquina ya sé que las calles en Vietnam no se atraviesan a) ni cuando están vacías –una moto inesperada puede surgir de cualquier sitio– y b) ni corriendo: hay que cruzar con parsimonia como si las motos no atropellaran. Son ellos quienes tienen que esquivarte a ti y no tú a ellos, como mandaría el buen sentido.

Agotada, busco un sitio para comer. Y para mi sorpresa, en el centro de Hanói sólo existen restaurantes para turistas, con menús en varios idiomas y precios equiparables a los de Nueva York o Madrid. Me habían dicho que Vietnam se podía recorrer durante un mes con un presupuesto de 300 dólares, pero no es cierto. Ese país del que me hablaron –oriental, barato, comunista de los de cartilla de racionamiento– parece haber desaparecido. Me doy cuenta de que la mayoría visten sudaderas, tenis Nike y jeans imitación Versace. ¿Qué esperaba? Mujeres y hombres campesinos con sombreritos cónicos y trajes regionales todavía recorren las calles con sus cestos al hombro –ahora también ganan dinero tomándose fotos con los turistas–, pero es evidente que pronto solo aparecerán en postales conmemorativas.

Y es que allí se las han arreglado para que al viajero le sea muy difícil escapar del recorrido turístico de ‘lo que hay que ver’, en el que te puedes encontrar con una misma pareja de mochileros rusos en la capital, en Halong o en Saigón, al norte, al centro o al sur del país, se viaje o no en tour o con guía.

Es cuando me encuentro por tercera vez con los rusos que comprendo que algo está mal. Me digo que no es posible. No he viajado siete husos horarios en el meridiano para comer omelettes al desayuno, visitar imitaciones de iglesias francesas, ver la CNN y comer rollitos primavera rodeada de occidentales en las mesas vecinas. ¿Qué hacer?

 

Ver o reconocer, he ahí la cuestión

¿Viajamos para ver o viajamos para reconocer lo que se supone que allí tenemos que encontrar?. Ese es el to be or not to be del viajero desde que del viaje se tiene noticia. Y para ver, en Vietnam como en cualquier sitio, lo urgente es salir del circuito previsto.

Entonces decido alojarme en hoteles tipo comunista de colchones duros, altavoces en las habitaciones y micrófonos no tan escondidos, y es ahí donde descubro la auténtica sopa Pho del desayuno. Ese guiso de carne, fideos y hierbas aromáticas es la primera prueba de una cocina que es una infinita combinación olorosa, colorida, picante, salsuda, jugosa. A la sopa le sigue una ensalada de papaya verde y mango al mediodía y a ésta el cangrejo con raviolis de arroz o la lubina con frijolitos de soja y hierba de limón para cenar. El problema es que, probado esto, ya sé que no me volveré a resignar con los springrolls de los restaurantes turísticos. Y me pregunto por qué Colombia no tiene una riqueza gastronómica semejante si los ingredientes son los mismos.

También renuncio a los mapas, para perderme. Ya he comprobado que el itinerario sugerido significa limitarme al distrito elegante de Hanói, en el que las embajadas y casonas coloniales no se distinguen mucho de las del barrio Samalek en El Cairo o las del Chicó bogotano. Ya se sabe: los barrios elegantes son a menudo muy parecidos. Entonces atravieso la frontera en la que las aceras se vuelven oscuras y huelen menos a perfume y más a seres humanos. La ciudad se vuelve laberíntica, de otro tiempo, hecha de callejuelas abigarradas que siguen distribuidas, como desde hace siglos, por gremios: aquí los faroleros, allí los herreros, en una esquina los fabricantes de cestas y dos cuadras más allá los comerciantes de la famosa seda indochina. Todo ello entre el esmog de miles de motos que hace que al final del día me duelan los pulmones.

Allí, en ese fragmento del gran mercado que es toda Asia, se puede comprar casi cualquier cosa, incluso una camiseta-recuerdo de Good Morning Vietnam, el programa de radio del ejército norteamericano con el que en los años sesenta se despertaban los marines de la guerra. Las balas de sus fusiles, los restos de los aviones y las municiones hoy se venden como souvenirs.

