Saint-Exupéry

No morir, como el pequeño príncipe

El principito vectores

Se cumplen 118 años del nacimiento de Antoine de Saint-Exupéry y 75 de la primera edición de El Principito. Un ícono, una industria, un clásico.

Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 1 de julio de 2018.

El 31 de julio de 1944, el escritor y piloto más famoso de Francia desapareció igual que el personaje de su libro más vendido, sin dejar rastro. Como el principito, un día abandonó nuestro planeta para volver al suyo. No se supo de su paradero y su madre llegó a pensar que se había refugiado en un monasterio. Hasta que en 2000 un buzo halló los restos de su avión en una bahía de Marsella.

Fue piloto de guerra, responsable del correo postal entre Europa y el norte de África, escritor celebrado desde sus primeras novelas, autor de una obra maestra, Tierra de los hombres, héroe y leyenda desde antes de morir, inventor (registró patentes de mejoras para aviones), conde, dibujante, periodista, viajero, violinista de joven, casi filósofo, nadador, hábil matemático, extraordinario conversador –se dice que en los restaurantes la gente de otras mesas se iba callando, para oírle–, celoso, encantador de mujeres, amante de los animales, gran amigo.

Saint-Exupéry, sin embargo, ha sido eclipsado por un joven príncipe que aterriza desde un planeta no más grande que una casa, en el que habita con una rosa, crecen los baobabs y es posible disfrutar de largas puestas de sol. Es el libro francés más leído y el más traducido del mundo, después de la biblia.

Se suele decir que él fue siempre un poco niño: conservaba esa mirada infantil a la que alude en El Principito, era vulnerable, necesitado de altas dosis de afecto y le gustaban los juegos, los naipes, los aviones de papel y los animales, como las ardillas con las que jugaba en el Central Park cuando vivía en Nueva York. Tenía un don para los niños. Era tierno, nada tosco y su preocupación por las preguntas esenciales, con su permanente búsqueda de respuestas, lo asemejaban a los chicos.

Además, sus recuerdos de infancia siempre estuvieron presentes en su obra, una etapa luminosa en un castillo familiar entre Lyon y Ginebra en el que creció libre y rodeado de mujeres: su madre, tres hermanas y una tía, además de un hermano que murió muy joven. En su trabajo como piloto, a veces se desviaba para sobrevolar ese territorio de infancia. Así lo cuenta en Vuelo de noche, en el que escribe tras ver su casa desde el aire: “¿De dónde somos? Somos de nuestra infancia”.

En 1942, después de unos años difíciles, el escritor vivía exiliado en Estados Unidos. Se había negado a tomar partido entre dos bandos con los que no simpatizaba (ya en la Guerra Civil Española había aprendido que las etiquetas políticas reducen a bandos a hombres valiosos) y Charles de Gaulle y sus simpatizantes lo llamaban cobarde y colaboracionista con el régimen de Vichy, una acusación del todo falsa. ¡Un humanista como él señalado de simpatizar con los nazis! También las peleas con su mujer, la muerte de varios amigos, el estar lejos de todo lo que quería, incluso de volar, el desasosiego de la guerra y estar sumido en un ocio que no deseaba, agudizaban su melancolía.

Ya entonces era inmensamente famoso. Vuelo de noche, Piloto de guerra o Tierra de los hombres habían recibido grandes galardones literarios y eran primeros en las listas de ventas. Entonces, su editor en Nueva York le hizo un encargo para la campaña de Navidad, tras el éxito de Mary Poppins. Él aceptó y lo escribió como parte de esa melancolía que sentía, poniendo como protagonista a un pequeño niño que ya dibujaba a menudo en los márgenes de las cartas para sus amigos lejanos, a veces con alas o sobre una nube, rubio como una muñeca que vio en la casa de su amante neoyorquina y con silueta de príncipe. Y quién es el principito sino un ser lleno de nostalgia.

