Hace 720 años que el mercader más famoso de todos los tiempos descubrió el Oriente lejano para sus contemporáneos, de Constantinopla hasta Pekín. Pocos lo saben pero, aparte de traer las noticias de un mundo desconocido, le debemos uno de los hechos más decisivos: Colón no hubiera descubierto América de no haber leído a Marco Polo.
Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 1 de julio de 2018.
Corría el año 1298. Con 44 años, Marco Polo, mercader y viajero, estaba preso. Había regresado a Venecia tres años antes, después de 26 años en el reino de Yuan, a las órdenes del gran Kublai Khan, señor de los mongoles. Pero en una batalla por el dominio del Mediterráneo, al mando de un barco de guerra, cayó prisionero. Fue en ese cautiverio donde dictó sus recuerdos asiáticos, en una fortaleza de Génova que compartía con Rustichello de Pisa, un célebre escritor de novelas de caballería que terminaría siendo su escribano.
Desde Heródoto, que en el siglo V a. C. describió los territorios más allá de Grecia, y de los tiempos de los cronistas de Alejandro Magno que relataron las costumbres de Egipto, Asia Menor, Persia y los confines de la India, ningún viajero había ido tan lejos ni viajado tanto tiempo. Poco antes que Marco Polo, un fraile italiano y un embajador francés se habían adentrado en tierras mongolas. Pero sólo su testimonio gozó de una difusión tan exitosa: entre los siglos XIII y XIV, hubo una auténtica industria para distribuirlo. Aparecieron 85 versiones y fue traducido al latín, al alemán y al español. Esos libros eran manuscritos. Para tener un ejemplar, había que copiarlo del original o de reproducciones. Por eso, el contenido variaba de ejemplar en ejemplar, y se conocía con varios títulos: La descripción del mundo, El libro de las maravillas o Il Millione, que se usaba como sinónimo de exageración, porque el veneciano todo lo contaba en cientos y miles: el gran Khan tenía diez mil hombres a sus órdenes, miles eran los invitados a los banquetes y miles los puentes y edificios. Sus contemporáneos pasaron del asombro a la desconfianza, y la autenticidad de sus viajes todavía está en discusión.
La partida
Viajar, hoy, es un hecho natural, así como el relato de un viaje a Oriente o a cualquier lugar. Pero en aquel entonces, era en extremo difícil y estaba reservado a los pocos intrépidos que se arriesgaban a la aventura. Como explica el helenista Carlos García Gual, salir de los límites de Europa era enfrentarse a lo desconocido, tratar con gentes bárbaras que no hablaban el mismo idioma y tenían costumbres peculiares; una lejanía que, según la creencia general, estaba poblada de gigantes, unicornios, basiliscos, hombres con un solo pie o cabeza de perro. El itinerario debía trazarse a medida que el viaje progresaba. No había guías, los peligros eran cientos –asaltantes, pestes, guerras, hambre, climas inhóspitos– y era usual hacer un testamento antes de partir porque lo normal era que quienes se iban no volvieran nunca.
Así había sido el viaje desde la antigüedad y continuaba siéndolo cuando, en plena Edad Media, Marco Polo se aventuró hacia tierras asiáticas en compañía de su padre y su tío, que ya habían visitado Karakorum para establecer relaciones comerciales. Allí trabaron amistad con el soberano, que los mandó de vuelta a Occidente como emisarios ante el Papa Gregorio: el Khan quería que éste le enviara cien vicarios, expertos en las siete artes, para que fueran administradores en su gobierno y le demostraran por qué la cristiana era la mejor de las religiones. También quería que volvieran con aceite de la lámpara del santo sepulcro, por el que sentía devoción. Y los venecianos, tras cumplir su embajada, partieron de nuevo hacia el Oriente lejano en 1271, esta vez en compañía del joven Marco que acababa de conocer a su padre y tenía 17 años.
La travesía
Las cruzadas habían alentado la imagen de Oriente como un territorio de ensueño, rico en marfil, porcelana, alfombras, seda, especias, piedras preciosas, al tiempo que amenazador porque allí habitaban hechiceros, dragones, idólatras, invasores y herejes. Pero los Polo conocían las ventajas comerciales de la zona.
