Suecia

Diario Nórdico, última entrega: Allemansrätten, el derecho de todos los hombres

Conocí a un colombiano que compró hace años una finca en el archipiélago de Estocolmo. Acostumbrado al modo en que hacemos las cosas en nuestro país, lo primero que se planteó al tomar posesión fue poner una cerca que delimitara su predio e impidiera el paso a desconocidos. 

Sorprendido de que su nuevo terreno no estuviera vallado, le preguntó a sus amigos suecos que verja debía poner. Lo miraron con sorpresa: ¿por qué quería cercar un lote en la mitad de un bosque? El colombiano no sabía que en Suecia las cercas no tienen por objeto prohibir el acceso ni mantener fuera a nadie de una propiedad. Tampoco se usan casi nunca para delimitar dónde termina una casa y comienza la del vecino, mucho menos en un área silvestre. 

La explicación a esta actitud radica en el Allemansrätt, un derecho que permite a todos en este país transitar, cruzar, utilizar e incluso pasar la noche en espacios abiertos aunque sean propiedad privada. Terrenos que, como los que compró el colombiano, se encuentren en medio de la naturaleza. Eso significa que aquí todos pueden visitar la tierra de otros, darse un baño o cruzar en barco aguas privadas, recoger flores salvajes, setas, nueces y frutos del bosque. También está permitido levantar una carpa, cruzar en bicicleta o a caballo, hacer una fogata y dormir en el lugar por un periodo máximo de 24 horas. Pero el derecho incluye responsabilidades: el respeto y cuidado del lugar y de la vida animal, así como hacia los propietarios y otras personas presentes. Esto implica además respetar las zonas de cultivo y, en caso de llevar perros, evitar que éstos incomoden a los dueños y vecinos. En últimas, es algo tan sencillo como “no molestar”, dejarlo todo en las mismas condiciones que estaba al haber llegado. 

El Allemansrätt significa entonces que la tierra puede tener dueño, pero la naturaleza es de todos. Por eso en Suecia las cercas son sobre todo decorativas, o se usan más para mantener animales dentro de un predio que para impedir el paso desde fuera. Me pasó esta semana: crucé en bicicleta un bosque extraordinario y el cartel que colgaba de la valla, además de indicar que aquella zona pertenece al Ejército sueco, lo único que solicita a los visitantes es cerrar la verja una vez adentro, sólo para evitar que escape un rebaño de ovejas negras que vive por allí. 

He elegido el Allemansrätt para terminar esta serie sobre Escandinavia porque considero que es una de las grandes muestras de la civilización que han alcanzado aquí –un derecho similar opera en Noruega y en Finlandia–, y porque además nos da un par de lecciones: pienso en nuestros países, donde todos levantamos muros cada día más altos, y en todos esos propietarios que, del norte al sur de América, se dedican a ahuyentan a escopetazos o a soltar perros bravos a cualquiera que ose traspasar su Propiedad. ¿Qué pasaría, además, si nuestros ríos y montañas, el llano, el páramo y la meseta estuvieran amparados por un derecho similar? 

Creo que hay una conquista portentosa como sociedad cuando una persona no precisa de vallas para delimitar lo que es suyo, de candados para guardar sus cosas, o de policías que vigilen más el cumplimiento de la norma que la sanción de la infracción.  

Se llama bien común. Y como escribe la poeta Laura Casielles en Los idiomas comunes, “se define porque tenerlo tú no lo aleja del resto ni podría volverlo más pequeño”. Yo también lo creo.

*Publicado en el periódico El Mundo. Julio 30 de 2015.

