Periodismo

Sergio del Molino, la importancia de nombrar

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Del Molino es una de las voces jóvenes más interesantes de España. Es autor de 'La hora violeta', un libro sobre la muerte de su hijo. Y su ensayo “La España vacía” (2016) ha vendido más de 60 mil ejemplares.

Publicado en la revista Arcadia, enero de 2018.


“Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos. Los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Este libro contiene todas las palabras que hacen falta para nombrar mi condición”. Su hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó al hospital diagnosticado con una leucemia agresiva, y estaba a punto de cumplir dos años cuando Sergio del Molino y su mujer, Cristina, arrojaron sus cenizas. Ese es el tiempo en que transcurre la obra que, en 2013, ubicó a este escritor de 38 años entre las voces más destacadas de su generación en España; un tiempo que él llamó La hora violeta.

Desde entonces, la obra de Sergio del Molino ha venido a dar nombre a dos situaciones, ambas dramáticas: la de los padres que pierden a sus hijos y la de un país, España, que desde los años 50 se ha ido quedando despoblado en las zonas rurales –ese éxodo que él denomina “el gran trauma”–. Sus libros son “diccionarios de una sola entrada” que agotan ediciones porque hablan de dolores y nostalgias “que atraviesan países y generaciones”. De hecho, la España vacía es ya un término que los españoles han incluido en el vocabulario cotidiano, y políticos y periodistas lo utilizan con familiaridad sin aludir ya al libro ni a su autor.

Nombrar es privilegio o responsabilidad de quien se adentra en un terreno desconocido. Colón, al llegar a América, bautizó todo aquello con lo que se iba topando. Emocionado ante ese territorio virgen, bautizó islas, cayos, ensenadas y, más tarde, la naturaleza misma, para la que aún no había palabras en su lengua. Algo similar le ocurre a este escritor: obligado a habitar la enfermad (la de su hijo), ese territorio en el que todos somos extranjeros hasta que nos vemos en la obligación de visitarlo, se ve forzado a aprender y a emplear un lenguaje nuevo para navegar en un mundo en el que las reglas son distintas, en el que está solo porque el dolor asusta a los demás, entre diagnósticos, medicamentos impronunciables, miedos y sensaciones desconocidas.

Susan Sontag escribió uno de sus libros más famosos precisamente para explicar cómo las metáforas en torno a la enfermedad hay que ignorarlas porque dificultan su comprensión y hasta su cura. Pero los autores son creadores precisamente porque le brindan importancia al acto de nombrar, y desde “el laberinto del dolor”, buscan las palabras para designar la frustración, la angustia o los hechos de los que son protagonistas a su pesar. A ellas se aferran. Con ellas cartografían un mapa imposible con el que sortean los eufemismos previsibles y las “falacias oportunistas de la autoayuda” que terminan por encogerlo todo en un cliché. “Vuelven tercamente a ellas”, como dice Piedad Bonnett, aunque saben que su testimonio “jamás podrá dar cuenta de lo que está más allá del lenguaje”.

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Contra el olvido

“Existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos”, escribe Sergio del Molino a propósito de la España que desaparece cuando se vacían sus pueblos y mueren sus últimos habitantes, pero que persiste en el legado familiar, en la memoria de hijos y nietos. Y los libros de este escritor zaragozano nacido en Madrid, además de ser relatos en busca de los términos precisos que denominen una tragedia, una nostalgia o un país que ya no existe o nunca fue, son también antídotos para no olvidar. Piedad Bonnett describe su experiencia con Daniel –su hijo de 28 años que decidió terminar con su propia vida– en unas páginas de Lo que no tiene nombre en las que a veces la asalta la angustia y la culpa cuando siente que ya no le duele, que lo olvida, que se le escapa. Así también del Molino termina su hora violeta asegurando que lo peor no es la pena, sino su deseo de que no deje de dolerle nunca. Domestica el dolor, pero no con psicología barata sino con un pacto de convivencia. Porque él es su pena; esa pena es su hijo, y no va a someterlo a esa segunda muerte que es el olvido.

Ese ejercicio de escritura necesario –“no quiero dejar de escribir. No sé qué haré sin estas páginas”, dice– es el “relato de un hecho inexorable”, que no es catarsis porque no purifica ni sana, sino una estrategia para no dejarse ir, para mantenerse vivo. Así lo fue también para algunos sobrevivientes de los campos de concentración: mediante la escritura intentaron recuperar su lugar en el mundo, su nombre –nombrarse de nuevo tras haber sido convertidos en número–, e intentaron también cumplir una especie de mandato como testigos. Primo Levi lo llamó “la alegría liberadora de poder contar”, no porque hubiera nada celebrable en su recuerdo, sino porque sabía que dar testimonio consigue que las cosas existan: las pequeñas historias particulares, de no ser narradas, nadie las conocería: “La prueba de su existencia son estas palabras mías”, decía el escritor italiano. Y Jorge Semprún subrayaba el deber de contar en La escritura o la vida: “Jamás lo sabrán los que no lo han vivido. Jamás realmente... Pero quedan los libros”. Y los lectores agradecemos que esos libros existan. Quizá algún día los necesitemos, si nos tocara habitar territorios similares y dibujar nuestra propia cartografía a tientas.

El mito y el espejo

Sergio del Molino ha dicho en varias ocasiones que “un país sin relato no es un país”. Esto se puede extender a las familias –no hay una sin tíos de leyenda o abuelos héroes que han abierto caminos o librado grandes batallas–, y también a la propia vida. Existimos en la medida en que nos miramos al espejo y nos contamos, reconocemos cicatrices que se convierten en medallas o en la huella de heridas que han dejado de sangrar; en narración. El escritor sabe esto y con talento saca punta a esas mitologías de la patria –los que han influido en la configuración histórica, social y cultural del país–, así como al pasado de las estirpes, los mitos domésticos y las cuitas casi siempre comunes de la juventud, esas que aluden al barrio, a los maestros inolvidables y a  los deseos de escapar de la adolescencia. En esa armazón se basan libros suyos como La mirada de los peces (2016) o Lo que a nadie le importa (2014), que parten de su propia vida, en una línea cercana a las novelas sin ficción de Emmanuel Carrère o las exploraciones autobiográficas de Karl Ove Knausgård.

