El Comandante

La diáspora intelectual venezolana

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Escritores, músicos, comunicadores y artistas emigran de Venezuela porque en el régimen de Nicolás Maduro solo el oficialismo tiene voz, y ellos no quieren guardar silencio.

No me despedí de nadie”, dice Lisa Marcela Mata, profesora de Historia y Geografía. Vive en Medellín tras haberse vuelto incómoda para el gobierno de Nicolás Maduro. Trabajaba en el Liceo Andrés Bello, uno de los principales centros educativos de Caracas. Pero cuando cuestionó las políticas que convertían al liceo en una especie de conejillo de Indias del régimen, pasó de docente a opositora, el término más usado en Venezuela para designar a todo aquel que alza la voz contra el oficialismo.

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Lo mismo les pasó a varios actores venezolanos de la serie El comandante, que hoy viven en Bogotá. Interpretar la historia de Hugo Chávez les costó la incertidumbre de no saber si podían regresar. No hay una medida oficial que vete su entrada, pero el segundo del régimen, Diosdado Cabello, a finales de 2016, aseguró en televisión que los involucrados en la serie –escrita, entre otros, por el intelectual Moisés Naím– deberían enfrentar un juicio por traición a la patria si regresan al país.

Transmitir El comandante pasó a ser ilegal en Venezuela. El gobierno tumbó la señal de RCN y TNT, que la emitían. Maduro aseguró que “atentaba contra el legado de Chávez” y la Comisión Nacional de Telecomunicaciones desplegó en las redes la campaña #AquíNoSeHablaMalDeChávez para denunciar cualquier intento de desprestigiar al fallecido presidente. Sony Pictures, tras recibir denuncias como la de Marisabel Rodríguez, exesposa de Chávez, informó a los actores del peligro que corrían si decidían volver.

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El escritor Ibsen Martínez ahora espera envejecer en Bogotá. Cuenta que a mediados de 2014 publicó una columna satírica en el diario TalCual, sobre un alto cargo militar. La consecuencia fue una denuncia penal por difamación que le exigía a la Fiscalía congelar sus cuentas. “No hay exilio, sino exiliados. No he sido perseguido sistemáticamente, pero sí he tenido mis batallas contra el chavismo”.

También es conocido el caso de Tulio Hernández, el periodista que Maduro quiso enjuiciar por llamar a los jóvenes a defenderse de los ataques militares en las revueltas de 2017. El comunicador de 61 años tuvo que cruzar de incógnito la frontera y luego viajar a España donde es, como escribe Juan Cruz, “viajero a su pesar”, igual que tantos compatriotas suyos que viven hoy en la diáspora.

Lo que impulsa la partida

No todos salen por persecución. Leo Campos, escritor y periodista, se marchó cansado de la crisis. Temía verse encerrado en un país donde las aerolíneas han reducido o suspendido sus vuelos (Avianca, Aeroméxico y Lufthansa, entre otras, ya no operan en el aeropuerto de Maiquetía) y los costos de los pasajes se han vuelto imposibles: por un trayecto Caracas-Bogotá se han registrado tarifas de hasta 17 millones de pesos.  

Según Frank Baiz, guionista y exdirector de Investigación de la Cinemateca de Venezuela, quienes no comparten la ideología del gobierno todavía pueden expresarse, no hay una política que pueda calificarse de “acoso intelectual”, pero sí un problema más básico: la supervivencia. “Es muy difícil crear en condiciones tan adversas. La crisis es más humana que sociocultural”, asegura. El país pierde su talento y los que se quedan apenas sobreviven: resulta difícil gastar lo que vale comer en una entrada de cine o teatro. Aun así, “la avidez por la actividad intelectual es inextinguible, y eso ha dotado a la producción artística de una gravedad y un sentido trágico que no tenía”, asegura Martínez. La cultura persiste como espacio de respiración y resistencia.

Pero las cifras de la crisis cultural hablan por sí solas: en 2017, nueve grupos se retiraron del Festival de Teatro de Caracas como protesta por la represión y la escasez. Los productores de cine no pueden recuperar en taquilla los cerca de 650.000 millones de bolívares que cuesta hacer una película. Los espacios culturales se politizan –como la Cinemateca Nacional, que ahora se limita a la propaganda política–. Se han reducido las importaciones de libros. El oficialismo capturó la televisión.

El teatro restringe su actividad nocturna por la inseguridad mientras intenta adaptarse a horarios diurnos y migrar a espacios más seguros. Los periódicos se cierran no solo por censura, sino por falta de papel –en 2008, Venezuela pagaba a Estados Unidos 65 millones de dólares por importaciones de papel, y en 2017, apenas 4 millones, según cifras del gobierno norteamericano–. El apoyo estatal a la cultura y la ciencia disminuye, lo que supone el desamparo de museos, festivales, bibliotecas. Y el premio Rómulo Gallegos, que obtuvieron en su día Vargas Llosa o García Márquez, ya no entrega al ganador los 100.000 dólares que lo acompañaban.

La esperanza se disipa para los que se quedan, dice Baiz, y los que emigran viven el nuevo comienzo con incertidumbre. Un despojo, como en el cuento de Cortázar: “Una suerte de ‘Casa tomada’ donde sientes que hay unos espíritus que te quitaron todo y ahora estás en otro lugar”.