Un libro autobiográfico

Saint-Exupéry había tenido, en su trayectoria como piloto, varios accidentes en el desierto, el más famoso, relatado en Tierra de los hombres, cuando con su compañero de vuelo André Prévot realizó un aterrizaje forzoso en el Sahara libio, camino a Saigón. También había vivido una temporada entre las dunas, en Cabo Juby, como jefe de una base aérea donde negociaba la liberación de pilotos secuestrados por saharauis revolucionarios, allí donde descubrió la soledad y se hizo escritor. El desierto era su escenario.

El Principito es un libro autobiográfico, explica el escritor Pedro Sorela. “Todos caímos un día en este planeta desconocido”, dice en Correo sur. Había visto los volcanes en Centroamérica, los baobabs en África (podrían ser también una alegoría de los nazis) y el zorro fue uno que él

mismo domesticó en su estancia en la base del Sáhara. El tigre era un bóxer que le habían regalado; el asteroide, el avión que aparece en su novela Correo Sur: b-612, y el protagonista, además de alter ego del escritor, es una versión femenina de La Sirenita, su clásico favorito de Cristian Andersen, que fue el primer libro que leyó completo de niño y releyó en Estados Unidos mientras se recuperaba de un accidente aéreo en Guatemala.

“Nuestro planeta, el único verdadero, es el que contiene nuestros paisajes familiares, nuestras casas cálidas, nuestras ternuras”, escribió en Tierra de los hombres. Él, en el exilio, necesitaba volver a su casa, igual que el pequeño príncipe quería regresar a su asteroide y a su rosa.

El libro lo terminó en tres meses, con enormes dosis de café y coca cola. Y todos los dibujos son suyos, acuapasteles que hoy se venden en subastas y se exhiben en museos, pero que más que ilustraciones son escritura en sí misma (el libro no sería lo que es sin ellos). Tras su publicación, solo se mantuvo una semana en la listas de bestsellers del New York Times. Su éxito vendría después, mal entendido como un cuento para niños o una carta de amor a su mujer, Consuelo, una millonaria salvadoreña que amaba, pero que fue también su tormento, vanidosa como la rosa del libro, resabiada, con espinas que lo lastimaban –el libro es, entre otras, “una melancólica reflexión sobre un matrimonio fracasado”, dice Sorela–.

Es algo que suele ocurrir con las grandes fábulas: Los viajes de Gulliver se da a leer a los niños cuando es una sátira política, y Robinson Crusoe, la proeza de la supervivencia de un hombre y alegoría del triunfo de una clase social que surgía por sus esfuerzos, se confunde con una aventura para adolescentes.

No es grave. Eso son los clásicos: libros con muchas capas de lectura, en los que cada uno, sin edad, puede encontrar metáforas necesarias. Como explicó Ítalo Calvino, los clásicos son obras ante las que no es posible ser indiferente, que nos sirven para definirnos, se asemejan a los antiguos talismanes porque se vuelven casi tótems, ídolos, de las que siempre oímos hablar y resultan todavía más inesperadas al leerlas en serio, que son una huella en la cultura, se imponen por inolvidables, se asientan en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual y nunca terminan de decir todo lo que tienen para decir. Eso no lo cambia el hecho de haberse convertido en industria, en lugar común, en parques temáticos, en lapiceros, relojes o stickers; en merchandising. Así son de grandes.

¿Desaparecer?

La mañana en la que SaintExupéry despegó en su viaje, en su última misión como piloto de guerra, el cielo era azul. Las condiciones de vuelo, inmejorables, pero él estaba magullado a causa de viejos accidentes. Le dolía incluso ponerse el uniforme o sentarse a escribir. Sufría de insomnio, de fiebres que lo despertaban de madrugada, del hígado, y en especial de melancolía, una dolencia que lo había acompañado toda su vida.