La autorreferencia es la tendencia de nuestro tiempo, como dice Pedro Sorela: el yo, la primera persona del singular, gana de lejos. En la literatura contemporánea, cientos de autores cuentan su historia, su lucha, desde la prosa más elevada hasta ejercicios penosos de autoelogio, masturbación textual o cuentos ya muy trasnochados con drogas duras y polvos tristes. La mirada personal de Sergio del Molino está más cerca de las primeras. Sus libros están hechos de escritura confesional y memoria. Se tratan de biografías que, de algún modo, elige y al tiempo crea con la escritura. No porque la invente, sino porque tal vez, y como decía Borges, el realismo es el más fantástico de los delirios literarios.


Pero el escritor sabe que hablar desde ángulos que permiten el reconocimiento es eficaz. Él mismo, cuando alude a La lluvia amarilla de Julio Llamazares (1983) –una novela que habla de España en clave realista, sobre cómo se vació un pueblo del Pirineo en los años 70– asegura que el autor intuía que su libro podía tocar algo muy hondo en muchos lectores, porque iban a sentir que esa novela estaba escrita para ellos, pues les contaba su propia historia. Y él no escapa de esa intuición. Conoce de sobra ese tópico que manda a escribir de la aldea para ser universal –de Tolstoi y García Márquez a Twin Peaks o True Detective–, y su obra también es ese espejo al borde del camino del que hablaba Stendhal: el pueblo de los padres y los abuelos, el país de las nostalgias –el que existe en la memoria–, el barrio periférico y obrero en el que creció la mayoría de su generación, hija de inmigrantes rurales a la ciudad.

Pero del Molino va más allá del puro realismo, y muchos lectores se han reconocido en sus páginas: se saben las mismas canciones, han comido las mismas pipas y fumado los mismos porros, sus barrios, no importa el nombre, son todos el mismo. Incluso sus tedios son parecidos. Cuenta su vida, que es casi la de cualquier español. Y eso, por lo general, triunfa y gana premios: a la gente le gusta verse, oír que esos libros tratan de ellos, compartir las claves de obras que tienen ecos en los noticieros que han visto y cuyos personajes reconocen. De ahí que un escritor como Rafael Chirbes haya sido uno de los más exitosos en los últimos años por escribir sobre la especulación inmobiliaria y retratar la España de la crisis económica. O que la serie más longeva en televisión sea la que recrea una familia desde los años de la Transición hasta hoy. O que entre las películas más taquilleras figuren las que hablan de apellidos vascos y catalanes. Y por eso mismo, La España vacía figura entre los libros más vendidos el año pasado junto con Patria, de Fernando Aramburu, una novela sobre los años más oscuros del País Vasco.

Ese ensayo sobre su país, junto con Lo que a nadie le importa (2014), lo inscriben también en una corriente ya muy reconocible de autores que, en el último lustro, han vuelto a la aldea para contar España. Jenn Díaz (1988), una de las voces jóvenes prometedoras de la Península, hasta inventó un pueblo llamado Belfondo que no solo recuerda a Aracataca sino que sirve para las mismas cosas: “Invocar las mitologías, recrearlas o jugar con ellas desde la contemporaneidad”.

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Ensayista experimental

El hecho de que Sergio del Molino parta de su vida para moldear su narrativa obliga a ubicarlo muy cerca del ensayo experimental y en movimiento, como lo ha denominado Jorge Carrión: obras en las que el reportaje, la autobiografía, el ensayo mismo y el relato de viajes se mezclan, se agrandan o se achican en función de las necesidades del relato. La España vacía pertenece a un grupo de obras en el que caben Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, las Librerías de Carrión o el Leviatán de Philip Hoare, comunes por su mezcla de géneros.

Es autobiografía: alude a su infancia en un pueblo valenciano, entre la playa y los naranjos. Es divulgación y periodismo sobre densidades de población, divisiones territoriales, vicios de la clase política (con sus barones y caciques), causas y consecuencias de la despoblación. Es traducción de esa diáspora rural en clave de crónica. Es un libro que acude a la historia monárquica, franquista y republicana, y un diálogo literario con Machado, Azorín, Unamuno, la Generación del 98. También es trozos de biografía comentada de Bécquer, notas al pie del Quijote o de las traducciones de Gautier, además de un libro de viajes. Hay especulación, poesía y libertad. Y es un libro que bebe de El interior de Martín Caparrós en su idea de recorrer un país en función de entender cómo se arma y de desenmarañar esa abstracción, ese invento que es la patria, las “razones que hacen creer que somos algo todos juntos”. Del Molino recorre pueblos de los que ningún extranjero ha oído hablar porque todavía no salen en las guías turísticas –las Hurdes, Fago, Sanabria– aunque ya lo intentan, como única posibilidad de supervivencia, y para ello convierten cada villa en un parque temático que escenifica un pasado que, a veces, ni siquiera existió. En ese recorrido, el autor consigue explicar esas dos Españas que existen: la urbana y europea, y la vacía, interior y despoblada (con zonas donde la tasa de habitantes por kilómetro cuadrado solo es equiparable a la del norte de Suecia y a la región ártica de Finlandia). “Dos Españas cuya comunicación ha sido y es difícil, que se han mirado con desconfianza. A menudo, parecen países distintos y, sin embargo, no se entienden el uno sin el otro”.

En definitiva, los libros de del Molino son, sobre todo, diálogos. Periodista de formación y oficio, acude a todas las fuentes posibles para conversar con ellas, y al hacerlo va trazando el mapa de ese país que es, además de real, un estado mental, un territorio literario, hecho de mitos y letras, “que existe sobre todo en la memoria de quienes lo habitaron”. Él provee el relato que le faltaba para terminar de reconocerse. Por eso funciona tan bien su España vacía: porque al explicar el mito, también lo afianza.  

Un escritor contemporáneo

A pesar de la dimensión de sus temas, de la magnitud de la tragedia personal de perder a un hijo o la pompa y ceremonia con la que se habla casi siempre de la patria, Sergio del Molino es todo menos solemne. Quita hierro a lo que se sacraliza, sin trivializar tampoco el horror o la pena. Llora sin dificultad en sus páginas, se enfada, se impacienta, es irreverente, divertido, y no disimula alguna soberbia perdonable. No es meditabundo, condescendiente, consolador ni melodramático. Evita cuidadosamente las palabras pesadas, la excesiva simbología, los trazos gruesos o la empatía simple. No hay nada en él de nacionalista o patriotero –su patriotismo no va más allá de reconocer los trozos de esa España de los que está hecho–. Sin apriorismos, elude con cuidado esos lugares comunes de su país. Y se muestra desnudo en una época en la que, aunque parece que nos exhibimos todo el tiempo en Internet, lo hacemos casi siempre con impostura. Él lo hace sin vergüenza, sin retoques, “respetando las emociones vividas” y “las impurezas que las hacen verdaderas”. Con honradez: revisa su pasado, se cuestiona haberle fallado a su viejo profesor, escribe una carta de amor a su hijo, dialoga y revisa con cuidado los mitos de su país y los suyos. Es un hombre que escribe desde “el amor a lo real de su vida”, como dijo de él Antonio Muñoz Molina.