No era un país de emigrantes

“Yo no quería irme. Venezuela no es un país del que se emigra. O no lo era”. Rosa Clemente es escritora y llegó a Bogotá con su familia huyendo de la inseguridad: “Si yo puedo volver a caminar como antes, regreso a reconstruir. No me importa hacer fila para comprar un pan, con tal de que no me maten”. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, se trata del segundo país más violento del mundo que no está en guerra, después de El Salvador: para finales de 2017, la tasa de homicidios era de 89 por cada 100.000 habitantes. El sociólogo Tomás Páez asegura que hay 2,8 millones de venezolanos en la diáspora.

Pero no era una tierra de migrantes. Desde que Colón llegó a sus costas, ha sido la puerta de Suramérica. En la primera mitad del siglo XX, el país vecino ejerció una política de puertas abiertas, por la que entraron miles de extranjeros, sobre todo europeos. Y entre 1970 y 1990, cerca de 2 millones de colombianos se instalaron allí motivados por el bolívar fuerte y la bonanza petrolera. Pero la tendencia se ha invertido. Migración Colombia registra 550.000 migrantes entre legales e ilegales, pero de la “diáspora calificada” no se manejan cifras concretas.

El maestro Jaime Martínez tiene 54 años y toca el oboe. Su historia está ligada al Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela, cuyo impacto se mide por los más de 350.000 jóvenes que lo conforman y el reconocimiento de la Orquesta Simón Bolívar como una de las mejores del mundo. Pero el Sistema tampoco se salva de la crisis. Muchos de sus músicos viven en el exilio. Su salario no supera los 10 dólares al mes y su director, Gustavo Dudamel, prefiere no volver a Venezuela por miedo a represalias. Las importaciones de instrumentos se han reducido un 97 por ciento en los últimos 10 años. Y el gobierno, principal financiador del Sistema, ha suspendido las giras casi en su totalidad.

Y hay músicos perseguidos. “Los regímenes totalitarios se centran en los deportistas y los músicos porque tenemos acceso a los medios. Y eso los pone muy nerviosos”, dice Martínez, que fue director de Artes en el Consejo Nacional de la Cultura. Hoy es músico principal de la Filarmónica de Medellín y profesor universitario, y cuenta que emigró hace dos años para proteger a su familia: un día de 2015, sin avisar a nadie, salió con las pocas pertenencias que cabían en su camioneta. El viaje tardó cuatro días, hasta cruzar la frontera de San Antonio del Táchira. Hoy sigue radicado en Medellín, donde acaba de recibir su pasaporte tras un año de espera, lo que le impidió, entre otras cosas, aceptar invitaciones para representar a su país. “Venezuela está secuestrada”, dice, y no regresará hasta que caiga el régimen.

Los intelectuales y las dictaduras

Los regímenes iberoamericanos del siglo XX forzaron a intelectuales y artistas a salir de sus países: el franquismo exilió a la generación del 27. Neruda, Cabrera Infante y García Márquez sufrieron persecución política. Hoy, inspirados por la dictadura castrista, primero Chávez y ahora Maduro prefieren que los disidentes se vayan: así la resistencia se debilita, la oposición disminuye. “Nadie tiene más interés en que las emigraciones continúen que la propia dictadura”, dice Miguel Henrique Otero, director de El Nacional de Caracas que ejerce también desde el exilio.  

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados cifró en más de 100.000 los venezolanos que solicitan asilo en el extranjero, una cifra comparable con el drama sirio y de Myanmar. Se habla sobre todo de inmigrantes que ejercen trabajos precarios, pero no del tejido intelectual que pierde el país. Según el sociólogo Iván de la Vega, entre 1960 y 1980, Venezuela enviaba masivamente a sus nacionales a formarse en Europa y Estados Unidos. Pero la crisis ha obligado a esos profesionales a emigrar, muchos no vuelven, y el país pierde el capital cualificado que formó durante décadas. “Es una pérdida difícil de contabilizar. Son demasiados, distribuidos en los 5 continentes. Apenas se inicie la transición, uno de los primeros desafíos será estimular el regreso de los que han huido”, escribe Otero.

La idea del regreso

Emigrar es un acto natural para intelectuales y artistas. Pero cuando tienen que marcharse a la fuerza, el arte y la palabra se convierten en forma de lucha y en un modo de mantener su lugar en el mundo. Muchos desean volver por un factor común: la nostalgia. Nadie puede llevarse a toda su familia, a sus amigos ni a sus muertos. “Me despedí de Caracas, pero de algún modo sigo en Venezuela. Pienso en Venezuela, leo sobre Venezuela”, dice Campos, igual que Sinar Alvarado, periodista, quien asegura que la vida del migrante es una esquizofrenia: vive en dos lugares y en ninguno.

La distancia les ha cambiado la mirada. Les ha dado una “sabiduría desengañada”, según Ibsen Martínez. “Me ha permitido ser objetivo y realista, que en este caso equivale a pesimista”, dice Baiz. Algunos incluso renuncian a la idea de patria. ¿Los intelectuales y artistas necesitan una? Muchos no regresarán. No es extraño cultivar la añoranza y reescribir los territorios desde fuera. Los inmigrantes arriesgan su identidad al marcharse y a veces la pierden. Como dijo Descartes: “El que emplea mucho tiempo en viajar acaba por ser extranjero en su propio pai´s”. Pero la extranjeridad es una forma de lucidez. Y esa es la que pierde Venezuela con sus cerebros en la diáspora.

Publicado en la Revista Semana, domingo 4 de marzo de 2018.