También hay lagos enormes bordeando esas calles pequeñitas, como el tranquilo Hoan Kiem, donde los hanoienses practican taichi de madrugada. Sus aguas verdes sirven de espejo a los árboles que cuelgan sobre sus orillas y de escondite a tortugas de dos metros que quizá son una leyenda urbana. En esas mismas aceras se mantiene la prisión más antigua de la ciudad, en su día conocida por los presos como el Hanói Hilton, una cárcel célebre por su dureza que hoy es un museo de horrores con esculturas grotescas a escala humana de prisioneros desfallecientes. Malher todavía suena al fondo.

Y allí, como en todo lugar conmemorativo, los comunistas han adecuado un espacio para la propaganda, donde los muertos por la causa revolucionaria ejercen de héroes nacionales. El primero de todos es Ho Chi Minh, libertador frente a los franceses, paladín frente a los gringos. Su estatua es omnipresente y al igual que todo patriota independentista –como Gandhi, Martí o Bolívar–, ha sido elevado a la categoría de santo local por esa religión que se llama nacionalismo y que como todas necesita íconos y templos para reafirmarse. Tanto que el Tío Ho (así también lo llaman) está momificado como su maestro Lenin para que peregrinen a verle locales y turistas. Y afuera de su mausoleo, de tanto en tanto, tiene lugar un cambio de guardia que parece la hermana pobre de la del palacio de Buckingham.

Vietnam es comunista, pero no ateo. El busto de Ho comparte con otros cientos de ídolos las pagodas y templos que huelen a incienso y que casi por sí mismas merecen el viaje. Un universo espiritual tan extraordinario como complejo –mezcla de budismo, caodaísmo, taoísmo y hasta cristianismo– se revela en las escenas de caballos, peces, monos, tortugas, fénix, quimeras y dragones que decoran las paredes de estos lugares de oración. Todo responde a historias que no conocemos, y nosotros, los occidentales, nos sentimos como se debe sentir un budista cuando mira cuadros de la vida de los santos en nuestras iglesias: ninguno de los dos entiende nada.

El itinerario termina en un teatro en el agua. Las figuras que he visto en los templos aparecen esta vez en forma de marionetas que recrean la vida cotidiana y rural, las fiestas religiosas y los oficios. Titiriteros con el agua hasta las rodillas manejan tras el telón los hilos de divertidas figuras de madera lacada que cuentan Vietnam mejor que los libros. Y al final de cada función, un dragón-marioneta emerge y lanza llamas por la boca, se mueve a su antojo, da saltos por el escenario y salpica al público, siendo, sin proponérselo, una metáfora de su país, emergente, altivo y consciente de su fuerza, que se sacude de las aguas estancadas del pasado y avanza sin dejar indiferente a Occidente.

 

El dragón que hace tiempo despertó

En Vietnam todavía quedan, desperdigadas por los caminos, 3 millones de minas antipersona y más de 150 mil toneladas de explosivos sin detonar. Las librerías no venden literatura sino guías de viaje, cursos de idiomas y de cocina, propaganda comunista y bestsellers olvidados por turistas en las mesas de noche de los hoteles. La prensa la maneja el Partido, sus índices de corrupción son casi los más altos del mundo y los precios se han triplicado en los últimos años.

Pero algo ha cambiado. En la recepción de un pequeño hotel en Saigón una recepcionista vietnamita se entiende en inglés con un grupo de turistas chinos, y eso ya es un síntoma. El capitalismo ha llegado y hace tiempo que no es una palabra tabú, quizá desde que Deng Xiaoping dijera que enriquecerse no era incompatible con el socialismo “a la china”, por allá por los setenta. El dinero se mide en Dongs y se intercambia por millones a pesar de lo que digan la suciedad y la aparente pobreza (sólo aparente), y muchos  vendedores, hoteleros, taxistas y conductores de cyclo (bicitaxi) estafan a turistas incautos en cada transacción con el mismo cinismo de ciertos banqueros occidentales.