Acumulaba tristezas a causa de su mujer, con quien tenía una relación tormentosa. Nunca había superado las acusaciones de colaboracionista por parte de Gaulle y los suyos –que lo detestaban, entre otras cosas, porque su libro Piloto de guerra era un reportaje sobre el fracaso de Francia antes del Armisticio, que ellos habían comandado–.

Veía con dolor cómo la aviación dejaba de ser épica para volverse comercial. Ya no le interesaba el mundo en el que vivía –el de las máquinas, el teléfono, el de los hombres condenados al “hormiguero”, a la masa, sin individualidad–, ni el que veía venir tras la guerra. “Tengo la impresión de estar acercándome a la época más sombría de la historia del mundo. Me da igual morir en la guerra”; “Tengo tantas ganas de dejarlos a todos. ¿Qué tengo que hacer aquí en este planeta?” “Si me derriban, no lo lamentaré”.

A los 44 años –una cifra que presagian las 44 puestas de sol de El Principito, decía Pedro Sorela– el escritor y piloto no regresó de su misión de reconocimiento. Nadie

supo nada hasta que en 2000 un buzo halló los restos de su avión. Pero estos nunca han sido identificados y las causas de su colisión siguen sin resolverse. No se sabe si se trató de un mal funcionamiento de la aeronave, si se distrajo o si murió por falta de oxígeno en esos tiempos en los que los aviones no estaban presurizados y el viento les silbaba a los pilotos en los oídos muchas horas después del aterrizaje. Esa melancolía que lo acompañaba hace especular a los especialistas y allegados con la posibilidad de que atentara contra su vida, entre ellos su amigo León Werth, a quien está dedicado El Principito.

Escritor de su propia vida, quizá su muerte también fue una línea escrita con su mano. O pudo morir a causa del fuego enemigo, una hipótesis que cobró fuerza en 2008 cuando el excombatiente alemán Horst Rippert, a sus 86 años, aseguró haber derribado el Lightning P-38 que Saint-Ex pilotaba. Sin embargo, archivos recién conocidos indican que el avión abatido por Rippert era estadounidense.

Saint-Ex “era más grande que la vida, más grande que su desaparición”, dice uno de sus biógrafos. “Era un gigante que no se encontraba firme sobre la tierra”, escribió Sorela, autor del mejor ensayo en español sobre su figura.

No hay tumba posible para un héroe, porque en realidad no mueren nunca. Hay cientos de estatuas suyas y un muro en su honor en el Panteón de París, ese monumento que los franceses han levantado para honrar a sus grandes hombres (habla muy bien de una civilización que su monumento más importante no sea a sus militares sino a escritores, intelectuales y artistas).

“A mí hay que buscarme en lo que escribo, que es un resultado escrupuloso y pensado de lo que pienso y veo” le comentó a su madre en una carta mucho antes de morir. Ya se sabe: a un escritor no hay que buscarlo en las piedras. Está en sus libros.

Incomprendido y mal traducido

El escritor Pedro Sorela, autor del mejor ensayo en español sobre el autor, explica que Saint-Exupéry no fue del todo comprendido: los gaullistas llegaron a decir que El Principito era un libro monárquico. Vuelo de noche se entendió como una novela de héroes, cuando trata, de un modo profundo, sobre la conquista de la noche. Piloto de guerra se malentendió como un reportaje sobre la derrota de Francia antes del Armisticio y a Tierra de los hombres le suprimieron la primera página de pensamiento Santi-Exuperiano porque no se correspondía con un libro de "aventuras", cuando todo el texto es una reflexión humanista.

Pasa igual con las traducciones. "Debería ser Correo sur, y no Correo del Sur. Vuelo de noche, no Vuelo nocturno. Tierra de los hombres, no Tierra de hombres, que suena a canción de machos y no a su espíritu humanista. Y asimismo El pequeño príncipe, no El principito, porque no existen los diminutivos en francés y es una cursilería que no tiene que ver con el libro".

