El Buque ARC Gloria, la universidad flotante en la que los jóvenes de la Armada Nacional aprenden a leer las estrellas y a vivir en el mar, cumple 50 años esta semana.
Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 4 de marzo de 2018.
Los marineros no siempre nacen junto al mar. El pirata Francis Drake vino al mundo en Tavistock, un pueblito del condado de Davon en Inglaterra, y Américo Vespucio lo hizo en Florencia, a la orilla del río Arno, muy lejos de la costa italiana.
Muchos de los tripulantes del Buque Gloria también decidieron hacerse a la mar desde tierra seca. El guardiamarina Andrés Umaña, por ejemplo, ni había pisado antes una playa. “En mi ciudad solo hay un río y me olía mal”, dice. Él nació en Cali y cuenta que terminó en la Marina solo porque quería ser militar. Jamás pensó que iba a hacer lagartijas en el bochorno del mediodía de Cartagena ni a entrenarse para ser oficial en la costa Caribe. El caso de su compañera
Juliana Álvarez, también estudiante de último año en la Escuela Naval de Cadetes, es parecido. De Riosucio, el municipio caldense entre la ladera de los Andes y la ribera del Cauca, ella había oído las anécdotas de unos primos lejanos, miembros de la marina mercante, pero decidió empezar una vida entre fragatas, barcos y corbetas sin haber leído siquiera una historia de piratas.
Álvarez y Umaña, junto a otros 74 cadetes y un grupo de oficiales y suboficiales al mando del capitán de navío, Mauricio Echandía, pasaron 167 días a bordo como parte de su último año de estudios.
Ellos coinciden en que esta travesía de casi seis meses es un premio, pero se trata, sobre todo, de un viaje de formación: 24 días en puerto, y el resto, clases. El Gloria es una extensión de la Escuela Almirante Padilla, en la que los cadetes aprenden a leer las estrellas y orientarse con las constelaciones, maniobrar velas y cabos, controlar averías, descifrar cartas de navegación, utilizar barómetros, compases, sextantes, catalejos y GPS, reconocer la fuerza del viento y las mareas, identificar las luces de otros barcos, el lenguaje de las banderas marinas y los tipos de faros.
Parece el salón ideal, entre el cielo y el agua, y al mismo tiempo involucra las dificultades de convivir con compañeros de otros semestres –con las respectivas rivalidades entre antigüedades–, y en un espacio muy reducido.
Porque todo es pequeño cuando se trata de un barco: la cocina que alimenta a los 152 tripulantes no es más grande que la de un apartamento pequeño, y el “rancho general” (el cuarto que se ubica bajo la vela principal) no es mucho más amplio que un aula común y corriente –64 metros cuadrados–.
Allí cuelgan del techo las hamacas en las que duermen y, durante el día, los pupitres en los que toman sus lecciones. También es el lugar para comer y en el que se preparan en las mañanas para sus entrenamientos y guardias. Ese momento, mientras embolan sus botas y se ponen el uniforme, es cuando se cuentan historias. Porque el tiempo libre es limitado. En el buque Gloria se estudia y se trabaja.
Una historia en cada puerto
A pesar de que la travesía equivale a un semestre universitario, tiene momentos en los que se parece a un crucero de vacaciones y a los paseos de graduación. Juegan fútbol y trotan en cubierta, hacen turismo en las ciudades que visitan y hasta salen de shopping.
En el puerto de Charlestón, en Estados Unidos, compraron ropa; en Bélgica, chocolates y cervezas; en San Petersburgo, matrioskas como suvenir para sus familias. Tampoco pueden cargar mucho: precisamente porque en el barco el espacio es limitado, solo pueden llevar lo que les quepa en un armario de 50 por 70 centímetros, ya ocupado en su mayoría por su dotación.
Después de 40 días navegando, Umaña cuenta que se bajan en los puertos como hormigas después de la lluvia. Todos respetan el código militar y el uniforme. Más maduros que un universitario corriente, saben que representan al país. No beben ni fuman a bordo. Sí bailan y salen de pa- rranda cada vez que el buque atraca, contagian los bares con la alegría colombiana –como sucedió una noche en Gotemburgo, Suecia– y dejan incluso un amor en cada puerto, de acuerdo con la tradición de los hombres del mar.
En Halifax, Canadá, tres chicas miraban desde sus motos como zarpaba el Gloria y, con él, una breve historia de amor. En Antwerp, Bélgica, una profesora de natación le prometió a su cadete ir a verlo cuando el buque atracara en España. Ahora son amigos en Facebook y cada vez que tiene señal y el reglamento lo permite, le manda un mensaje.