En menos de 30 años de doctrina Doi Moi, la gran reforma económica implementada por el Partido Comunista en 1986 (una mezcla de capitalismo salvaje y fuerte intervención del Estado, pariente de la reforma china), Vietnam ha conseguido reducir del 58 al 3,4 por ciento los índices de miseria, lo que significa que en dos décadas 25 millones de personas salieron de la pobreza al mismo tiempo que más del 50 por ciento de su mercado laboral se colocaba fuera de la agricultura. Esta es quizá la prueba más auténtica de que lo yanqui ya es historia.

Los museos de la propaganda comunista van quedando relegados a la categoría de postales para turistas, igual que las repetidas exposiciones de fotografía de guerra que insisten en mostrar, una vez más, los arquetipos mundiales de la guerra: madre despidiendo a hijo soldado, niño que lleva recados entre las trincheras, mujer al frente de los cañones… cuando no son cuerpos descuartizados por la metralla y los bombazos, u hombres deformes, casi monstruos, como consecuencia del Agente Naranja, esa mezcla de herbicidas letal que se usó durante la guerra y que es muy parecida a la que hoy cae sobre los cultivos ilícitos en la guerra colombiana contra la droga.

Mientras tanto en Ho Chi Minh City (Saigón), de la calle Catinat del americano impasible de Grahan Greene ya no queda nada. En su lugar, en el corazón de esa ciudad-mastodonte que se extiende desde el mar de China hasta la frontera camboyana, ciudad-océano como casi todas las capitales asiáticas, se levanta una de las torres más altas del sudeste asiático, hecha con capital cien por ciento vietnamita, y las boutiques de Gucci, Louis Vuitton y Loewe abundan en el distrito principal junto a los centros comerciales de lujo en los que sólo puede comprar la nueva burguesía vietnamita –la del partido–, y ciertos turistas rusos. Y en ese mismo escenario, empresarios como el dueño de  una cadena de restaurantes de sopa -el Pho 24- están a punto de dar el salto a Norteamérica para invertir el proceso colonizador tradicional Occidente–Oriente - Norte–Sur, quizá para siempre. Ellos no tienen prisa. Cinco mil años de historia les dan una medida del tiempo que como occidentales no podemos comprender. Y el cronómetro ya se ha echado a andar.

Por eso a Vietnam hay que darle, ahora sí, los buenos días. Pero mejor ir a dárselos personalmente antes de su mediamañana, para cuando la destrucción urbanística habrá conquistado la bahía de Halong, la más hermosa del mundo, y en la que ya se ven, en algunas explanadas, grúas gigantescas que vaticinan la invasión hotelera. Para entonces contaremos por miles los turistas que, desde los juncos que atraviesan el archipiélago, darán la espalda a los desconcertantes chichones-montaña. Y en los brillantes arrozales de las tierras altas de Sapa, las etnias de las montañas serán un nuevo parque temático (si es que no lo son ya).

Este dragón indochino lleva décadas despierto, pero en Occidente seguimos viendo películas de marines en Vietnam, creyendo que la guerra con Estados Unidos fue para ellos la primera, e intentamos explicar que la batalla se perdió por.. por… cuando ellos llevan siglos enfrentándose con los chinos, los jemeres y los mongoles. Casi siempre ganando.

Seguimos sin comprender casi nada. Y los que vamos hasta allí miramos por sus ventanas sin darnos cuenta de que no somos invitados a pasar por la puerta. Nos maravillamos con sus mujeres, sus templos, su comida, sedas y artesanías, pero no comprendemos la sonrisa de aquel conserje de hotel que parecía sacado de un comic de Tintín y que antes de salir la primera mañana del hotel quería advertirnos de algo. Pero nosotros todavía no sabemos leer en sus ojos pequeñitos ni en su mueca ambigua. Y quizá no lo sepamos nunca.

