Castigo

Justicia o eficacia

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Contaba un conocido que ahora vive en El Llano que el otro día se montó a un taxi y el conductor, muy querido, empezó a conversarle. Iban hablando de corrupción, guerra, violencia. El hombre le contó que llevaba 10 años de taxista, pero que en su juventud había sido muy necio. ¿Muy necio? Cuente —le preguntó por pura curiosidad, pensando que se trataba de juergas adolescentes, de esas que involucran buenas parrandas y mujeres bonitas. Pero qué va. Sicariato, —le contestó. De los 14 a los 20 años. Pero cambió cuando tuvo un hijo. Era muy peleón, dijo, se bajaba al que le caía mal en algún momento. “Y lo más tenaz eran los pedidos con niños”.

El pasajero, que ahora está en Colombia pero lleva más de una década en Europa, disimuló el shock por miedo y le siguió la conversa. Hasta se atrevió a preguntarle cuántos. —36 muertos. Luego se bajó del taxi entre la perplejidad, la impotencia y la resignación. ¿Qué podía hacer? Llamar a la policía obviamente no. Ni denunciarlo. Incluso siente temor al contar la historia a sus conocidos.

Todos los colombianos hemos oído un cuento como éste alguna vez. Desde historias atroces que permanecen sin condena hasta las de ladrones de cuello blanco que lleva años sin ser investigados, narcos que burlan la justicia y sus peripecias se narran no como delitos sino como hazañas de superhéroes y bandidos que tumban a un montón de incautos y en vez de juzgarlos, muchos les ríen la gracia.

Tantos crímenes que no llegan a juicio y lo permisivos que somos a la hora de condenar ciertos delitos choca con ese clamor que ahora se oye con fuerza tras la derrota de la paz en el plebiscito y que grita ¡No a la impunidad!

¿En serio? ¡Pero sí somos uno de los países con uno de los sistemas judiciales más ineficaces del mundo! En el ranking de justicia penal del 2015, Colombia ocupó el puesto 83 en una lista de 102 países. Y no hacen falta tablas de clasificación. Una historia como la que contaba al principio lo confirman.

Por eso deberíamos preguntarnos si hace falta levantar tanto la voz para exigir justicia o más bien reclamar primero eficacia al sistema (que es, entre otras cosas, lo que pretendía el Acuerdo de Paz con el Tribunal de Justicia Transicional).

Porque la eficacia va antes que la justicia, ya que es precisamente la que la posibilita. En Estados Unidos y el Reino Unido, por ejemplo, las investigaciones suelen ser rápidas y los acuerdos extrajudiciales son corrientes. Muchos casos se resuelven con compensaciones económicas antes de llegar a juicio, especialmente en la vía civil, pero también ocurre en lo penal. Y llegados a las condenas, los crímenes más graves cuentan con castigos severos. En Europa, por el contrario, los procesos son lentos y la justicia es más meticulosa: se mira todo con lupa, y la propensión es a alcanzar la solución más justa. Las penas suelen ser menos largas que las americanas y, aunque varía de país a país, la tendencia es a priorizar la resocialización sobre el castigo.

Se trata de dos modelos muy distintos, también llenos de fallas, pero ambos coinciden en la eficacia del sistema a la hora de apresar, encarcelar, perseguir y condenar a quien comete un delito. ¿Y qué pasa en Colombia? Da igual, porque qué más da lo larga o severa que pueda ser una sentencia cuando las posibilidades de que te pillen o te juzguen son remotas, cuando no hay protección real para las víctimas que denuncian ni para los testigos. La sanción, que debe funcionar como mecanismo disuasorio, pierde todo su poder cuando son tantas y tan conocidas las formas de evadirla, quebrarla, de incluso manipularla a la carta.

Por eso nadie debería indignarse tanto con eso de la impunidad cuando el verdadero problema radica en la ineficacia. Porque no es sólo la privación de la libertad. En Colombia millones pondrían el grito en el cielo si un tipo como Garavito, el violador de niños en masa, o un miembro de las FARC fueran a parar a una cárcel como las escandinavas u holandesas, con cocina, baño privado, nevera, pistas deportivas y tiempo para grabar musicales en un estudio con equipos profesionales, criar animales en un área con vegetación nativa o plantar verduras.

En tiempos en los que la paz toca a la puerta y no la dejamos pasar con el argumento de “un acuerdo injusto”, pensemos en que hay otras formas de reparar a la sociedad que no pasan necesariamente por condenas severas. Para el padre de un desaparecido, justicia puede ser saber dónde fue despojado el cadáver de su hijo; para un secuestrado, que nunca nadie vuelva a sufrir un martirio similar; para un pueblo destruido, la tranquilidad de no vivir, por fin, en medio de la guerra; para un guerrillero raso, la posibilidad de reinsertarse de veras en una sociedad a la que no ha tenido oportunidades reales de pertenecer en otros términos. Y para un país injusto como el nuestro, lo justo sería aspirar a que un día si uno se sube a un taxi y el conductor se ufana de haber matado 36 personas como si hablara del clima, pueda uno llamar a la policía y no tener dudas de que se investigará, con eficacia, a ese posible asesino. O mejor, pensar que nunca hubiera podido alardear, porque hace años que estaría detenido.