Diario nórdico, segunda entrega: prohibido mendigar

Sucedió hace unos meses: en el Konsthall, el centro de exposición de arte contemporáneo de Malmö (Suecia), dos mendigos fueron exhibidos en una sala del museo. Expuestos como instalación, como puesta en escena, como obra, con su ropa sucia de todos los días, el vaso de papel en el que los transeúntes suelen echar alguna moneda y el letrero de cartón escrito en sueco rudimentario con el que le piden una ayuda a los que pasan. Los protagonistas, Luca Lacatus, un carpintero de 28 años y su novia, Marcella Cheresi, de 26, son gitanos rumanos que llegaron a Suecia como otros miles de compatriotas suyos, en busca de mejor fortuna en tierras escandinavas. Y son mendigos reales, no actores, de los que duermen en la calle y piden limosna. Luca posa en la sala del museo con la muleta que necesita para caminar. Marcella está embarazada.

El asunto levantó polémica. ¿Es legítimo exhibir seres humanos? ¿Se puede considerar “obra” y arte una instalación como ésta? No es la primera vez, de hecho: en Londres, el proyecto Exhibit B expuso a personas de raza negra en situaciones de sumisión o dominación. Y en 2013 el Museo Judío de Berlín hizo lo propio con la muestra “Judíos en vitrina”. 

Vivimos en tiempos en los que se hace difícil definir qué es arte y qué no lo es, pero me interesa la explicación de Martín Caparrós: “quizá arte es aquello que consigue resignificar lo des-significado: que te obliga a leer allí donde, en general, ya no ves nada. Y, también: aquello que te lleva a enfrentarte con lo que no querías, y pensarlo”. 

Ese y no otro era el propósito de los responsables de la instalación en el museo de Malmö, en Suecia, un país que cada día ve más indigentes rumanos en sus calles, en las esquinas, a la salida de los supermercados. Tan significativo es el aumento –se sabe incluso de mafias que los traen desde los países del este, los instalan en puntos específicos de la ciudad por las mañanas y los recogen luego por las tardes– que el gobierno sueco y el rumano se han reunido ya en varias ocasiones para buscar salidas a esa inmigración que ha favorecido la libre circulación de ciudadanos en Europa tras la entrada de Rumania en la Unión Europea. 

Resignificar lo des-significado. Leer allí donde, en general, ya no vemos nada. A esos mendigos invisibles, a los que preferimos no ver cuando nos cruzamos con ellos en la calle, ahora nos obligan a mirarlos en la sala de un museo, para que nos sea imposible voltearles la cara. Se exhiben seres humanos, parece, y nos indignamos, pero lo que se expone allí es otra cosa, creo: nuestra indiferencia, la hipocresía, la sociedad ineficaz y desigual que todos los días aceptamos. Y se exhibe también la otra polémica, la importante, la que en la Europa supuestamente civilizada pretende criminalizar a los sin techo, a los pobres, a los inmigrantes. De Lisboa a Roma, de Madrid a Barcelona, de Oslo a Budapest, se formulan leyes que prohíben dormir en espacios públicos, pedir limosna, revisar los cubos de la basura. Y, como si esto fuera voluntario, se castiga con multa –sí, multas, así de risible es la ironía– o con cárcel. En Noruega, los municipios ya pueden expulsar a los indigentes (se los permite la ley) y en Suecia también se ha puesto sobre la mesa el proyecto legislativo que prohíbe la mendicidad. En Madrid, Esperanza Aguirre habló de sacar a los pobres del centro porque “ahuyentaban a los turistas” y Alberto Ruiz Gallardón quiso obligarlos a dormir en albergues y sacarlos de la vía pública. En Colombia también hemos escondido a nuestros indigentes de la ciudad vieja en Cartagena, en épocas de eventos internacionales. También ha pasado en Medellín. Y lo peor es que ya se empieza a popularizar en Europa, y de ahí al mundo, la repugnante “arquitectura de diseño excluyente”: sillas en lugar de bancas (para que nadie se acueste), superficies inclinadas (para que nadie se siente), macetas inmensas (para que nadie se siente en el suelo a pedir) y rejas debajo de las escaleras (para que nadie ocupe el espacio como dormitorio). 