Chantal Maillard viaja a la India

Desde las campañas de Alejandro Magno y los tiempos de la ruta de la seda, la India ha generado fascinación en Occidente: un territorio de fantasía, tierra de especias y marajás, el origen de las filosofías de Oriente, el yoga, la Ayurveda y las doctrinas tántricas. Pero dice Chantal Maillard –española de padres belgas, filósofa, experta en estética y pensamiento oriental– que quienes hemos ido hasta allí y regresado para contarlo no hemos acertado a transcribir más que fragmentos o relatos que pronto se han transformado en mitología.

En India, el volumen que compila veinticinco años de relación de Maillard con ese país, Pre-Textos reúne su empeño por hacer lo contrario: no intenta, como tantos viajeros, traducir a códigos conocidos la cultura que visita ni reduce a comparaciones insatisfactorias la realidad inabarcable. Su India es, sobre todo, un ejercicio de observación de su propia mente. Ella se convierte en mirada y su mirada en camino. Se resiste a pintar con las palabras porque su territorio es interior, es viaje en su dimensión completa: se aleja sobre todo de sí misma, pone a prueba su identidad y recorre el camino del autodescubrimiento gracias a la desorientación, a la extrañeza. Es el extravío el que le permite salir de su propio personaje. Y es a través de esa, su visión invertida, que vemos la India. Ella sabe que la diferencia entre el turista y el viajero es que éste ha aprendido a mirar. “Aprender a ver”, como escribió Saint-Exupéry en una de sus páginas.

Por eso en la escritura de Chantal Maillard importa, sobre todo, el instante. Ella sabe que en la India nadie espera nunca nada, simplemente está. Y eso hace. Todo es presente: el ruido, los olores; en los ojos una vaca en Jaisalmer se refleja el tiempo que pasa, un búfalo camina lento a la orilla del Ganges, las ratas roen incansables. La suya es una mirada que no intenta poner orden al caos. La palabra es el acontecimiento. Éste un libro que se habita. La India sucede mientras Maillard la cuenta. 

En esta compilación hay diarios, poesía, ensayo, crítica. Es un libro de viaje y ya se sabe: la escritura que da cuenta del desplazamiento siempre es híbrida; los géneros se cruzan para tejer un universo poético en el que el movimiento es el centro. 

Sus ensayos abordan temas como los orígenes de la filosofía occidental o la función simbólica y social de la mujer en la India. También, la gran contradicción: mientras Occidente se orientaliza –busca respuesta a sus excesos en el yoga, la medicina natural y la vida sana–, la India emula a Occidente y devalúa lo sagrado: hoy, en las orillas del Ganges, los hindúes comercializan sus tradiciones más íntimas. El rito deja de ser rito y se convierte en espectáculo, atracción turística, entretenimiento barato. 

Hay autores que se insertan en la biografía de los lugares. La India tiene a Octavio Paz, a Forster, Kipling, Naipaul y Lapierre que inmortalizaron el subcontinente en el siglo XX. La India de Maillard debería entrar a formar parte de esa bibliografía fundamental. Y al leer su voz singular uno piensa que sus palabras deberían sonar mucho más alto. O quizá no. Porque como dijo el también poeta José María Parreño, en estos tiempos, para que te escuchen, lo ideal es hablar en susurros. 

India. Pre-Textos, Valencia, 2014, 852 páginas.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, Diciembre 2014.

No caer en tentación

“Sentados en silencio en cualquier banco de madera (…) nuestra alma parece desprenderse de todos los lazos terrenos para ver la «belleza» cara a cara” 

 

“Nadie tiene el poder de hacerle apreciar a nadie las bellas artes. No se puede hacer tragar el placer como si se tratase de una píldora" —Stendhal

 

Cuando se llega por primera vez a Florencia lo ideal es no caer en tentación. Rodeados de abundante imaginería religiosa, de cristos que descienden de la cruz, Magdalenas errantes del desierto y vírgenes con el niño en brazos, vale la pena entrar un momento en una iglesia, reposar en un banco cualquiera, cerrar los ojos y pedirle al cielo que no nos deje caer en tentación. En la tentación de querer verlo todo. Una vez hecho este ejercicio, el viajero ya puede emprender el camino. La belleza, entonces, se le irá revelando.