Aunque todos cargan teléfonos inteligentes, parte de su formación militar consiste en aprender a sortear el apego y la nostalgia. Pasan muchos días en altamar, donde no hay señal de ningún tipo, y desde el primer semestre, en el internado de la Escuela Naval, aprenden a comunicarse con sus familias una vez al mes y por carta. Aunque lo parezca, no se trata de un anacronismo. La guardiamarina Álvarez explica que en una guerra electrónica lo primero que se pierden son los equipos de comunicaciones y cualquier indiscreción podría delatar la posición al enemigo. Por eso ellos se entrenan para manejar los instrumentos tradicionales y comunicarse a través de códigos que siguen vigentes aunque parezcan antiguos.
La vida en Altamar
La experiencia de cruzar el Atlántico hoy tiene poco que ver con la de marineros como Colón o Magallanes. En aquella época naufragaba una de cada cuatro embarcaciones y el viaje significaba soportar todo tipo de penurias: viajaban hacinados, la dieta era precaria y tenían que lidiar con el escorbuto, el tifus y las diarreas, los asaltos de piratas, el pésimo estado de los barcos e incluso las ratas y pulgas que abundaban en las escotillas. Eran tan duras las condiciones que hubo un tiempo en que los viajeros debían hacer un testamento antes de partir.
No es el caso de los tripulantes del ARC Gloria. Un grupo de bomberos suecos que visitó el buque en Gotemburgo, junto a un militar de la unidad de submarinos de la armada de ese país, lo alabó por su mantenimiento y su limpieza. Los cadetes cuentan que la comida a bordo es deliciosa –es típica colombiana– y que lo máximo que han tenido que soportar es el mareo.
Igual han sorteado una tormenta, en la que parecía una noche tranquila rumbo a Bélgica. En el mar las condiciones cambian de golpe. El viento empezó a soplar a 55 nudos (100 km/h, una tempestad violenta) y escoró el buque. Entonces sonó el pito de emergencia –en un barco mili- tar, el lenguaje consiste en pitadas de diverso tipo–. Y como en un baile, los alumnos se distribuyeron para subir sobre las vergas. En menos de diez minutos, equipados con arneses de seguridad, mojados por la lluvia y helados por el viento, recogieron las velas mientras el comandante de cargo daba la orden de encender el motor propulsor. Se trata de un bergantín y el motor se utiliza para entrar en puerto o sortear el mal tiempo. Y así salieron de la tempestad.
Ya se sabe: los barcos están seguros en tierra firme, pero no fueron hechos para eso, como reza un antiguo proverbio oriental, o como dijo Roosevelt, ningún mar en calma hizo experto a un marinero.
¿Por qué Gloria?
Como las grandes ideas, el Gloria también comenzó en un trozo de papel. Era 1966 y Colombia necesitaba un barco para entrenar sus almirantes. El dinero del gobierno no llegaba. Hasta que el Ministro de Defensa y General Gabriel Rebeiz Pizarro, en una reunión social y ante la insistencia del comandante de la Armada, dio su apoyo al proyecto y escribió en una servilleta: “Vale por un Velero”.
Dos años más tarde, el buque –bautizado en honor a Gloria Zawadsky, la mujer del ministro, que murió antes de verlo terminado– se convirtió en el Alma Máter de los marinos de Colombia. Desde entonces es además de un apoyo a la política exterior del Estado, un embajador que recibe cientos de visitantes en cada puerto que atraca.
El Gloria es el más pequeño y antiguo de cuatro veleros hermanos construidos por el mismo astillero y que hoy son parte de las armadas de Venezuela, Ecuador y México. Desde que empezó en 1968, ha navegado cerca de 15 mil millas náuticas, el equivalente a 39 vueltas al mundo. Este año es, precisamente, su 50 cumpleaños.
Para los cruceros de cadetes, el buque es sobre todo una experiencia para la vida. El viaje no se puede comunicar, ni aunque se quiera. Las palabras son casi siempre insuficientes. Igual que Flaubert, que al llegar a Egipto se quejó de tener que comparar las estrellas del desierto con diamantes, la guardiamarina Álvarez se lamenta de no poder transmitirle a su madre la belleza de los paisajes que ha visto en la travesía.
La luna roja entre Halifax y Amberes, los amaneceres de colores, el canal de la Mancha, la majestuosidad de ciudades como San Petersburgo, en Rusia, y Casablanca, en Marruecos, o la emoción que supone para quien no conoce el mar navegarlo por primera vez.
O esa noche en la que mientras estaba de guardia en el alerón vio cómo el mar pasó de gris a fluorescente. En la proa, los delfines jugaban alrededor de María Salud –la talla de madera que decora el mas- carón del barco– y también brillaban. Álvarez supo después que se trataba del plancton que ilumina por las noches el agua.
Estas y otras historias son las que cuentan los marineros al volver a casa, que regresan no solo llenos de conocimientos navales sino con los aprendizajes que provee un gran viaje: la conquista de la soledad, el descubrimiento de los otros y la adicción a la distancia, al camino.