Escribir, para qué

Me decía el otro día un amigo periodista que estaba cansado de escribir en el periódico. Tiene una columna semanal y conversábamos sobre lo mucho que cuesta elegir el tema, encontrar un enfoque original y afinar las teclas que emocionen y activen la memoria, la imaginación y el pensamiento crítico de los lectores, ya de por sí saturados con demasiados artículos, posts, tweets y comentarios en las redes sociales. Me decía mi amigo que a veces hasta se plantea dejar el periodismo, por puro cansancio de hablar de lo mismo que habla todo el mundo todo el tiempo, devaneos tantas veces inútiles y sin importancia cuando ahí afuera, en este mundo tan jodido, pasan tantas cosas tremendas.

Como él, todos los que tenemos una tribuna pública nos hemos preguntado más de una vez el por qué de estos espacios, en los que hay un poco de todo y mucho de nada. Demasiadas babitas, como me gusta decir a mí, empezando por las mías. Pero yo, cada vez que tengo dudas, sé que debo volver a los clásicos. Uno relee a los maestros del oficio –a Capote, a García Márquez, a Kapuscinski, a Tomás Eloy– y se acuerda de que escribir es tener la suerte de ser testigo del presente y poder entrevistarlo de primera mano. También de la importancia de contar historias, del deber de interrogar la realidad para encontrarle sentido, de la responsabilidad de contar bien el cuento de lo contemporáneo para que el tiempo no borre los matices, de encontrar la historia de ese hombre que, como decían Borges y Hegel, puede ser la historia de todos los hombres.

Esta semana, en una de esas relecturas, encontré un texto que viene a cuento de esas dudas de mi amigo, mías, de tantos. Se trata de la «Carta al General X», que escribió en julio de 1943 el piloto y escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, el día que se embarcó en un convoy americano con destino a África del Norte, en una escuadrilla de las tropas aliadas en plena batalla contra el nazismo. Y hoy quiero compartir aquí un trozo de ese texto no a modo de respuesta, sino más bien como látigo no sólo para quienes escribimos sino para todos esos que dicen que quieren escribir, para que al sentarnos frente a la página en blanco no nos abandone esa duda del por qué y para qué de esa escritura. Porque esa duda es, en realidad, muy positiva: si no nos abandona, eso significa que no escribimos por vanidad, sino pensando en los otros. Porque está claro que un texto tiene el poder de cambiar la vida de un lector, incluso de cambiar muchas cosas allá afuera, en este mundo tan jodido en el que pasan y seguirán pasando cosas. Aquí el texto del francés:

“Es imprescindible hablar a los hombres (…) Qué bien se portan, qué tranquilos están estos hombres agrupados (…) Al hombre de hoy se le mantiene tranquilo dentro de su ambiente, con un juego de pelota o con el bridge. Estamos castrados de una forma muy curiosa. Parece que por fin somos libres. Pero nos han cortado los brazos y las piernas y después nos han concedido la libertad para marcharnos. Yo odio esta época en la que, bajo el totalitarismo universal, el hombre se convierte en ganado afable, educado y tranquilo. ¡Y nos venden eso como progreso moral! (…) ¿A dónde vamos nosotros en esta época de funcionariado universal? Hombre robot, hombre termita, hombre que oscila entre el trabajo en cadena y el juego de naipes; hombre castrado de todo su poder creador y que ni siquiera sabe crear, desde lo hondo de su aldea, ni una danza ni una canción; hombre al que se alimenta con una cultura estándar, como se alimenta a los bueyes con heno. Eso es el hombre de hoy (…) y cuando se haya ganado la guerra, se planteará el problema fundamental, el de nuestro tiempo: el del sentido del hombre, y no existe una respuesta preparada, y yo tengo la impresión de estar acercándome a la más sombría época de la historia del mundo (…) por eso, si salgo con vida de este trabajo necesario e ingrato, sólo tendré un problema, ¿qué se puede, qué se debe decir a los hombres?”