Casi cada piedra de la ciudad en la que nacieron Giotto y Leonardo está señalada en las guías de viaje como «punto de interés», desde la Academia hasta la Plaza de la Signoria, de Santa María Novella al monte que gobierna San Miniato. Por eso lo mejor es olvidarse de ellos. De lo contrario, es más que probable que el visitante se pierda en las prisas de ver, en la abundancia, porque como explica la escritora Mary McCarthy, “hay demasiado Renacimiento en Florencia: demasiado David, demasiada piedra rústica, demasiadas Madonnas con bambino”.

Por eso aunque lo digan las guías no hay que buscar en ningún mapa la habitación en la que Dostoievski terminó de escribir El idiota, ni el Diluvio de Ucello, ni los frescos de Ghirlandaio de la última cena. Allí buscar no es necesario. Hay tanto, y tan excelso, que con un poco de atención lo extraordinario estará ante el viajero sin que tenga que hacer ningún esfuerzo. Esfuerzo físico, está claro, porque los de la emoción y la atención son indispensables: sólo así las piedras de Florencia podrán acelerarle el pulso y no el paso, como bien le sucedió a Stendhal en la iglesia de la Santa Cruz y fue el origen al famoso síndrome. Se sabe que cuando el escritor francés del XIX entró en la Basílica de la Santa Croce sintió que se le alteraba el ritmo cardíaco, tuvo vértigo, confusión y una vez en el médico, este le diagnosticó sobredosis de belleza. A partir de entonces el curioso malestar lleva su nombre.

  

Cúpulas bajo la tormenta

En Florencia la primavera que inmortalizó Botticelli refleja la Toscana en sus mejores días de sol, pero omite la lluvia. Sin embargo, es seguro que en abril, en algún día de mayo y quizá junio, caigan sobre la ciudad goterones tan grandes que hasta se puedan ver, durante esas tormentas, peces en el aire –son peces, aunque parezcas golondrinas-. Y en la estación de Santa María Novella incluso se pasean gaviotas dispuestas a pescar aprovechando la marea alta. Pero en Italia lo bueno que tiene la lluvia es que, aparte de lavar las piedras como en cualquier otro sitio, aquí les devuelve por unos segundos su peculiar brillo original, como les pasa a los espolones cuando las olas en el mar rompen con fuerza contra ellos.

Y no sólo eso. La tormenta que pilla desprevenido al visitante lo obliga a refugiarse de prisa en alguna iglesia desconocida, de aquellas que no salen en las guías, y una vez dentro, como por los efectos de un extraño conjuro del tiempo –que en la ciudad pesa pero no pasa-, lo devuelven a una ceremonia de antaño, como esas en las que Dante buscaba a Beatriz entre la multitud. La iglesia en la que se refugia el viajero está vacía, la oscuridad sólo la rompen los pabilos de unas cuantas velas que iluminan un San Antonio que recibe limosnas, de repente suena un piano invisible con la fuerza de un réquiem a las seis de la tarde y un coro escondido ensaya al unísono cómo elevar su voz por encima de los truenos de la tempestad.

Después viene el silencio. Y con él, la luz. Un sacristán aparece para encender alguna lámpara que deja entrever un descendimiento pintado por algún famoso renacentista, y entonces se les ve: ahí están juntos Dios y la belleza, la experiencia que el viajero ha ido a buscar, esa que no viene indicada en el mapa. No sabe aún que aquella sensación mística difícilmente volverá a sentirla en otra de las grandes iglesias italianas –ni siquiera en San Pedro–, y al salir se da cuenta de que su viaje comienza. Las siete campanas de la torre del Giotto –el Campanone, La Misericordia, Apostíloca, Annunziata, Mater Dei, L’Assunta y L’Immacolata– repican y repican marcando un compás escrito en un pentagrama invisible, tan alto como si de ello dependiera que se mantuvieran en pie las grandes cúpulas florentinas. Afuera ha dejado de llover y unos pocos rayos de sol rebotan sobre las pietra forte y la pietra serena; el mármol verde, gris y rosa con su brillo recobrado. Entonces, toda Florencia podría caber en una foto.