Basta oír sus fabulosas intervenciones en La Cultureta, el programa de radio en el que participa los fines de semana, para notar que es un intelectual sin pose. También es un autor contemporáneo muy activo en las redes sociales, tuitero y actualizador de estados en Facebook en los que habla de política, series, lecturas, de su paternidad, de su oficio como “plumilla” o amo de casa, o su papel de escritor que participa en festivales y firma libros sin acritud. Pero Sergio del Molino es, sobre todo, literatura. “Vive por ella”. Y se le nota. Un escritor es aquel que somete su destino al tamiz de las palabras. Y con ellas, la belleza emana incluso de los dramas más profundos. Esa es la que él persigue. Y logra, al crear su propio mapa sentimental, habitar ese mundo.

Publicado en Revista Arcadia. Enero de 2018.

La información en la era de la posverdad: retos, mea culpas y antídotos

Seguro que cuando el dramaturgo Steve Tesich utilizó en 1992 el término posverdad en un artículo para la revista The Nation, no se imaginó que veinte años después el neologismo sería incluido en el diccionario. El texto describía lo que el autor llamó entonces “Síndrome Watergate”, por el cual los escándalos y revelaciones sobre la presidencia de Nixon, la administración Reagan o la guerra del Golfo no generaban indignación en los norteamericanos sino, por el contrario, una especie de desprecio por las verdades incómodas. “En lugar de mirar los hechos, nos distanciamos de la verdad. Asociamos ‘verdad’ con ‘malas noticias’ –y no queríamos malas noticias–, olvidando lo vitales que son para la salud de la Nación”. Tesich concluía que las implicaciones para el futuro de Estados Unidos serían terribles: “Antes, los dictadores debían trabajar duro para suprimir la verdad. Pero nosotros, con nuestras acciones, les estamos diciendo que eso ya no es necesario. Como seres libres, hemos decidido libremente que queremos vivir en el mundo de la posverdad”.

Sus palabras resultaron visionarias. Parecen escritas para el periódico de esta mañana. Y así lo confirmó en noviembre pasado la Oxford University Press al elegir ‘post-truth’ como la palabra del año, para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

El término pretende describir la conmoción que han supuesto el Brexit, la derrota de Hillary Clinton y el triunfo del NO en el Plebiscito por la paz en Colombia, acontecimientos que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist lo explicaba en su artículo Art of lie, a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política 'posverdad': una confianza en afirmaciones que se 'sienten verdad' pero no se apoyan en la realidad”. Entre otras razones, el término fue elegido porque su uso aumentó dos mil por ciento respecto al año 2015.

Alex Grijelmo indica que el prefijo post- (abreviado en pos-) se usa para denotar una situación ya superada, pero no necesariamente desaparecida: “así, al mencionar “la era posindustrial” no se pretende señalar que no existan industrias, sino que ese sector dejó de ejercer su papel fundamental. De igual modo, era posverdad no significa que la verdad se haya evaporado, sino que ha dejado de ser prioritaria”.

Los ejemplos de posverdad son muchos. Sólo en el último año, en Estados Unidos circuló un falso certificado de nacimiento de Barack Obama, según el cual el presidente no habría nacido en Hawái sino en Kenia. A su vez, la extrema derecha, para desacreditar el Obamacare, proclamó la existencia de un “comité de la muerte”, un supuesto grupo de médicos que podía decidir por su cuenta practicar la eutanasia a enfermos crónicos y ancianos en los hospitales. También tuvo mucho eco un supuesto mensaje en el que el Papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano (960.000 likes y compartidos), otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual Hillary estaría involucrada en varias muertes, entre ellas la de un agente del FBI que había filtrado sus correos electrónicos. En Colombia, por Facebook y WhatsApp, circularon cadenas que afirmaban que, de ganar el Sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial y que los votos del No serían cambiados gracias a los lapiceros borrables que se instalarían en las mesas de votación. También se alegaba una supuesta ideología de género en el Acuerdo de paz, que éste implicaba una eliminación de subsidios a los más pobres y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo falso, que en estos tiempos no sobra repetirlo; pero mentiras orquestadas desde las altas esferas y que millones de ciudadanos creyeron y ayudaron a difundir en cada muro de sus redes sociales.

 

La verdad en los tiempos de Facebook y Twitter

Una de las razones que explican la propagación de contenidos dudosos tiene que ver con cuestiones psicológicas y de dinámicas de redes. Investigadores como Yochai Benkler, de la universidad de Harvard, apuntan a que los seres humanos con intereses afines tienden a encontrarse –hoy ayudados por las plataformas sociales en Internet–, y crean clústeres en los que grupos de individuos, con informaciones acomodaticias, ratifican entre sí sus creencias descartando los datos que apuntan en direcciones opuestas a sus prejuicios. Esto genera burbujas de información en las que sólo ven –vemos– contenidos afines a nuestros pensamientos y amigos.

Y esto preocupa especialmente cuando estudios como los del Pew Research Center confirman que el 62% de las personas emplean las redes sociales para informarse. Como explica Bill Maher, comentarista político estadounidense, antes los ciudadanos iban a los periódicos, se informaban en la prensa tradicional, porque sabían que en las redacciones se diferenciaba claramente la verdad de la ficción, porque había gente que había estudiado para hacer ese trabajo. Pero ahora la gente se informa por Facebook, a través de lo que otras personas comparten, lo que se puede comparar con lo que antes era el "dicen por ahí", y esas fuentes casi nunca son confiables. En vez de lo que se produce en una sala de redacción, se fían de lo que comparte una tía, una prima o un desconocido. Y esas mismas personas creen que si una noticia es relevante, ya los alcanzará. Pero no es cierto, ya que en las redes esa noticia importante compite con memes, fotos de cumpleaños, payasos locos, videos virales y algoritmos. 