Resignificar lo des-significado. Leer allí donde, en general, ya no vemos nada. Se exhiben rumanos en un museo y polemizamos sobre qué es y qué no es arte, cuando la discusión, en realidad, está en otro sitio.

*Publicado en el periódico El Mundo. Julio 2 de 2015.

Sentir de golpe el viaje

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Una noche, arropado bajo un manto de estrellas en el desierto, Saint-Exupéry dijo haber «sentido de golpe el viaje». Cees Nooteboom, en un hotel mugriento y anónimo en Mauritania, también bajo el cielo oscuro y la resplandeciente quietud del silencio y la noche, entendió que no era otra cosa que un viajero, uno que escribe y describe el mundo. Kapuscinski tuvo la misma sensación al cruzar por primera vez la frontera de Polonia, donde había nacido, y desde entonces no dejó de moverse. Llamó a aquello «contagio del viaje», una especie de enfermedad incurable que le obligaba a seguir viajando, igual que Herodoto. Rilke siempre pensó que no le estaba permitido tener una casa, que lo suyo era vagar y esperar. Camus era un viajero de la «soledad poblada» de la ciudad y sentía el viaje en lo alto de Père Lachaise en París. Blaise Cendrars, camaleón, viajero, alquimista de su propia vida y siempre dispuesto a atender a la llamada de lo desconocido, decía que no aspiraba a escribir, ni a viajar, ni al peligro, sólo a vivir. 

Se trata entonces de una elección. El viaje es una especie de vida elegida en la que el único modelo a seguir es el del hombre libre. Se trata de conquistar una mirada propia y de renunciar a los simulacros. Pero eso implica muchas renuncias: se descarta la posibilidad de un domicilio fijo, de una vida al uso. Ya no habrá banderas en las que poder envolverse ni identidades únicas a las qué aferrarse. Y se aprende muy rápidamente, por una especie de desarraigo crónico, que deja de existir la posibilidad de sentirse en casa en un único lugar. No hay regreso, no hay llegada. Viaja sólo quien sabe irse, como explicó un poeta setón. El único equipaje es la propia vida, y los sueños. Y en esa ruta hay peligros, permanente transformación. No hay forma de salir ileso de la lucha contra las fronteras, de la suerte de ver el mundo, del encuentro con los Otros. Un trasegar que sucede en medio de una gran soledad. 

Pero el viajero está dispuesto a pagar el precio. Se enamora de su condición y de su lugar en la periferia. Es consciente de su suerte, de la maravilla que contempla. Se sabe privilegiado de poder ser el actor de su propio espectáculo, de inventar su guión, decidir los escenarios y hacer de sí mismo el personaje que más le interesa. Es así como se pone en camino y comienza a escribir con su propio cuerpo, siguiendo la máxima de Stendhal, y aspira a hacer con todo ello una obra de arte, a vivir en la literatura, en la imaginación, en la poesía. Y el viaje es su forma de respiración. 

Por eso no hay más ruta que la nuestra, como dijo Siqueiros. Esa ruta empieza mucho antes de salir al camino y una vez en marcha existe, también, la tentación de detenerse. Como ese personaje del cuento de Mrozekque llega a un hotel en el que sólo pueden hospedarse viajeros que no viajan más y él piensa por un momento en quedarse. O la alegoría de Murakami en After dark, en la que tres hermanos escalan una montaña para elegir desde qué punto contemplarán el mundo. Sólo uno de los tres llega a la cima. Los otros dos se contentan con ver solo un trozo del paisaje. 

Escribo estas líneas desde Estocolmo, acodándome de aquella frase de Rosi Braidotti que dice que ser nómada no es no tener una casa, sino la capacidad de recrear tu casa en cualquier lugar. Esta noche, en un fiordo sobre el Báltico, con el silencio del bosque, el canto del agua en la orilla y un cielo brillante, fuego en la chimenea y dosamigos, siento el viaje de nuevo; pienso que esta también es mi casa.

*Publicado en el periódico El Mundo. Marzo 26 de 2015.