Nuestro deber es seguirnos haciendo esa pregunta todo el tiempo.

Sentir de golpe el viaje

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Una noche, arropado bajo un manto de estrellas en el desierto, Saint-Exupéry dijo haber «sentido de golpe el viaje». Cees Nooteboom, en un hotel mugriento y anónimo en Mauritania, también bajo el cielo oscuro y la resplandeciente quietud del silencio y la noche, entendió que no era otra cosa que un viajero, uno que escribe y describe el mundo. Kapuscinski tuvo la misma sensación al cruzar por primera vez la frontera de Polonia, donde había nacido, y desde entonces no dejó de moverse. Llamó a aquello «contagio del viaje», una especie de enfermedad incurable que le obligaba a seguir viajando, igual que Herodoto. Rilke siempre pensó que no le estaba permitido tener una casa, que lo suyo era vagar y esperar. Camus era un viajero de la «soledad poblada» de la ciudad y sentía el viaje en lo alto de Père Lachaise en París. Blaise Cendrars, camaleón, viajero, alquimista de su propia vida y siempre dispuesto a atender a la llamada de lo desconocido, decía que no aspiraba a escribir, ni a viajar, ni al peligro, sólo a vivir. 

Se trata entonces de una elección. El viaje es una especie de vida elegida en la que el único modelo a seguir es el del hombre libre. Se trata de conquistar una mirada propia y de renunciar a los simulacros. Pero eso implica muchas renuncias: se descarta la posibilidad de un domicilio fijo, de una vida al uso. Ya no habrá banderas en las que poder envolverse ni identidades únicas a las qué aferrarse. Y se aprende muy rápidamente, por una especie de desarraigo crónico, que deja de existir la posibilidad de sentirse en casa en un único lugar. No hay regreso, no hay llegada. Viaja sólo quien sabe irse, como explicó un poeta setón. El único equipaje es la propia vida, y los sueños. Y en esa ruta hay peligros, permanente transformación. No hay forma de salir ileso de la lucha contra las fronteras, de la suerte de ver el mundo, del encuentro con los Otros. Un trasegar que sucede en medio de una gran soledad. 

Pero el viajero está dispuesto a pagar el precio. Se enamora de su condición y de su lugar en la periferia. Es consciente de su suerte, de la maravilla que contempla. Se sabe privilegiado de poder ser el actor de su propio espectáculo, de inventar su guión, decidir los escenarios y hacer de sí mismo el personaje que más le interesa. Es así como se pone en camino y comienza a escribir con su propio cuerpo, siguiendo la máxima de Stendhal, y aspira a hacer con todo ello una obra de arte, a vivir en la literatura, en la imaginación, en la poesía. Y el viaje es su forma de respiración. 

Por eso no hay más ruta que la nuestra, como dijo Siqueiros. Esa ruta empieza mucho antes de salir al camino y una vez en marcha existe, también, la tentación de detenerse. Como ese personaje del cuento de Mrozekque llega a un hotel en el que sólo pueden hospedarse viajeros que no viajan más y él piensa por un momento en quedarse. O la alegoría de Murakami en After dark, en la que tres hermanos escalan una montaña para elegir desde qué punto contemplarán el mundo. Sólo uno de los tres llega a la cima. Los otros dos se contentan con ver solo un trozo del paisaje. 

Escribo estas líneas desde Estocolmo, acodándome de aquella frase de Rosi Braidotti que dice que ser nómada no es no tener una casa, sino la capacidad de recrear tu casa en cualquier lugar. Esta noche, en un fiordo sobre el Báltico, con el silencio del bosque, el canto del agua en la orilla y un cielo brillante, fuego en la chimenea y dosamigos, siento el viaje de nuevo; pienso que esta también es mi casa.

*Publicado en el periódico El Mundo. Marzo 26 de 2015.