De hecho, hay estudios que confirman que, durante la recta final de la campaña presidencial en Estados Unidos, las noticias falsas tuvieron más comentarios, ‘me gusta’ y compartidos que las noticias reales. Investigadores como filippo Menczer, del Observatorio de Redes Sociales de la Universidad de Indiana, concluyen que ya no hay casi ninguna diferencia entre la popularidad de artículos desinformativos y artículos con información fiable. El número de shares es prácticamente el mismo. En otras palabras, no hay ninguna ventaja en decir la verdad.

Además, hay otros datos que resultan todavía más alarmantes: según informa también el Pew Research Center, el 23% de las personas admite haber compartido noticias que luego resultaron falsas, y el 14% a sabiendas de que lo eran.

Y todo esto sucede apenas unos meses después de que Facebook despidiera a los dieciocho editores que seleccionaban las noticias destacadas en el timeline de sus usuarios en favor de un algoritmo para hacer ese trabajo. La plataforma fue acusada de influir en el resultado de las elecciones por ser una de las principales plataformas para la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg, en principio, intentó distanciar a su plataforma de la polémica, ha terminado sumándose a los esfuerzos de Google para impedir la publicidad de páginas web que promueven bulos informativos, así como los grandes medios han fortalecido sus equipos de verificadores de datos. Es verdad que las noticias falsas por si solas no explican en resultado del Brexit, a Trump o el No, pero sí es claro que la dieta informativa ha resultado determinante.

 

La verdad, ¿irrelevante?

El triunfo de la posverdad ha llevado a muchos analistas a hablar de un cambio de paradigma. Es cierto que el embuste informativo ha existido siempre –como recordaba un periodista hace poco, los sofistas griegos ya eran maestros en manejar el lenguaje para demostrar que el veloz Aquiles nunca podría alcanzar a la tortuga–, pero sí preocupa el hecho de que la verdad parece haber dejado de ser relevante. Mucho de lo que hoy se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad y abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia, mientras el resto difunde esos bulos por ignorancia.

Si estamos de acuerdo en que la democracia y la libertad se basan en la evidencia y la verdad, el periodismo y su misión de informar cobran de nuevo toda su importancia. De hecho, la prensa es una de las pocas instituciones –junto con la ciencia, la justicia, y el sector educativo– que puede realmente construir defensas sólidas contra los peligros que conlleva la posverdad, entre ellos la manipulación, la alienación, la aniquilación del pensamiento crítico y las derivas autoritarias que desembocan luego en totalitarismos.

Ante una sociedad emocional que actúa y vota por miedo, rabia, descontento, proteccionismo e inconformidad, ante el fracaso de los líderes tradicionales, dirigentes que no dicen la verdad y ciudadanos a los que hace tiempo les dejó de importar la cosa pública, la prensa debe recuperar su histórico papel de Cuarto poder, pero primero, la confianza y credibilidad que le ha perdido el ciudadano. Ante las mentiras que crean una imagen falsa del mundo –armas en Irak, teorías conspiratorias, manipulación del ciudadano en procesos electorales– está llamada a posicionarse de nuevo como fuente primera, fiable y competente por encima de blogs anónimos, portales seudoinformativos y fuentes de calidad cuestionable.

El problema es el periodismo, en la pelea por la rentabilidad y los clics, también ha incurrido en el favorecimiento de la emotividad de la audiencia en detrimento del pensamiento crítico. Los contenidos pasaron a ser menos importantes que sus efectos virales. Como escribió Martín Caparrós en El País, comunicar, contar, analizar y hacer preguntas ha dejado de estar antes que el tráfico.

Craig Silverman, editor de BuzzFeed Canadá, explica que demasiado a menudo las organizaciones de noticias han contribuido en la propagación de falsedades y contenidos dudosos, polucionando el flujo de información digital, necesitados igualmente del tirón de la viralidad. También The economist, en su artículo Yes, I lie to you, lo explicaba: “La fragmentación de las fuentes informativas ha creado un mundo atomizado en el que las mentiras, los rumores y los chismes se propagan a una velocidad alarmante. Las mentiras que se comparten ampliamente en las redes sociales, cuyos miembros confían más en sus iguales que en cualquier medio de comunicación, adquieren rápidamente la apariencia de verdad. Las supuestas evidencias hacen que la gente descarte rápidamente los hechos para creer en esas que ratifican creencias muy solidificadas. Y la falsa objetividad del periodismo tampoco ayuda. En aras de ese equilibrio, muchas veces se incurre en el error de dar el mismo espacio a la verdad y a la mentira. Y según eso, todo es relativo. Todo es opinable. Y es la sociedad la que paga el costo”.

 

¿Qué hacer entonces?

Es cierto que en la elección de Donald Trump la prensa tiene gran parte de responsabilidad. Las cadenas de televisión y periódicos americanos le dieron al candidato la mayor exposición mediática en la historia de Estados Unidos: cubrieron cada rally de campaña; lo hicieron ver como presidente antes de serlo y, durante las primarias, recibió tres veces más cobertura que el resto de los candidatos republicanos y el doble que Hillary Clinton y Bernie Sanders juntos. Esto, sumado a la guerra de los clics, sus errores históricos y su aporte en la contaminación del flujo informativo, obliga a la prensa a hacer un mea culpa y todos los esfuerzos para recuperar el respeto del público.

Pero la solución al problema de la posverdad no pasa solo los periodistas. La responsabilidad recae también en las redes sociales. Facebook, Twitter y compañía deberán ser más transparentes respecto a sus algoritmos y trabajar de la mano de profesionales de la información –ya empiezan a hacerlo– para incorporar fórmulas que refuercen menos las creencias de los usuarios en pro de más información basada en hechos. Algoritmos que eviten la propagación de noticias falsas y privilegien los contenidos de quienes invierten en sus contenidos, que someten sus productos mediáticos a controles de calidad y rinden cuentas. Como escribe David Alandete: “un algoritmo nunca podrá hacer periodismo, pero puede aprender a identificar a aquellos que lo hacen, por el bien de todos”.

