Prometeo

Prometeos

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Pregunté por Orwell. Se quedaron callados. Luego hablé de Nefertiti y dos alumnos se apresuraron a buscar ese nombre en Internet. Otro día proyecté Las Meninas para explicar alguna de las maravillas que hizo Velázquez y casi todos me miraron estupefactos: era la primera vez que alguien les hablaba de ese cuadro. Luego me atreví con el boom latinoamericano. Di por hecho que, en Colombia, estaba diciendo una obviedad y, estando en Medellín, también Tomás Carrasquilla. Pero la que me quedé perpleja fui yo.

Recuerdo que hace varios años el editor Camilo Jiménez renunció a su cátedra en la Universidad porque no conseguía comunicarse con sus alumnos, todos nativos digitales, esos que, según explicaba, dicen leer mucho, pero en Internet (y ya sabemos cómo y qué se lee en Internet); chicos sin conocimientos básicos del idioma, que no saben lo que es la soledad ni la introspección y carecen de espíritu crítico, de curiosidad. 

Yo en su día defendí su posición. Me resultaba natural que un profesor tirara la toalla después de años de pelear contra la apatía, la indiferencia, la ignorancia. De hecho, también me parecían un poco zombis esos jóvenes apenas diez años menores que yo, lectores de tweets y estados de Facebook pero incapaces de poner bien una tilde, una coma, o de sostener un libro más de veinte minutos entre las manos. 

Pero entonces yo no me dedicaba a enseñar. Y ahora que veo todos los días esas taras en mis estudiantes, me pregunto quiénes son los ladrones que los privaron de la emoción que producen el saber y la palabra. No creo que sean sólo la televisión, Internet o los videojuegos –de los que incluso soy fan porque desarrollan inteligencias varias–. Tampoco los teléfonos inteligentes –aunque es verdad que esos aparaticos nos han convertido en receptores pasivos y rebotadores de mensajes, anulando nuestra condición de creadores, como escribió Pedro Sorela hace unas semanas–. 

Creo que buena parte de la responsabilidad es de los profesores. Mi amigo M. me contó una vez su entusiasmo cuando descubrió, ya mayor, a Antonio Machado. En el colegio le habían hablado de un poeta andaluz que murió en Colliure, miembro de la Generación del 98, de la que tampoco sabía nada. Eso era lo que evaluaban en el examen, como si Machado tuviera algo que ver con la Wikipedia. ¿Por qué ningún profesor le habló del olmo seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, que espera un milagro de la primavera?

Hice el experimento en mi clase. Hablábamos de periodismo, pero para enseñarles el poder que puede tener una frase, leí a Machado en voz alta. Luego, el comienzo del Aleph de Borges, desmenuzando cada palabra. A mis alumnos les brillaban los ojos. No eran esos chicos apáticos que describía Jiménez, de hecho ninguno encaja en su descripción. Es verdad que no puedo dar por sentado el Boom, casi ningún escritor o cosas tan elementales como la ortografía y la sintaxis. Pero hoy, aunque sigo entendiendo las razones para marcharse de ese profesor decepcionado, yo decido jugar la partida con esas bases precarias.

El salón es una maqueta de la sociedad. Existe el profesor tirano que lo sabe todo y al que nadie puede rebatir –muy parecido a tantos políticos–; el impostor que no prepara sus clases y estafa a sus estudiantes cuando resuelve su hora con una película; el profe laxo que también lo es en la vida cotidiana, blando, capaz de relativizar la norma si le conviene en un momento dado. Hay estudiantes que maquinan sistemas sofisticados de plagio y que serán más adelante dirigentes, empresarios, ciudadanos corruptos; el alumno mediocre, luego empleado mediocre o jefe mediocre rodeado de mediocres; el esforzado al que al final le salen bien las cosas; los buenos, muy buenos, tan escasos que sobresalen de inmediato. Cada uno decide su papel en el engranaje.

Pero me importa sobre todo ese brillo que veo en mis alumnos porque es un síntoma: todavía es posible pellizcar su curiosidad, su capacidad de abstracción y de imaginar, que son las condiciones mismas de la libertad. Veo como un privilegio asistir al nacimiento de tantas cabezas, porque la universidad es el lugar para aprender a pensar, como escribió David Foster Wallace. Y siento como un mandato conseguir que esa chispa se convierta en llama, porque una vez encendida, como sabía Prometeo, ya no se apaga.

*Publicado en el periódico El Mundo. Marzo 12 de 2015.