 

Arte = religión

Pasear por la capital del Renacimiento italiano es comprender que allí arte y religión son la misma cosa. En Florencia todo se trata de la Creación, del maestro y de su obra, sea el responsable del Génesis, su único Hijo, o un apóstol; Fra Angélico o Portormo, todos ocupan idénticos pedestales. Allí no es posible distinguir entre dioses y hombres, los artistas están elevados al nivel de los santos, e incluso la multitud los mira con idéntica devoción.

Por eso de pie frente a la Pietá de Miguel Ángel –no la famosa sino otra, la que siempre está sola al final de una escalera en el museo Catedralicio, quizá su mejor Piedad y en la que dejó su autorretrato, la que pergeñó para su propia tumba- se ve a un visitante con la misma cara de asombro que pondría al ver por primera vez las dunas del desierto, un milagro o una puesta de sol, la misma que ponemos los mortales ante lo extraordinario, lo divino, lo que escapa a nuestra humana comprensión. Y ese hombre entonces siente la piedad, no es creyente y, sin embargo, se le ve persignarse.

Y así en toda Florencia. El viajero, al cruzar la galería exterior del Palacio Uffizi, comprende por qué las estatuas de Rafael, Leonardo, Galileo, y hasta la de Américo Vespucio tienen, en la ciudad, las mismas dimensiones y preponderancia que las de los profetas, los héroes y los mártires que ellos mismos esculpieron para un palacio florentino, una fuente, una plaza o la fachada de una catedral.

La escultura es la reina en esta villa toscana porque sigue siendo arte y parte –nunca mejor dicho- del escenario urbano, aún cuando muchas estén hoy en el Bargello y el Museo de las obras del Duomo protegidas del sol y de la lluvia que las atacaban, como si el cielo estuviera celoso porque en Florencia los visitantes habían dejado de mirarle, o porque el artesano había remplazado al Creador y el Hombre había pasado a ser el centro. Es por eso que desde 1300 los atardeceres sobre el ponte Vecchio compiten por ser los más bellos de Italia, como si con ello el cielo intentara recobrar su antigua atención.

Pero las estatuas siguen siendo soberanas incluso aunque la pintura reine en los salones de los museos de la ciudad, porque son ellas las que en la calle conservan las lecciones que los artistas quisieron perpetuar en el tiempo y que tienen que ver con la búsqueda de la perfección. Su arte estaba en las matemáticas, en la exacta proporción. Tanto que Vasari, el biógrafo y contemporáneo de los renacentistas, para explicar la belleza del Duomo comenzaba a recitar sus medidas.

Y es que también el perfecto David «matador de gigantes» de la Academia -ese cuya soberbia incluso es bella-, los relieves de Ghiberti en las puertas del Baptisterio que parecen hechas por una mano divina y los esclavos de Miguel Ángel que intentan liberarse de su cárcel de mármol resumen la esencia de la idea que desde Buonarroti hasta Saint Exupéry circula en el aire como concepción de la creación suprema. Saint Ex decía en Tierra de los hombres en 1938: “parece que la perfección se consigue no cuando ya no queda nada más que añadir, sino cuando no queda nada por suprimir”. Pero Miguel Ángel ya lo había dicho alrededor de 1500, “por escultura entiendo un arte que aparta la materia superflua; por pintura, un arte que obtiene sus resultados a base de añadirla” -hay que recordar que Miguel Ángel desdeñaba la pintura-. Y como también recuerda McCarthy, eso mismo, restar, es lo que hacía Sócrates con su mayéutica, interrogando al interlocutor hasta sacarle la verdad que “ya sabía, pero que no podía percibirla hasta que todo el sobrante que la rodeaba fuera apartado”.

