Andrea, una de mis buenas alumnas de quinto semestre de periodismo, se me acercó esta semana para contarme que, como yo siempre les estoy hablando en clase de la importancia de viajar –el viaje como entrenamiento de la mirada, como forma de estar en el mundo y de conocer a los otros–, ella decidió presentarse a una beca de la Embajada de Turquía para irse a Estambul. Y le ha salido. Sergio quiere hacer lo mismo pero con una convocatoria en Ciudad de México. Si lo aceptan, pasará un semestre en el D.F., en la Universidad Autónoma, con posibilidad de homologar luego las materias que curse como parte de su formación en Colombia. Laura, otra de mis estudiantes, se va todas las vacaciones a Perú, en un programa de voluntariado. Natalia ha empezado a buscar becas en varios países y Sebastián se plantea viajar a Bogotá para hacer sus prácticas profesionales.
Como profesora, uno de mis propósitos es encubar en mis alumnos eso que Ryszard Kapuscinski llamó “contagio del viaje”, la enfermedad que él decía haber contraído la primera vez que cruzó la fronterade Polonia gracias a su trabajo como periodista en la agencia estatal de noticias. Sabemos que desde entonces no dejó de moverse, siguió viajando. Por eso en casi todas mis clases hablamos de viajes y viajeros, de la importancia del viajar y de su relato.
En una ciudad como ésta, en la que los habitantes estamos encantados de conocernos y en la que oímos, casi todos los días, que “este es el mejor vividero del mundo”, se me ocurren pocas cosas más importantes que despertar en un grupo de jóvenes estudiantes de periodismo la necesidad de ver el mundo y tratar de entenderlo, para poder contarlo. El provincianismo, esa dolencia crónica de la que sufren tantos antioqueños, ese mal que hace que se ofendan cuando un extranjero habla mal de la ciudad y no menciona el tesón de los abuelos, las flores y la pujanza paisa, ha terminado por anular la capacidad crítica: muchos se han vuelto incapaces de reconocer las virtudes de otras latitudes sin resaltar primero las de Medellín, y a los que se van se les toma por desertores, casi les quitan el derecho a opinar: «es que vos ya no vivís aquí. A vos esta ciudad ya no te duele», como me dijeron a mí hace no mucho.
Walter Benjamin escribió en El narrador queexisten dos tipos de escritores: los marineros, que se van lejos de casa para encontrar hechos y relatos, para explicarnos de cara a los Otros, y los que se quedan para recogerlas historias de cerca, la memoria y el pasado que explica el presente. Medellín necesita de ambos. Pero ya nos hemos contado demasiado mirándonos el ombligo: tal vez sean las montañas, la ironía del cielo siempre azul y este clima en el que siempre es primavera. Las ciudades con mar tienen una especie de melancolía que las hace mirar al horizonte, pero en Medellín este abrazo geográfico nos hace mirarnos todo el tiempo a nosotros mismos. De ahí que ninguna ciudad de Colombia se haya narrado tanto como ésta y se me ocurren pocas en el mundotan estudiadas, diagnosticadas.
Pero ya hemos hablado en exceso de nuestra innovación, nuestros narcos, nuestras mujeres bonitas, nuestra cultura ciudadana, nuestro metro y nuestros parques biblioteca. Por eso quizá es el momento de que un grupo de periodistas jóvenes como Andrea, Sergio, Laura, Natalia y Sebastián se vayan para ver si mirándonos de lejos y en ese espejo que son los otros, conseguimos explicar mejor lo que nos pasa; comprender por fin esa perversa fascinación local por el dinero, el caso omiso que hacemos a nuestra cuidad fragmentada y desigual, nuestro orgullo ciego, altanero, y este seguir matándonos por nada.