Escribir

Escribir, para qué

Me decía el otro día un amigo periodista que estaba cansado de escribir en el periódico. Tiene una columna semanal y conversábamos sobre lo mucho que cuesta elegir el tema, encontrar un enfoque original y afinar las teclas que emocionen y activen la memoria, la imaginación y el pensamiento crítico de los lectores, ya de por sí saturados con demasiados artículos, posts, tweets y comentarios en las redes sociales. Me decía mi amigo que a veces hasta se plantea dejar el periodismo, por puro cansancio de hablar de lo mismo que habla todo el mundo todo el tiempo, devaneos tantas veces inútiles y sin importancia cuando ahí afuera, en este mundo tan jodido, pasan tantas cosas tremendas.

Como él, todos los que tenemos una tribuna pública nos hemos preguntado más de una vez el por qué de estos espacios, en los que hay un poco de todo y mucho de nada. Demasiadas babitas, como me gusta decir a mí, empezando por las mías. Pero yo, cada vez que tengo dudas, sé que debo volver a los clásicos. Uno relee a los maestros del oficio –a Capote, a García Márquez, a Kapuscinski, a Tomás Eloy– y se acuerda de que escribir es tener la suerte de ser testigo del presente y poder entrevistarlo de primera mano. También de la importancia de contar historias, del deber de interrogar la realidad para encontrarle sentido, de la responsabilidad de contar bien el cuento de lo contemporáneo para que el tiempo no borre los matices, de encontrar la historia de ese hombre que, como decían Borges y Hegel, puede ser la historia de todos los hombres.

Esta semana, en una de esas relecturas, encontré un texto que viene a cuento de esas dudas de mi amigo, mías, de tantos. Se trata de la «Carta al General X», que escribió en julio de 1943 el piloto y escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, el día que se embarcó en un convoy americano con destino a África del Norte, en una escuadrilla de las tropas aliadas en plena batalla contra el nazismo. Y hoy quiero compartir aquí un trozo de ese texto no a modo de respuesta, sino más bien como látigo no sólo para quienes escribimos sino para todos esos que dicen que quieren escribir, para que al sentarnos frente a la página en blanco no nos abandone esa duda del por qué y para qué de esa escritura. Porque esa duda es, en realidad, muy positiva: si no nos abandona, eso significa que no escribimos por vanidad, sino pensando en los otros. Porque está claro que un texto tiene el poder de cambiar la vida de un lector, incluso de cambiar muchas cosas allá afuera, en este mundo tan jodido en el que pasan y seguirán pasando cosas. Aquí el texto del francés:

“Es imprescindible hablar a los hombres (…) Qué bien se portan, qué tranquilos están estos hombres agrupados (…) Al hombre de hoy se le mantiene tranquilo dentro de su ambiente, con un juego de pelota o con el bridge. Estamos castrados de una forma muy curiosa. Parece que por fin somos libres. Pero nos han cortado los brazos y las piernas y después nos han concedido la libertad para marcharnos. Yo odio esta época en la que, bajo el totalitarismo universal, el hombre se convierte en ganado afable, educado y tranquilo. ¡Y nos venden eso como progreso moral! (…) ¿A dónde vamos nosotros en esta época de funcionariado universal? Hombre robot, hombre termita, hombre que oscila entre el trabajo en cadena y el juego de naipes; hombre castrado de todo su poder creador y que ni siquiera sabe crear, desde lo hondo de su aldea, ni una danza ni una canción; hombre al que se alimenta con una cultura estándar, como se alimenta a los bueyes con heno. Eso es el hombre de hoy (…) y cuando se haya ganado la guerra, se planteará el problema fundamental, el de nuestro tiempo: el del sentido del hombre, y no existe una respuesta preparada, y yo tengo la impresión de estar acercándome a la más sombría época de la historia del mundo (…) por eso, si salgo con vida de este trabajo necesario e ingrato, sólo tendré un problema, ¿qué se puede, qué se debe decir a los hombres?”

Nuestro deber es seguirnos haciendo esa pregunta todo el tiempo.