Restar. Liberar la Idea de sus añadidos. Eso fue exactamente lo que consiguió Donatello con su Magdalena errante del desierto, al trasformar un maleable trozo de madera en una mujer raquítica y agonizante cuyo rostro es la imagen misma de la fe y el dolor. Y por eso frente a ella ese viajero que ya conoce la piedad también se estremece, guarda silencio -silencio interior, que es más que silencio porque tiene que ver con la meditación- y hasta le apetece rezar, aunque la que tiene delante para la historia oficial sea la pecadora –más a su favor-.

Mientras tanto afuera, bajo los arcos de la Loggia, otros como él, viajeros viejos, o mujeres o jóvenes, intentan comprender las etapas de la vida frente al Rapto de las Sabinas, ese único bloque de mármol en el que un escultor logró conjugar la virilidad de la juventud, la sabiduría de la vejez y la eterna sensualidad femenina.

Porque todos los grandes artistas del Renacimiento florentino consiguieron representar la Idea primera, lo que muchos han entendido por arte: la capacidad de trasmitir la belleza. Que no copiar la realidad sino expresarla, como decía Klee, haciendo visible lo invisible a través de su representación. Y entonces eso que desde Platón parecía incomunicable no lo fue para estos hombres del trecento y el quattrocento, porque es ahí justamente donde radica la diferencia entre el hombre y el genio: en su capacidad de expresar, o no, lo que tiene delante.

Por eso comprender lo que significan las piedras de Florencia sólo está al alcance de ese viajero que, después de haber visto, sabe cerrar los ojos y retroceder unos pasos. Allí se trata de algo más que la mirada. Y eso lo sabe ese que al caminar por las calles que confluyen en la cúpula perfecta de Brunelleschi se comporta como Santo Tomás, y al ir poniendo el dedo en cada una de las profundas grietas de la ciudad comienza a comprender el milagro, que la perfección era posible, que el hombre, ya para siempre, había venido a reemplazar al santo.

  

Masas y silencio

Un hombre que se encuentra a primera hora de la mañana frente a la Expulsión del paraíso pintada por Masaccio en Santa María del Carmine o en el pequeño claustro viejo del convento de San Marcos en Florencia se sorprende ante el gran silencio que domina esa ciudad en la que los turistas desembarcan por miles todos los días. Y mientras camina extasiado entre las celdas que hoy son museo y antes fueran de monjes dominicos -entre ellas en la que durmió Savonarola antes de ser quemado en la hoguera acusado de herejía- se le anuncia otro de los muchos misterios de la ciudad, como si la Anunciación que pintó Fra Angélico en una de esas paredes ya no le hablara a la virgen sino al visitante.

Ese mutismo misterioso se expande por toda Florencia, en casi todos sus sitios «turísticos», y aunque se podría suponer que la explicación radica en que en su mayoría son lugares de culto religioso, el viajero sabe de sobra que lo uno no implica lo otro. Le basta ver los carteles en museos e iglesias recordándoles a los turistas que no deben entrar sin camisa y que las fotos con flash están prohibidas mientras la mayoría no hace ningún caso. Ahí siguen paseándose con su idea de que vale más hacer la foto desenfocada y de contrabando que perder el tiempo en mirar. Van allí para retratar lo que otros ya han hecho mejor en las postales, pero ellos piensan que ya tendrán tiempo de ver Florencia cuando vuelvan a casa. Lo importante es salir en la fotografía.

Así que quizá la explicación para el silencio es tan elemental como que, con las nuevas tecnologías, los guías de excursión ya no tienen que dar voces para explicar, con su wikicultura, las historietas “Corazón, corazón” de los artistas, como esa de que a Donatello se le cayeron unos huevos que llevaba al ver un cristo tallado por Brunelleschi. Pero, ¿callan los turistas porque escuchan con atención a ese vendedor de anécdotas que los lleva como a ovejas ondeando un pañuelito delante, o simplemente porque no comprenden? De cualquier forma, si hay alguno que se entera, ese no va con el rebaño. Y es él quien percibe el silencio.