Así, y gracias a la Pax Mongólica –el periodo de estabilidad que atravesaron los territorios de Eurasia bajo el dominio mongol–, los venecianos partieron con destino a Ormuz, donde los barcos zarpaban del océano Índico hacia China. Pero una vez en el puerto, al constatar lo frágiles que eran las embarcaciones, prefirieron hacer el recorrido por tierra. Era el camino de la Ruta de la Seda, y lo emprendieron a pie, a lomo de burros, caballos y camellos. A veces viajaban con otros mercaderes, por seguridad. Hacían jornadas de hasta de 30 km a pie. Llevaban alimentos, cacerolas, cebollas, ajos, carne salada, quesos, agua, vino, harina para hacer pan. Y dormían en caravasares o tiendas de campaña hechas con pieles de animal, típicas de los mongoles.
En Bagdad, fueron atacados por bandidos. En Armenia, Marco se fascinó con las alfombras, “las más finas y hermosas del mundo”. En Irak lo sorprendieron los distintos credos que convivían pacíficamente y, en tierras persas, conoció la historia de los tres reyes magos que, según contó, estaban enterrados allí en cenotafios magníficos, en una región donde eran adoradores del fuego y profesaban el zoroastrismo.
Cada cosa era un descubrimiento, y todo eso fue lo que luego incluyó en su libro: las cumbres nevadas del Pamir, los budas gigantes del Tíbet, las minas de plata cerca de Tayikistán. Lo sorprendieron la costumbre de ciertos pueblos que incineraban a sus muertos (es normal que se escandalizara. Cristiano de la Edad Media, creía en la importancia del cuerpo para la resurrección). En Irán descubrió las piedras turquesa y lo sedujeron los cojines bordados de seda, cubiertos de flores y de pájaros. Cayó enfermo tras cruzar los vastos desiertos de sal en Afganistán y fue el primer europeo en intuir que las montañas más altas del mundo están en el Himalaya. Describió espléndidas ciudades antiguas, los oasis y desiertos del Taklamakán, de Gobi, las montañas bandadas de colores en Kashgar, el jade en Kotán. Nada de eso conocían sus contemporáneos. Eran las primeras noticias de todo aquello para los europeos. Hoy, 700 años más tarde, estas regiones siguen siendo desconocidas para la mayoría.
Verdades o mentiras
En el prólogo del Libro de las maravillas, Marco Polo asegura que sólo dice la verdad. Pero hay quienes ponen en duda su testimonio, como la británica Francis Wood, quien en su libro Did Marco Polo go to China? califica de sospechoso que no hubiera mencionado la ceremonia del té en China, la gran muralla, la costumbre de vendarles los pies a las mujeres, o que ningún archivo oficial del imperio mongol mencionara su nombre.
El libro incluye anécdotas inverosímiles. Como la del viejo de la montaña, que vive en un edén con ríos de vino, miel, leche, agua y mujeres hermosas. O su alusión al Preste Juan, un mítico patriarca de Oriente del que nunca se ha comprobado su existencia. Habla de dunas cantoras que interrumpen el silencio del desierto, de unicornios en Java y de la tumba de Adán en Ceilán. Camino de Kurdistán, pasa por el monte Ararat, donde asegura haber visto a lo lejos los restos del arca de Noé. En Madagascar, además de leones y leopardos, dice que habitan los grifos, pero los reduce a aves gigantes. Cuenta de pueblos antropófagos y de otros que prestan sus mujeres a los extranjeros y hacen sacrificios humanos. En Andamán ubica los hombres con cabeza de perro.
Pero hay quienes lo justifican. Borges decía que, así como no hay camellos en el Corán, por ser una presencia cotidiana, puede que a Marco le pasara lo mismo con la muralla, y describirla le resultara un pleonasmo. El geógrafo español Eduardo Martínez de Pisón explica que no pudo verla porque fue a Pekín desde el suroeste. Además, en el siglo XIII, estaba en ruinas, y la estructura actual es obra de la dinastía Ming, del siglo XVI. De hecho, tampoco la mencionan otros viajeros que luego recorrieron esa zona.
Con el tiempo, sus historias más bien se confirman. El aceite negro que describió en Asia Central, “que no sirve para cocinar, pero sí para quemar”, es el petróleo de Bakú, pozos de los que todavía se extrae hidrocarburo. Descubrió el valor de “las piedras negras que arden”, el carbón. Los animales con cuerno en la frente sí existían, eran rinocerontes, así como los hombres que vivían en el mar, que no eran sirenas sino pescadores de perlas entrenados en apnea. Hasta las dunas cantoras se han confirmado: hay desiertos que emiten fuertes sonidos, cuando chocan sus granos de arena y entran en resonancia. Y también es posible que Rustichello, su escribano, incluyera la ficción. Al fin y al cabo, era un fabulador profesional.
