Walter Benjamin

El Iphone, ¿Una obra de arte?

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Steve Jobs, un artista. Un hombre con personalidad de genio creador y que cuidó sus productos del mismo modo que un pintor, músico o escritor se preocupan por su obra y su legado. La idea la plantea Joshua Rothman en The New Yorker. Pero, ¿era en realidad así o solo una estrategia de marketing? 

Un anuncio de Apple del año 97 parece una declaración de intenciones: vemos a Einstein, Luther King, Lennon, Gandhi y Picasso al tiempo que una voz en off les rinde tributo: “los rebeldes, los problemáticos, los que no respetan el statu quo. No estamos de acuerdo con ellos o los glorificamos, pero no podemos ignorarlos porque cambiaron las cosas y empujaron la raza humana hacia adelante. Los llamaban locos, pero nosotros, genios: porque solo los que están lo suficientemente locos para pensar que pueden cambiar el mundo, lo consiguen”.

No cuesta mucho aceptar a Steve Jobs como un artista. Creativo y visionario, quería que sus creaciones fueran piezas perfectas. Para él, un dispositivo bien diseñado facilitaba el pensamiento y la creatividad: “una bicicleta para la mente”. Pero dice Rothman que un computador no tiene mensaje, tampoco un punto de vista: por eso se parece más a un instrumento musical que a una sinfonía. No para Jobs: él procuró que sus aparatos se interpusieran, lo menos posible, en el proceso creativo de sus usuarios. Además, creía en una especie de belleza tecnológica que iba más allá del diseño. 

¿Pero puede ser el iPhone una creación artística? Quienes tenemos uno –el que quizá usamos para leer este artículo–, ¿estamos en posesión de una obra maestra? 

Uno de los argumentos para distanciar el smartphone de Apple de una pintura o escultura es que la obra de arteestá para ser contemplada e interpretada, mientras que el teléfono inteligente es una herramienta. Esto es fácil de refutar: Miguel Ángel, por ejemplo, no era tanto un artista como un artesano al servicio de la iglesia. La Capilla Sixtina tenía una función tanto utilitaria como estética: además de arte, debía ser un instrumento para evangelizar sobre la Creación y el Juicio final a los fieles que no sabían leer.

El iPhone también se descalifica como arte por su producción masiva. Pero esto se puede discutir a la luz de Walter Benjamin y La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica: aunque una obra dependa de un grupo de personas –el cine o cualquier pieza colectiva– ello no lo priva de su condición. Tampoco su multiplicidad: un libro puede ser arte aunque se imprima un ejemplar o veinte millones. 

Los hitos artísticos son el resultado de un progreso que parte en dos la historia de su disciplina; una ruptura total con lo anterior. La conquista del movimiento en el arte griego, de la perspectiva en el Renacimiento o de la cámara obscura por Vermeer y sus contemporáneos dieron lugar a auténticas obras maestras. La historia del arte es la de la evolución de nuestros modos de ver, pero también de la técnica, además de la conquista de la belleza.

El arte es, asimismo, el depositario del pensamiento, una ventana que nos permite asomarnos a una época. Si miramos un menhir de la Edad de Piedra o a los bisontes de Altamira, no solo vemos una piedra o una imagen en la pared, sino las preocupaciones del hombre de ese tiempo, sus miedos, sus costumbres y su fe. Y así como hoy, en los museos, hay herramientas de la Era de Bronce, tablillas de escritura cuneiforme, papiros egipcios o una Biblia de plata del siglo VI, el iPhone será una pieza de exhibición en el futuro. 

Rothman admite que Jobs, en cuanto artista, fue un integrador: creó algo que es mucho más que la suma de las partes. Sabía que sus aparatos podían destilar energía creativa, comunicar su sensibilidad y ser, en últimas, más que una herramienta: una fuente de inspiración en sí mismos y por derecho propio. 