A su vez, todos los ciudadanos debemos asumir nuestra responsabilidad como usuarios, hacer un esfuerzo adicional a la hora de consumir y producir en las redes sociales. Antes de compartir un contenido, preguntarnos: ¿Alguien ha verificado esta información? ¿Es ésta una fuente primaria y confiable o, por el contrario, tiene algún interés involucrado en la noticia? ¿Suele, este medio de comunicación, corregir informaciones tendenciosas o equivocadas o más bien insiste en contenidos ambiguos o teorías conspiratorias? Como recuerda Brooke Borel, periodista científico americano, todos debemos recordar que cada que damos un me gusta nuestros contactos se convierten en audiencia de ese contenido. Un clic es una firma. Un signo de aprobación. Y las cosas empezarán a cambiar si no perdemos de vista ese postulado.

 

Motivos para el optimismo

La verdad ha perdido valor. La gente es cada vez más indiferente a las evidencias, las pruebas, los hechos comprobados. Es cierto. Pero quizá aún queden razones para no ser tan pesimistas. En contraste con el auge de las noticias falsas, a finales de enero, The New York Times confirmaba que había sumado, a sus casi dos millones de abonados a su edición digital, casi trecientos mil nuevos suscriptores en el último trimestre del 2016, un crecimiento del 19% respecto al trimestre anterior. También The Wall Street Journal añadió ciento trece mil lectores en ese mismo periodo. El número de suscriptores del Financial Times subió un 6% y canales como CNN y MSNBC ven crecer sus índices de audiencia en casi un 40%, según informa Nielsen.

A su vez, las voces de los ciudadanos se escuchan cada vez con más fuerza y parecen sumarse al desafío. Sucedió con la marcha multitudinaria de mujeres tras la posesión de Donald Trump, las manifestaciones de cientos de personas frente al edificio del NYT declarándole su apoyo tras los ataques del presidente vía Twitter o los cerca de 80 millones de dólares en donaciones que recibió la Unión Americana de Libertades individuales después de las elecciones, cuyo número de miembros también se ha casi duplicado desde entonces. Como escribe Joseph Stiglitz, la luz de esperanza en el nubarrón Trump está en este nuevo sentido de solidaridad con respecto a los valores fundamentales, tales como la tolerancia y la igualdad, que ahora se sustentan por la toma de conciencia del fanatismo y misoginia.

Pero quizá el primerísimo primer paso consista en volver a llamar las cosas por su nombre, y en vez de hablar de posverdad o aceptar los hechos alternativos que propone la jefa de prensa de la Casa Blanca, volver a hablar de bulo, estafa, falsedad y mentira. Porque de lo contrario sucederá como en el 1984 de George Orwell, cuando el pueblo aceptaba que el Ministerio de la Verdad reemplazara oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir malo, con el fin “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”.

Porque no podemos olvidar que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la civilización y la democracia. Si la verdad deja de importar, su poder para resolver los problemas de una sociedad se ve realmente perjudicado. Como escribe Jonathan Freedland en The Guardian, ahora la gente trata los datos igual que a las opiniones: descarta las que no le gustan. Y si no importan los datos entonces tampoco puede existir el consenso: no podríamos creer en nada de lo que vemos y todo podría ser una conspiración, un mito o un engaño. Siempre habrá quien diga que los muertos en Alepo o el niño rescatado allí son un montaje, y quien negará el cambio climático a pesar del grosor de las evidencias. Pero hay que hacer más esfuerzos para que sus mentiras y negación de la evidencia no tengan un altavoz tan vasto.

Y no es el tiempo de seguir hablando de la muerte del periodismo sino lo contrario: del periodismo con futuro, con profesionales capaces de asumir todos estos desafíos. Menuda contradicción sería sino que, en la Sociedad de la información, siguiéramos más desinformados que nunca, o no tuvieran cabida a los profesionales de la información. Como dijo el escritor David Roberts, en un partido se necesitan referees, no todos pueden ser jugadores.

Hace tiempo que distintas teorías posmodernas y otras más antiguas empezaron a cuestionar la verdad en pro de una versión más plural y relativa. Pero la realidad –esa palabra que Nabokov decía que no significaba nada sin comillas– no es sinónimo de verdad, hechos y datos. La realidad puede ser múltiple, porosa, ambigüa, pero no así los hechos y los datos. Esos son simples, obvios, inmodificables. El agua sigue mojando. El sol sale todos los días. 

*Texto publicado en la edición 112 de El Eafitense. Mayo 2017

Posverdad

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En el 2013 fue ‘Selfie’. En el 2015, el emoji que llora de la risa. Y en el 2016, ‘posverdad’. Todos los años, Oxford elige la nueva palabra que incluirá en su famoso diccionario y la semana pasada anunció que el neologismo ‘post-truth’ se ha impuesto como el nuevo término para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

En otras palabras, no importa la razón sino las tripas. La verdad se ha vuelto irrelevante. El término pretende describir la conmoción que ha supuesto el Brexit, el triunfo de Donald Trump y la derrota del Plebiscito para la paz, tres posverdades que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist ya lo explicaba a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política ‘posverdad’: una confianza en afirmaciones que se ‘sienten verdad’ pero no se apoyan en la realidad”. 

En Estados Unidos circuló un supuesto mensaje en el que el papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano, otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual el auge de Hillary estaba rodeado de varias muertes, entre ellas las de un agente del FBI que la investigaba y un empleado del partido demócrata que iba a testificar contra ella. Aquí, por Facebook y Whatsapp, circulaban cadenas que afirmaban que, de ganar el sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial, que los votos del No serían borrados gracias a los esferos borrables que se instalarían en las mesas de votación y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo mentira, que en estos tiempos ya no sobra repetirlo.

Entonces, cuando se sabe por estudios como los del Pew Research Center que el 60% de las personas emplea las Redes Sociales para informarse, ¿cómo combatir todos esos posts que “parecen verdad” pero no hacen más que desinformar y confundir? Porque no pasa sólo en temas políticos: basta entrar a Facebook cualquier mañana para ver cómo uno de tus amigos ha compartido un post que explica, en letras mayúsculas, cómo el limón es el gran remedio contra el cáncer, cómo el cilantro puede eliminar todos los metales del cuerpo en 42 días o cómo las farmacéuticas desarrollan medicamentos que no curan enfermedades sino que las cronifican para mantener su industria multimillonaria. 

Tres meses después de que Facebook despidiera a los 18 editores que seleccionaban las noticias destacadas en favor de un algoritmo para hacer el trabajo, la plataforma ha sido acusada de influir en el resultado de las elecciones gracias a la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg insista en que esa influencia no ha sido tal pero, al mismo tiempo, se una a Google para impedir el acceso a la publicidad a las páginas web que promuevan esos bulos, yo soy pesimista y creo que ya no hay solución para esta deriva. 