En últimas, es un libro de Maravillas, como era habitual en la Edad Media, pero también una estupenda guía del mundo. Pero aún en el lecho de muerte, lo seguían acusando de mentir. Cuando sus amigos le dijeron que era su última oportunidad de confesarlo todo, contestó: “No conté ni la mitad de lo que vi”.
América por Marco Polo
Hubo un hombre que sí creyó cada letra que había escrito el mercader; un almirante nacido casi 200 años después en la ciudad donde Marco había estado preso. La pax mongólica había terminado. Los otomanos habían tomado el control de Constantinopla y el comercio terrestre de los productos asiáticos dependía de costosos intermediarios en Oriente Medio. Por eso era urgente establecer una ruta marítima para ese mercado, una vía directa entre las costas de Europa y Asia. Y Colón salió a establecer esa ruta.
El genovés, último viajero medieval, se documentó con relatos antiguos, de viajeros y cruzadas. Libros que mezclaban realidad y fantasía, pero para él todo era información. Había leído especialmente Il Millione y así partió rumbo a las Indias, en busca de los tesoros que había descrito Marco Polo. Su ejemplar anotado en los márgenes reposa en el Archivo de Indias de Sevilla, y en cada página, como si se tratara de una Lonely Planet, señalaba los tesoros a encontrar: unicornios, grifos, elefantes. Lapislázuli, perlas, marfil, turquesas. Y en ese intento de llegar hasta Catai, Mangi y Cipango (Japón), descritas por el veneciano como ricas en oro y piedras preciosas, se topó con América.
El descubrimiento marcó una nueva era, “del tiempo del Este al tiempo del Oeste, del tiempo de las caravanas al de las carabelas”. Pero no hubiera habido hallazgo si dos siglos antes, un comerciante en Venecia no hubiera dictado sus viajes maravillosos.
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Un visionario gran señor
Kublai Khan, el soberano que recibió a los Polo, “no era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado; rostro muy blanco, adecuadas facciones y mejillas del color de la rosa”. Convirtió una dinastía guerrera en epicentro del comercio y el saber. Unificó Asia bajo sus dominios, su imperio de 60 millones de súbitos contaba con un sistema de seguridad social que proveía comida y vestido a los pobres, canales que comunicaban el norte y el sur, postas que permitían el correo en toda Asia y papel moneda: Marco fue el primer occidental en hacer referencia al uso de billetes, que se implementó en Europa apenas cuatro siglos después.
Nieto de Gengis Khan, fue también un hombre educado en la filosofía de Confucio, que comprendió que la guerra suponía un daño irreparable para la agricultura y traía pobreza y disturbios. Por eso, en lugar de fortalecer el ejército e incentivar el gasto militar, se dedicó a mejorar el agro, la infraestructura y a apoyar la cultura. Respetaba todos los credos e invitaba sabios para que lo asesoraran en las materias que desconocía y necesitaban atención.
Nuestras deudas con el mercader
Gracias a Marco Polo, Occidente conoció la fisonomía y las costumbres de las ciudades de Asia Central, sus gobernantes y guerras, los grandes palacios de Xanadú y Cambaluc –actual Pekín–, el interior de China con sus ríos Azul y Amarillo, las costas asiáticas, las del golfo de Bengala, las africanas e incluso las tierras escandinavas y rusas que habían conocido su padre y su tío. Habló de grandes cachalotes que atacaban barcos y de la pesca de ballenas; de panteras negras, el ébano, los bosques de bambú del oso panda, la recolección de la pimienta, el uso de mosquiteros en la India, la leyenda de Buda, la meditación y ascetismo de los monjes tibetanos, los brahmanes y los yoguis, los rituales que inspiraron a los misioneros cristianos a idear el Rosario, las primeras descripciones de Sumatra y de un rumiante con cuernos gigantes que hoy se conoce como carnero Marco Polo.
Y no sólo inspiró a Colón. Su relato es el referente de Julio Verne para Claudio Bombarnac, de Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles, de Umberto Eco en Baudolino y de Oscar Wilde en El retrato de Dorian Grey. También, al parecer, Shakespeare se inspiró en un pasaje de su libro para Macbeth.