Cuesta poner al mismo nivel el iPhone y Las Meninas. ¿Pero acaso éste no es también la conquista de la técnica y la belleza, un tour de force, la mezcla del estilo y la visión personal de un genio creador, la consecución de un mito primitivo, un antes y un después, una pieza extraordinaria que resume nuestro ser contemporáneo? Si alguien volviera a hacer ese anuncio del 97, el de los hombres que cambiaron el mundo, Jobs sería, sin duda, uno de los protagonistas.

Publicado en el periódico El Mundo. Octubre 22 de 2015.

Mirarnos de lejos

Andrea, una de mis buenas alumnas de quinto semestre de periodismo, se me acercó esta semana para contarme que, como yo siempre les estoy hablando en clase de la importancia de viajar –el viaje como entrenamiento de la mirada, como forma de estar en el mundo y de conocer a los otros–, ella decidió presentarse a una beca de la Embajada de Turquía para irse a Estambul. Y le ha salido. Sergio quiere hacer lo mismo pero con una convocatoria en Ciudad de México. Si lo aceptan, pasará un semestre en el D.F., en la Universidad Autónoma, con posibilidad de homologar luego las materias que curse como parte de su formación en Colombia. Laura, otra de mis estudiantes, se va todas las vacaciones a Perú, en un programa de voluntariado. Natalia ha empezado a buscar becas en varios países y Sebastián se plantea viajar a Bogotá para hacer sus prácticas profesionales.

Como profesora, uno de mis propósitos es encubar en mis alumnos eso que Ryszard Kapuscinski llamó “contagio del viaje”, la enfermedad que él decía haber contraído la primera vez que cruzó la fronterade Polonia gracias a su trabajo como periodista en la agencia estatal de noticias. Sabemos que desde entonces no dejó de moverse, siguió viajando. Por eso en casi todas mis clases hablamos de viajes y viajeros, de la importancia del viajar y de su relato. 

En una ciudad como ésta, en la que los habitantes estamos encantados de conocernos y en la que oímos, casi todos los días, que “este es el mejor vividero del mundo”, se me ocurren pocas cosas más importantes que despertar en un grupo de jóvenes estudiantes de periodismo la necesidad de ver el mundo y tratar de entenderlo, para poder contarlo. El provincianismo, esa dolencia crónica de la que sufren tantos antioqueños, ese mal que hace que se ofendan cuando un extranjero habla mal de la ciudad y no menciona el tesón de los abuelos, las flores y la pujanza paisa, ha terminado por anular la capacidad crítica: muchos se han vuelto incapaces de reconocer las virtudes de otras latitudes sin resaltar primero las de Medellín, y a los que se van se les toma por desertores, casi les quitan el derecho a opinar: «es que vos ya no vivís aquí. A vos esta ciudad ya no te duele», como me dijeron a mí hace no mucho. 

Walter Benjamin escribió en El narrador queexisten dos tipos de escritores: los marineros, que se van lejos de casa para encontrar hechos y relatos, para explicarnos de cara a los Otros, y los que se quedan para recogerlas historias de cerca, la memoria y el pasado que explica el presente. Medellín necesita de ambos. Pero ya nos hemos contado demasiado mirándonos el ombligo: tal vez sean las montañas, la ironía del cielo siempre azul y este clima en el que siempre es primavera. Las ciudades con mar tienen una especie de melancolía que las hace mirar al horizonte, pero en Medellín este abrazo geográfico nos hace mirarnos todo el tiempo a nosotros mismos. De ahí que ninguna ciudad de Colombia se haya narrado tanto como ésta y se me ocurren pocas en el mundotan estudiadas, diagnosticadas.

Pero ya hemos hablado en exceso de nuestra innovación, nuestros narcos, nuestras mujeres bonitas, nuestra cultura ciudadana, nuestro metro y nuestros parques biblioteca. Por eso quizá es el momento de que un grupo de periodistas jóvenes como Andrea, Sergio, Laura, Natalia y Sebastián se vayan para ver si mirándonos de lejos y en ese espejo que son los otros, conseguimos explicar mejor lo que nos pasa; comprender por fin esa perversa fascinación local por el dinero, el caso omiso que hacemos a nuestra cuidad fragmentada y desigual, nuestro orgullo ciego, altanero, y este seguir matándonos por nada.