Antes, los grandes medios, los buenos periódicos y revistas, ejercían el papel de porteros, evitando con sus verificadores de datos y su ética esos goles tan fáciles de colar a través de la apariencia de noticia. Pero ellos ya no controlan la distribución de sus contenidos. La gente ha dejado de valorar las fuentes –les da igual si la información está publicada en el New York Times o en chucuchuchucuchu.com– y la pérdida de credibilidad que padecen las grandes cabeceras, en algunos casos con razón, tampoco ayuda a parar la expansión de esta problemática. Y todo esto mientras lo que se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad; abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia y el resto difunde bulos por pura ignorancia.

Pero lo que más inquieta no es solo que la gente divulgue y crea en falsas afirmaciones y paranoias conspiratorias, sino que llamemos “posverdad” a lo que no es otra cosa que mentira. Y que encima se incluya en el diccionario. Como en el 1984 de Orwell, cuando el Ministerio de la Verdad reemplazaba oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir mal; dejamos de llamar a las cosas por su nombre y nos olvidamos de que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la democracia.

Y así es como nos encaminamos demasiado veloces a cumplir ese presagio en el que para el 2050 ya habríamos todos adoptado la Neolengua, esa cuya finalidad “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”. Si no es que estamos ya ahí, en ese momento estelar de la historia en el que LA GUERRA ES LA PAZ. LA LIBERTAD, LA ESCLAVITUD. LA FUERZA, LA IGNORANCIA. 

Adicción

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"¿Qué es lo que causa la adicción, por ejemplo, a la heroína? Usted está seguro de la respuesta: la sustancia química. Si uno consume heroína 20 días, al día 21 el cuerpo le pedirá un chute a causa de los “ganchos” químicos. Pero mire esto: si alguien se rompe la cadera o le implantan una prótesis de rodilla, en el hospital le darán altas dosis de diamorfina durante semanas o meses. Y la diamorfina es heroína. De hecho, más fuerte que la que se consigue en la calle porque no está contaminada por todo lo que los traficantes usan para rendirla.

Si nos atenemos a lo que creemos saber sobre la droga, esos operados de un hueso roto deberían volverse adictos a la heroína tras salir del hospital. Pero como usted mismo habrá comprobado, no sucede así. ¿Entonces?

Pasa que casi todo lo que creemos saber sobre la adicción es incorrecto, producto de un experimento de comienzos del siglo XX que consistió en poner a una rata en una jaula con dos botellas, una con agua limpia y otra con agua con cocaína o heroína. En todos los casos, las ratas se obsesionaban con el agua con droga, y volvían una y otra vez a ella hasta caer muertas.

Pero en 1970, Bruce Alexander, un profesor canadiense de psicología, decidió repetir el experimento pero con una modificación: en lugar de poner a la rata sola en una jaula, la puso en un pequeño paraíso llamado Rat Park en el que, además del agua limpia y el agua con droga, había ruedas, pelotas, túneles para correr, amigos con los que jugar y otras ratas con las que tener sexo y entablar relaciones.

Y aquí viene la revelación: en el Rat Park, las ratas casi nunca tomaban el agua con drogas. Ninguna de forma compulsiva. Ninguna caía por sobredosis. En la jaula en la que está sola, la rata no tiene otra opción que drogarse. Pero en la otra...

Existe una experiencia humana similar. En Vietnam, casi el 20% de los soldados tomaban heroína durante la guerra. La gente pensaba que una vez regresaran, habría de vuelta un montón de yonquis. Pero los estudios que supervisaron a los militares tras el regreso, encontraron que ninguno tuvo que ir a rehabilitación, ni siquiera sufrieron síntomas de abstinencia: 95% de ellos dejó de consumir una vez estuvo en casa.

Así, si uno cree en la vieja teoría de la adicción que asegura que es la sustancia química la que nos hace adictos, ni esto ni lo que vio el profesor Alexander tendría sentido.

No se trata de los químicos, sino de nuestras jaulas. Por eso hay que pensar en la adicción de una forma distinta. Las personas necesitamos crear lazos con otros. Y cuando estamos felices y saludables, lo hacemos con facilidad. Pero cuando no podemos –por traumas, aislamiento o alguna derrota vital– formamos esos lazos no con personas sino con algo que nos da sensación de alivio. Algunos los tejen con el juego, otros con la pornografía, las drogas, el alcohol, los videojuegos, las redes sociales o la comida.

La adicción es un síntoma de la desconexión que ocurre a nuestro alrededor. Y de ahí que la única forma de deshacer esos lazos no saludables sea formar entornos satisfactorios.

La guerra contra las drogas ha fracasado rotundamente. En lugar de sacar esas sustancias de circulación y ayudar a la gente a reparar sus vidas, ha fortalecido a los traficantes, propicia millones de muertes, crímenes cada vez más atroces, y lo peor: ha aislado a los adictos: los ha puesto en la cárcel o en la marginalidad y nos ha hecho apartarlos de nuestras familias. Los ha tratado como criminales. A todos esos que no están bien, los ponemos en una situación muchísimo peor, haciendo que se odien más a sí mismos y sus circunstancias. Les hacemos más difícil conseguir un trabajo y una vida estable. Los ponemos, de vuelta, en la jaula vacía de las ratas. Hablamos de la recuperación individual de los adictos, pero se necesita es una recuperación social: construir un mundo que se parezca más al Rat Park y menos a las jaulas aisladas”.

“Porque lo opuesto a la adicción no es la sobriedad, es la conexión, la relación con los demás. Y porque si una persona está sola no tiene ninguna oportunidad de recuperarse”, escribe Johann Hari. Ni ellos, ni la sociedad tampoco".

—Este texto parte del capítulo 13 del libro Tras el grito, del periodista británico Johann Hari (un libro que debería ser de obligatoria lectura), y del magnífico resumen que hace del mismo el equipo de Kurzgesagt en http://bit.ly/1PWlng6. Todas las ideas son suyas. Y yo suscribo cada una. Por eso he usado mi columna en El Mundo para compartir este material. Considero que difundir esta idea es vital para todos como sociedad. Todo esfuerzo es poco hasta que llegue la despenalización, la legalización, la inversión del dinero de la guerra contra las drogas en otros asuntos infinitamente más importantes.