Vocación

¿Alguien que no haya visto nunca un partido de fútbol se plantearía la posibilidad de ser futbolista? Pensemos en un chico que no conoce a Messi ni Pelé ni a Maradona. No en vivo, no en la televisión. Este niño no ha sentido rodar un balón entre sus piernas; nunca se ha juntado con un grupo de amigos a intentar combinar unas cuantas jugadas que terminen con la pelota dentro de un arco hecho de hierro o de palos, de piedritas o camisetas. Estoy segura de que ese chico nunca consideraría ganarse la vida en una cancha.

Creo que funciona así para casi cualquier profesión. Alguien que sueña con ser cocinero deberá, como mínimo, ser un fanático del paladar; diferenciar, así sea en su forma más empírica, el olor de la canela del de los calvos, la albahaca fresca del cardamomo o el tomillo. El que sueña con ser piloto se ha entusiasmado con la estela de un avión a lo lejos; el bombero tiene vocación de salvavidas, igual que el médico; el arqueólogo ha visto al menos un documental en Discovery y es probable que los huesos de dinosaurio le entusiasmaran cuando era niño. 

Por eso me pregunto por qué será que hay tanta gente que quiere ser periodista y escritor cuando no ha tenido ningún contacto con las palabras. Personas que no leen libros, que no compran periódicos. Que dicen “yo quiero escribir” pero no conocen los clásicos –los Messis, los Maradonas de la literatura–; todos esos que en el fondo, aunque no lo confiesen, se aburren cuando leen; se quedan dormidos. Y en una tarde de lluvia encienden la televisión porque no tienen en su casa nada que se parezca a una biblioteca. 

La primera sorpresa que me llevé como profesora fue comprobar que mis alumnos de periodismo no saben quien es Orwell ni Talese, Hersey, Wallraff o Thompson. Colombianos, no conocen al García Márquez periodista y ninguno se ha fascinado con una crónica de Alberto Salcedo antes de entrar a la Universidad. The New Yorker, Etiqueta Negra, Gatopardo, El Malpensante, The Economist apenas las han oído mencionar –casi ninguno ha tenido un ejemplar en la mano ni un artículo abierto en su pantalla–, pero eso sí, todos quieren escribir, y sobre todo opinar. Pero informar, ¿quién quiere?

Ya no hace falta siquiera que lleguen a las redacciones para desilusionarse con el oficio en cuanto algún redactor jefe mediocre los ponga a escribir noticias que no son más que versiones de lo que ya aparece en otros sitios, y el resto del tiempo a cortar, pegar, comprimir o reproducir notas de prensa. Hoy, buena parte de los periodistas en formación son gente que no puede perder la emoción básicamente porque nunca se ha emocionado. ¿Salir a la calle a buscar noticias? El pedido les suena como de otro planeta. ¿Pasar meses reporteando un tema? No les cabe en la cabeza en el remolino permanente de tweets y posts al que están acostumbrados. 

Esta semana leo con estremecimiento sobre el asesinato del reportero Rubén Espinosa en México al tiempo que varios análisis sobre la crisis del periodismo y la muerte de la prensa en papel y lo que me pregunto es cómo hacer para volver a graduar de las facultades nuevas generaciones de periodistas apasionados, de esos que se excitaban con Primera Plana o aspiraban a vivir en carne propia esa escena memorable de “paren las rotativas”. 

Este oficio que se paga poco, mal y tarde, en el que damos todos los días peleas perdidas y en el que tantos arriesgan la vida, solo sobrevivirá si quienes lo ejercemos creemos en la importancia de palabras para contar historias que importan. Como dice Julio Villanueva, periodistas que no cuenten lo que sucede, sino lo que parece que no sucede. Periodismo intencional, como escribió Kapuscinski: que se fija un objetivo e invoca un cambio. Un oficio que no es un circo para exhibirse sino un artefacto para pensar, para crear, para ayudar a los otros a tener una vida más digna y menos injusta, como enseñó Tomás Eloy Martínez. 

La crisis de la prensa no es culpa, como se dice, de que la gente no tenga tiempo para leer, porque todo el mundo se las arregla para informarse de lo que le interesa. La culpa tampoco es de Internet. El problema, quizá, es solo que se necesitan más periodistas con vocación, más Espinosas. Y la prensa no muere cuando en la esquina de alguna redacción o en el escritorio remoto de un freelance existe todavía uno de ellos.

Publicado en el periódico El Mundo. Agosto 12 de 2015.