Hay en Florencia una sutil contradicción que permite comenzar a resolver el secreto: una arquitectura monumental que empequeñece a los turistas, pero no con barroquismo sino con una sobriedad llamativa que prima en toda la Toscana. Una austeridad que fue heredada de los propios artistas, hombres comunes y solitarios que más bien eran artesanos de lo esencial (la palabra artista se acuñó mucho más adelante).

Y es que ellos mismos picaban las canteras para extraer la piedra que luego modelaban, y en los talleres de los grandes maestros que los habían precedido se formaban unos a otros durante años para luego -y aquí otra contradicción- competir con Dios en monumentalidad y librar entre ellos un duelo solitario por alcanzar la perfección. Tanto, que Ucello terminó enloquecido en los vericuetos de la dolce perspectiva, la linterna del gran duomo aterrorizó a los florentinos de la época por considerar que aquello que conseguía rozar las nubes tentaba a Dios, y Miguel Ángel, al ver que era imperfecto, veteado, el mármol de carrara en el que cincelaba la Piedad para su tumba, arremetió contra ella con su propio martillo, configurando el primer acto de vandalismo de un artista contra su propia obra.

El viajero entonces se da cuenta del contrasentido: artesanos 'humildes' pero sumisos al poder y enfermos de megalomanía. Papas y reyes fueron sus mecenas, y sus creaciones pretendieron competir con la naturaleza. Leonardo quiso volar y Miguel Ángel incluso intentó -literalmente- mover montañas.

Pero de ese duelo florentino quedó nada menos que la modernidad, gracias a una época en la que la principal preocupación de los jóvenes estaba en el diálogo intelectual, en dominar un arte, incluido el del discurso para recitar a Virgilio y así seducir a las mujeres. Fue por eso que coincidieron en esa ciudad, en menos de tres siglos, el hombre que descubrió la perspectiva (Brunelleschi), el primer humanista (Petrarca), el escultor del primer desnudo del Renacimiento (Donatello), el padre de la primera obra maestra en lengua vulgar (la Divina Comedia, que luego sería origen del italiano actual), la primera ópera (Dafne, de Pieri), el primer crítico literario (Bocaccio) el padre de la ciencia política (Maquiavelo) y quien escribiera la primera crítica de arte (Alberti), entre muchas otras primeras cosas, además de Galileo por obvias razones y Vespucio que es el responsable, no por nada, del nombre de América.

Esa genialidad es la responsable del silencio florentino, uno tan desconcertante y a veces incómodo como el que sigue a la muerte de un genio, cuando el mundo entero calla porque se queda sin palabras. Un silencio que lo escucha solo ese viajero que durante el recorrido ha procurado comprender las lecciones de aquellos que conjugaron en el lienzo y en la roca «conocimiento, humanismo y cristianismo», exaltando las tres condiciones esenciales al hombre por excelencia: la verdad, el bien y la belleza. Porque como recuerda una audioguía vaticana, estos artesanos consiguieron que "la palabra de Dios se hiciera carne y viniera a habitar entre nosotros”, como ya había anunciado San Juan en el prólogo de su evangelio.

Quizá entonces el arte era Dios, y no tanto Cristo. O tal vez era en él donde había que buscar –y encontrar también- las verdades esenciales. Aún así, hasta el final de sus vidas, estos genios fueron creyentes y se enterraron, como egipcios, rodeados de monumentalidad y de belleza. Fueron humanos, después de todo. Sin embargo, gracias a ellos, en Florencia el Renacimiento no termina nunca, y el viajero se lleva de la ciudad una sensación de indiscutible autenticidad: salvo la casa de Dante -donde aparte de la cama en la que soñó sus pesadillas y el despacho en el que las escribió todo es falso- en la capital de la Toscana cada piedra está llena de Verdad, de misticismo, con la ventaja de que a ese viajero, de pie frente a Dios y al Arte, siempre le estará permitido dudar.