En defensa de la vanidad

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Me gusta hablar de periodismo, pero le temo. ¡Ah, cómo nos gusta a los periodistas hablar de nuestro oficio! Para pensar la profesión, ahí estamos todos con nuestros egos revueltos, portavoces de la verdad revelada –aunque digamos que no en voz alta–, muy buenos para mirar a los otros pero malos para mirarnos al espejo. 

Al espejo, digo, porque el ombligo sí nos lo escarbamos todo el tiempo: discutimos sobre cómo contar mejor las historias, qué hacer para atraer y seducir a los lectores, cómo sortear el ocaso del papel, la revolución digital, la falta de audiencia y los retos del periodismo contemporáneo.

Medellín fue en estos días escenario de estos debates durante el Premio de Periodismo Gabriel García Márquez que organiza la Fnpi y celebra, desde hace tres años, las mejores historias de no ficción producidas en Iberoamérica. El premio se ha convertido en festival; en fiesta de las letras que se acompaña con bandeja paisa en el Trifásico, salsa en el Centro y cervezas en el Guanábano; una reunión de amigos y colegas con estudiantes que sueñan con este oficio que ya no podemos calificar como “el más hermoso del mundo” por vergüenza al lugar común, aunque todos lo seguimos pensando. 

El Premio GGM, además de celebración, es una reunión de egos con talento. Una reunión de vanidad. Dorrit Harazim, la reportera y editora brasileña con 50 años de carrera y referente del periodismo en portugués, lo dijo cuando recibió el reconocimiento a la Excelencia: “los periodistas pertenecemos a una tribu que tiene la vanidad y la soberbia en el ADN. La sociedad nos permite ahondar, adentrarnos sin pedir permiso para hacer preguntas impertinentes. Y el oficio nos da el poder de la última palabra, de la versión final, de la elección del tema, del título, del subtítulo, el tono. Nuestro protagonismo es descomunal”. 

Los periodistas somos vanidosos con la firma. Nuestro nombre en letra impresa es nuestra primera vanidad. Nos sentimos privilegiados de ser testigos de la historia. Los medios en los que publicamos los colgamos al pecho como una medalla. Y somos vanidosos con la primera persona: nada le hace brillar tanto los ojos a un estudiante de periodismo como cuando le hablan de la crónica y de la posibilidad de incluirse en la narración. Y aunque los veteranos ya conocen la diferencia entre escribir "en primera persona" y escribir "sobre la primera persona", ese yo subjetivo gusta tanto precisamente porque en él radica la honradez pero también el estilo, esa palabra que es sinónimo de ego y vanidad. 

Pero yo celebro la existencia de lo buenos periodistas vanidosos, que no soberbios ni cínicos. Esos que escriben para que brille su texto, la historia y sus protagonistas. Boxeadores de la palabra, esos que tienen la vanidad del escritor y se toman en serio a sí mismos como se toman la escritura. 

La vanidad no es triquiñuela ni superficialidad ni vacuidad, como dice el escritor y también periodista Iván Thays: no es ciega, como la soberbia, sino que se mantiene alerta, ni está encerrada en sí misma como el orgullo. Ella es un gran motor de la literatura que ha impulsado las obras más esenciales y más bellas. 

Por eso me gustan esos periodistas, porque todavía confían en las palabras para explicarnos y derribar prejuicios, para escribir mejor nuestra versión de la historia contemporánea y poner orden al caos que es la realidad. Sólo un periodista vanidoso cuidará su texto tanto como para pensar en sus lectores, para apelar a su memoria y a la empatía. Son ellos los que narran el presente sin que envejezcan sus textos, quienes hacen lo posible por contar bien el cuento de lo real y escriben sobre los otros también como un ejercicio de modestia. Solo un vanidoso, consciente de que lo leen los demás, amplía sus referencias, revisa sus ideas y se pelea con cada palabra hasta conseguir de ellas toda su profundidad psicológica y su poder de símbolo y metáfora. Porque lo contrario a la vanidad en periodismo no es la humildad sino la falsa modestia, lo trivial, lo simple, mal hecho, vacío y pobre en contenido, trascendencia y significado.

Sólo encuentro un problema en todo esto, después de repasar el público del Festival Premio GGM lleno de colegas, escritores y aspirantes a periodistas: en un mundo en el que escasean los lectores, el riesgo es que terminemos escribiendo sólo para nosotros mismos.

Publicado en el periódico El Mundo. Octubre 8 de 2015.

Vocación

¿Alguien que no haya visto nunca un partido de fútbol se plantearía la posibilidad de ser futbolista? Pensemos en un chico que no conoce a Messi ni Pelé ni a Maradona. No en vivo, no en la televisión. Este niño no ha sentido rodar un balón entre sus piernas; nunca se ha juntado con un grupo de amigos a intentar combinar unas cuantas jugadas que terminen con la pelota dentro de un arco hecho de hierro o de palos, de piedritas o camisetas. Estoy segura de que ese chico nunca consideraría ganarse la vida en una cancha.

Creo que funciona así para casi cualquier profesión. Alguien que sueña con ser cocinero deberá, como mínimo, ser un fanático del paladar; diferenciar, así sea en su forma más empírica, el olor de la canela del de los calvos, la albahaca fresca del cardamomo o el tomillo. El que sueña con ser piloto se ha entusiasmado con la estela de un avión a lo lejos; el bombero tiene vocación de salvavidas, igual que el médico; el arqueólogo ha visto al menos un documental en Discovery y es probable que los huesos de dinosaurio le entusiasmaran cuando era niño. 

Por eso me pregunto por qué será que hay tanta gente que quiere ser periodista y escritor cuando no ha tenido ningún contacto con las palabras. Personas que no leen libros, que no compran periódicos. Que dicen “yo quiero escribir” pero no conocen los clásicos –los Messis, los Maradonas de la literatura–; todos esos que en el fondo, aunque no lo confiesen, se aburren cuando leen; se quedan dormidos. Y en una tarde de lluvia encienden la televisión porque no tienen en su casa nada que se parezca a una biblioteca. 

La primera sorpresa que me llevé como profesora fue comprobar que mis alumnos de periodismo no saben quien es Orwell ni Talese, Hersey, Wallraff o Thompson. Colombianos, no conocen al García Márquez periodista y ninguno se ha fascinado con una crónica de Alberto Salcedo antes de entrar a la Universidad. The New Yorker, Etiqueta Negra, Gatopardo, El Malpensante, The Economist apenas las han oído mencionar –casi ninguno ha tenido un ejemplar en la mano ni un artículo abierto en su pantalla–, pero eso sí, todos quieren escribir, y sobre todo opinar. Pero informar, ¿quién quiere?

