En tiempos de Sant Jordi y ferias del libro se habla mucho del placer de la lectura. Los expertos proponen soluciones para darle la vuelta a los precarios índices de lectura en nuestros países. Los profesores ya no saben cómo conseguir que sus alumnos ojeen siquiera los libros previstos en los planes de estudio. Los padres se preguntan qué hacer para que sus hijos lean.
Leer es importante, eso ya lo sabemos, y lo formulamos siempre con grandes palabras: que es la condición misma de la libertad porque despierta la curiosidad y la imaginación; que es un modo de estar menos solos, que la literatura nos regala un montón de mundos posibles que sólo existen gracias ella. Está claro que a una persona que haya leído a Stendhal, a Camus, a Salinas, Conrad, Zweig o a D.H. Lawrence pronto se le quedan muy pequeñas las telenovelas, los libros de autoayuda, las 50 sombras de Grey y las frasecitas resultonas que se publican por miles en las redes sociales, adornadas con tipografías infantiles y dibujitos.
Pero, ¿qué tal si dejamos el paternalismo, de llevarnos indignados las manos a la cabeza, y empezamos la discusión por aceptar que la lectura es un hábito difícil, que requiere un entrenamiento serio, y que no es necesariamente un acto placentero? Balzac leía de pie, por ejemplo, para no perder la concentración. Hay quien se levanta de madrugada para que la rutina no les robe un mínimo de cincuenta páginas al día. Hay libros que nadie debería leer sin estar preparado, como decía Pérez Reverte este fin de semana en un periódico español, porque la lectura es peligrosa al punto de que puede hacernos perder la fe en los hombres –pensemos en los Relatos de Kolimá, de Shalámov, sin ir más lejos–.
Por eso no se trata de obligar a los jóvenes con serie de libros que, a pesar de su valor indiscutible, pueden castrarles muy pronto el gusto por la lectura. Como decía Stendhal, nadie puede hacerle tragar a nadie las bellas artes como si se tratase de una píldora. Como sabe cualquier lector, cada libro tiene su momento, y requiere toda una preparación para entrar en él realmente.
Leer es como correr. Es un proceso que implica una necesaria inversión de tiempo, disposición y energía. Tener que leer la Divina Comedia de Dante en el bachillerato equivale a un corredor novato a quien sacan el primer día a competir en la maratón de Nueva York: lo más probable es que no vuelva a correr en su vida. Hay quien defiende los libros de autoayuda como forma de entrenar el hábito –es común escuchar eso de: “que lean así sea a Coelho, pero que lean”–. Pero eso equivale a correr en bajada. Si un atleta entrena todos los días cuesta abajo, lo más probable es que un tiempo después se haya lesionado las rodillas. Y de una lesión cuesta mucho recuperarse. Si siempre trota en bajada, cuando quiera conquistar una cuesta ya no tendrá piernas para la subida. Hay que leer de forma sistemática y con un esfuerzo específico para desarrollar ese músculo, igual que un Ironman empieza su carrera de fondista con unos pocos kilómetros al día.
Leer suele ser, además, un acto de imitación. Ver a alguien fascinado con un libro, que se ríe a carcajadas en una playa, suspira en el vagón del metro mientras pasa las páginas o que sortea feliz el aburrimiento en unas vacaciones largas, es uno de los motores más poderosos para que alguien quiera hacer lo mismo. Por eso, a todos esos padres y profesores que se preguntan cómo hacer para que sus hijos y alumnos se entusiasmen con las letras –ah, ese depósito de frustraciones que suelen ser los hijos y los estudiantes–, hay que decirles que suele bastar con que ellos los vean leyendo, y con que en la casa exista una buena biblioteca –de libros de verdad, no colecciones regaladas por instituciones, catálogos y revistas de peluquería–. Menos diagnóstico y más ejemplo.
El que corre no lo hace para llegar físicamente a ningún lugar. Igual el lector, como sabía Flaubert, no lee como lo hacen los niños, para divertirse, ni como lo hacen los ambiciosos, para instruirse. Lee para vivir.