Verdad

Creer y pensar

En su ensayo Creer y pensar, publicado en 1940, José Ortega y Gasset explicó las principales diferencias entre el concepto de “idea” y el de “creencia”. Ya sabía el filósofo que ambos tienden a confundirse, y ello impide la comprensión real de los hombres y las épocas. 

Para Ortega, las creencias son aquellas convicciones que están en nosotros mucho antes de que nos ocupemos de pensar: “No son ideas que tenemos, sino ideas que somos, son nuestro mundo y nuestro ser”. Las ideas, por el contrario, son aquellas que el hombre produce, sostiene y discute luego de un ejercicio de pensamiento, de una operación intelectual. 

Por eso son las creencias las que configuran nuestra realidad, mientras que las ideas son esas que se corresponden –o dudan– de esa noción de realidad. Un ejemplo: durante siglos, el hombre creyó que el sol giraba alrededor de la tierra. Creyó. Y esa creencia configuraba su mundo, esa era su verdad. Sin embargo, un día vino alguien a desmentir aquello, y la verdad comenzó a ser otra. 

Así ha sucedido también con el origen del universo, el concepto de Dios, la muerte y todas las verdades que el hombre necesita para asentar su mundo. Primero fue el mito, que en las sociedades arcaicas no consideraban ni invención, ni ficción, sino historia verdadera, y luego la ciencia, la filosofía y la literatura han intentado otras respuestas posibles. Es por eso que las verdades van cambiando con el tiempo, cuando alguien propone una noción “idealmente más firme”, como escribió el filósofo español. 

¿Y si fuera la tierra la que gira alrededor del sol? se preguntó un día Copérnico. Y ya se sabe: un solo cuestionamiento basta para cambiarlo todo. Es así como la duda se ubica en el origen de las ideas. Mientras la fantasía y la imaginación inventan ese mundo que llamamos “verdad”, la duda inquieta, cuestiona, desestabiliza. 

Pero nótese que en la base de todo está la palabra, porque es en ella donde reside el pensamiento y la inteligencia, pero también nuestra capacidad de imaginar,  abstraer y crear, las condiciones mismas de la libertad. Ortega decía que para entender a un hombre o una época hay que comprender primero cuáles son sus creencias, pero yo diría más bien que lo primero que hay que conocer es cómo es, para esa persona o momento histórico, su relación con la palabra. 

¿Y cómo es la nuestra? ¿Qué dice de nosotros el hecho de que despreciemos el lenguaje hasta apocoparlo en emoticones y asteriscos? ¿Que la ortografía parezca una ciencia muerta y el plagio sea lo habitual cuando se le pide a alguien escribir un texto propio? ¿Que endulcoremos todo el tiempo la realidad con frasecitas rimbombantes que, de tan ridículas, tienen que ser falsamente atribuidas a García Márquez y a Borges? ¿Que la gente sea cada vez menos capaz de describir sin adjetivos como “increíble” o “espectacular”, gastadísimos de tanto usarlos? ¿Que ya casi nunca salgamos de las ideas preconcebidas, el lugar común y los clichés, al punto de que ni nos damos cuenta cuando los usamos? ¿Que leamos tan poco y tan mal? ¿Que hayamos ido perdiendo a toda velocidad la destreza narrativa, la oralidad y el contar historias que nos hace humanos? ¿Que hayamos olvidado que la literatura, la verdadera –no confundirla con todo lo que viene empastado y en forma de libro– tiene poder simbólico pero también real, capaz de transformar la realidad? ¿Que sigamos cayendo en la trampa de la objetividad, la metáfora mediocre y las historias con moraleja y moralina? 

Dice mucho más de nosotros y de nuestra época la respuesta a todas esas preguntas que cualquiera de nuestras creencias. La ruptura lenta pero real de nuestra relación con el lenguaje –ese que deja huella en la memoria y nos salva de la alineación y del olvido, y ese en el que radican la duda y la idea– importa mucho más que si Dios ha muerto o que la tierra ya no gire alrededor del sol sino de un montón de gadgets, máquinas, aparatitos. 

Publicado en el periódico El Mundo. Diciembre 3 de 2015.

Mentirosos

Cuentan los libros de viaje que a comienzos del siglo XIX el Rey de Siam pasó toda una tarde en su palacio escuchando los relatos del embajador de Holanda en su reino. Eran historias del país europeo, un lugar lejano y extraño para el rey del sudeste asiático y sus súbditos, que lo escuchaban con atención. “A veces —dijo el embajador— en Holanda el agua se enfría tanto que los hombres caminan sobre la superficie. Se vuelve tan sólida que incluso un elefante podría caminar sobre ella”. Al oír esto, el rey lo interrumpió de golpe: “Hasta ahora he creído todos las cosas extrañas que me has contado, porque te he considerado un hombre sabio y limpio. Pero después de oírte esto último, ya no. Ahora estoy seguro de que me has estado mintiendo todo este tiempo”.

Vivimos en tiempos en los que la gente se muestra fanática de la verdad como si se tratara de algo indiscutible como el día y la noche: se exige verdad a las Farc para con las víctimas; una mujer celosa pide a su marido –la oí esta mañana desde mi ventana– que le diga toda la verdad sobre una supuesta infidelidad de la que le acusaba a gritos enloquecidos; unos piden verdad al presidente, otros al expresidente; estamos llenos de comisiones de la verdad, de predicadores de la verdad histórica y de críticos literarios que acusan a unos escritores por mentir, según ellos, de forma peligrosa –como a Houellebecq por suponer un escenario político islamizado en la tierra de la igualdad, la libertad y la fraternidad–.

Pero quizá habría que empezar a desconfiar de ese fanatismo de la verdad tan extendido. Desde que San Juan escribió en su evangelio eso de “la verdad os hará libres”, en nombre de esa idea, y de quien la tiene y la predica, nos hemos matado y declarado la guerra; se sublevan los pueblos, se crean religiones y se rompen amistades y parejas. 

Hace unos meses, cuando apareció en la vía La Mesa-Bogotá una valla que promocionaba la cuenta del expresidente Álvaro Uribe en Twitter como “la verdad completa”, muchos escribieron en las redes sociales que no hay nada más peligroso que aquel que se siente dueño y poseedor de la verdad. Estoy de acuerdo. Y por eso no es que quiera empezar aquí una cruzada en favor de la mentira, sino recordar que la verdad, como decía Nabokov, es una palabra que no significa nada sin comillas, que siempre necesita contextos y depende no sólo de quien la plantea sino de quien la escucha. Como dijo Picasso, de haber una única verdad, no sería posible pintar cientos de cuadros sobre un mismo tema. Y por eso tampoco hay que perder de vista que lo verdadero no es necesariamente lo verosímil, como escribió Maupassant y como ocurre en la historia del Rey de Siam y el embajador holandés, que no mentía pero a los ojos del soberano resultó un auténtico mentiroso. 

*Publicado en el periódico El Mundo. Junio 4 de 2015.