Ya no hace falta siquiera que lleguen a las redacciones para desilusionarse con el oficio en cuanto algún redactor jefe mediocre los ponga a escribir noticias que no son más que versiones de lo que ya aparece en otros sitios, y el resto del tiempo a cortar, pegar, comprimir o reproducir notas de prensa. Hoy, buena parte de los periodistas en formación son gente que no puede perder la emoción básicamente porque nunca se ha emocionado. ¿Salir a la calle a buscar noticias? El pedido les suena como de otro planeta. ¿Pasar meses reporteando un tema? No les cabe en la cabeza en el remolino permanente de tweets y posts al que están acostumbrados. 

Esta semana leo con estremecimiento sobre el asesinato del reportero Rubén Espinosa en México al tiempo que varios análisis sobre la crisis del periodismo y la muerte de la prensa en papel y lo que me pregunto es cómo hacer para volver a graduar de las facultades nuevas generaciones de periodistas apasionados, de esos que se excitaban con Primera Plana o aspiraban a vivir en carne propia esa escena memorable de “paren las rotativas”. 

Este oficio que se paga poco, mal y tarde, en el que damos todos los días peleas perdidas y en el que tantos arriesgan la vida, solo sobrevivirá si quienes lo ejercemos creemos en la importancia de palabras para contar historias que importan. Como dice Julio Villanueva, periodistas que no cuenten lo que sucede, sino lo que parece que no sucede. Periodismo intencional, como escribió Kapuscinski: que se fija un objetivo e invoca un cambio. Un oficio que no es un circo para exhibirse sino un artefacto para pensar, para crear, para ayudar a los otros a tener una vida más digna y menos injusta, como enseñó Tomás Eloy Martínez. 

La crisis de la prensa no es culpa, como se dice, de que la gente no tenga tiempo para leer, porque todo el mundo se las arregla para informarse de lo que le interesa. La culpa tampoco es de Internet. El problema, quizá, es solo que se necesitan más periodistas con vocación, más Espinosas. Y la prensa no muere cuando en la esquina de alguna redacción o en el escritorio remoto de un freelance existe todavía uno de ellos.

Publicado en el periódico El Mundo. Agosto 12 de 2015.

El hambre

"Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre –y al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos del hambre verdadera–. Pero entre esa hambre repetida y cotidianamente saciada que vivimos y el hambre desesperante de quienes no pueden con ella, hay un mundo”. 

El hambre, el último libro de Martín Caparrós, es la explicación de ese mundo. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente, nos dice el autor, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre. Pero pasa que nos hemos acostumbrado: “la frase ‘millones-de-personas-pasan-hambre’ debería significar algo, causar algo”, pero la palabra se gastó. En manos de “poetas de cuarta, políticos de octava y todo tipo de plumíferos fáciles”, ya no consigue producir ninguna reacción. De tanto usarla se volvió cliché, frase hecha, lugar común, y encima nos hemos tragado sin revirar el disimulo perverso de los eufemismos: subalimentación, malnutrición coyuntural, inseguridad alimentaria; terminología de burócratas que neutraliza cualquier posibilidad de indignarnos, de sentir vergüenza ante el mayor fracaso de nuestra civilización. 

Pero lo cierto es cada cinco segundos un chico de menos de diez años muere de hambre y cada día, en el mundo, 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre: “si usted, lector, lectora, se toma el trabajo de leer el libro, si se entusiasma y lo lee en –digamos– ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre 8.000 personas: son muchas 8.000 personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. Pero si usted leyó este párrafo en medio minuto; sepa que en ese momento sólo se murieron de hambre entre ocho y diez personas”. 

El hambre, como toda la obra de no ficción de Caparrós, es crónica –se mueve entre el ensayo experimental, el perfil, la entrevista, la pesquisa antropológica, el viaje, la poesía–, pero también es un libro político, no tanto como arenga –que también– sino como metáfora. Igual que sus otros ensayos viajados –entre otros, Una luna, El interior, Contra el cambio– la de Caparrós es una escritura que sucede en dos o más capas: una informativa, periodística, de denuncia incluso; comprometida, según sus propias palabras, al modo de Voltaire o Zola, “haciendo uso del capital simbólico del artista para intervenir en la cosa pública”. Pero también a otro nivel: el del desplazamiento en busca de sentido. El viaje y el libro como instrumentos para pensar en público, como artefactos para, en lugar de buscar respuestas únicas y tranquilizadoras, cuestionar la hipocresía de las élites, la nuestra propia y, al tiempo, hacer mejor todas las preguntas: cómo, en últimas, conseguimos vivir tranquilos sabiendo que estas cosas pasan. 

Dice el autor que su libro es un fracaso, porque un intento de explicación del mayor fracaso del género humano no puede sino fracasar, pero no es cierto. De El hambre es posible asegurar sin miedo que es uno de los mejores textos de no ficción publicados en la última década y, sin temor a exagerar, que se trata de un nuevo hito del periodismo narrativo o, dicho mejor, del testimonio como forma de arte. Porque lo que consigue Caparrós es, básicamente, devolverle el sentido a las palabras; logra que la escena de los muertos y los que sufren de hambre en Níger, India, Bangladesh, Sudán del Sur o Argentina importen, que se fijen en nuestra memoria como una herida. 

Uno vive mucho menos tranquilo después de leer estas páginas. Y de eso se trata. Porque quizá la escritura que realmente cuenta es ésta: la que incomoda, la que no subestima nuestra inteligencia con moralinas o ejemplos de superación. “La literatura no está para hacer las cosas más sencillas sino para añadir complejidad”, dice Sergio Chejfec. Y en ese acto de valentía que es narrar –un desafío a la realidad caótica, al absurdo, la miseria, la hipocresía– un Caparrós desenfadado y agudo, informal pero riguroso, políticamente incorrecto, inteligente, incómodo, saca el hambre de la estadística y le devuelve lo humano, convierte el dato en saber, la anécdota en historia memorable, y termina por conseguir un libro universo, de esos que fascinaban a Calvino y a Borges: el libro como enciclopedia, como método de conocimiento, como red de conexiones entre hechos, personas, cosas y saberes del mundo. El hambre es un libro importante, una bofetada. Una bofetada que hay que leer, una bofetada absolutamente necesaria.