Orwell

Posverdad

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En el 2013 fue ‘Selfie’. En el 2015, el emoji que llora de la risa. Y en el 2016, ‘posverdad’. Todos los años, Oxford elige la nueva palabra que incluirá en su famoso diccionario y la semana pasada anunció que el neologismo ‘post-truth’ se ha impuesto como el nuevo término para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

En otras palabras, no importa la razón sino las tripas. La verdad se ha vuelto irrelevante. El término pretende describir la conmoción que ha supuesto el Brexit, el triunfo de Donald Trump y la derrota del Plebiscito para la paz, tres posverdades que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist ya lo explicaba a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política ‘posverdad’: una confianza en afirmaciones que se ‘sienten verdad’ pero no se apoyan en la realidad”. 

En Estados Unidos circuló un supuesto mensaje en el que el papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano, otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual el auge de Hillary estaba rodeado de varias muertes, entre ellas las de un agente del FBI que la investigaba y un empleado del partido demócrata que iba a testificar contra ella. Aquí, por Facebook y Whatsapp, circulaban cadenas que afirmaban que, de ganar el sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial, que los votos del No serían borrados gracias a los esferos borrables que se instalarían en las mesas de votación y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo mentira, que en estos tiempos ya no sobra repetirlo.

Entonces, cuando se sabe por estudios como los del Pew Research Center que el 60% de las personas emplea las Redes Sociales para informarse, ¿cómo combatir todos esos posts que “parecen verdad” pero no hacen más que desinformar y confundir? Porque no pasa sólo en temas políticos: basta entrar a Facebook cualquier mañana para ver cómo uno de tus amigos ha compartido un post que explica, en letras mayúsculas, cómo el limón es el gran remedio contra el cáncer, cómo el cilantro puede eliminar todos los metales del cuerpo en 42 días o cómo las farmacéuticas desarrollan medicamentos que no curan enfermedades sino que las cronifican para mantener su industria multimillonaria. 

Tres meses después de que Facebook despidiera a los 18 editores que seleccionaban las noticias destacadas en favor de un algoritmo para hacer el trabajo, la plataforma ha sido acusada de influir en el resultado de las elecciones gracias a la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg insista en que esa influencia no ha sido tal pero, al mismo tiempo, se una a Google para impedir el acceso a la publicidad a las páginas web que promuevan esos bulos, yo soy pesimista y creo que ya no hay solución para esta deriva. 

Antes, los grandes medios, los buenos periódicos y revistas, ejercían el papel de porteros, evitando con sus verificadores de datos y su ética esos goles tan fáciles de colar a través de la apariencia de noticia. Pero ellos ya no controlan la distribución de sus contenidos. La gente ha dejado de valorar las fuentes –les da igual si la información está publicada en el New York Times o en chucuchuchucuchu.com– y la pérdida de credibilidad que padecen las grandes cabeceras, en algunos casos con razón, tampoco ayuda a parar la expansión de esta problemática. Y todo esto mientras lo que se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad; abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia y el resto difunde bulos por pura ignorancia.

Pero lo que más inquieta no es solo que la gente divulgue y crea en falsas afirmaciones y paranoias conspiratorias, sino que llamemos “posverdad” a lo que no es otra cosa que mentira. Y que encima se incluya en el diccionario. Como en el 1984 de Orwell, cuando el Ministerio de la Verdad reemplazaba oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir mal; dejamos de llamar a las cosas por su nombre y nos olvidamos de que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la democracia.

Y así es como nos encaminamos demasiado veloces a cumplir ese presagio en el que para el 2050 ya habríamos todos adoptado la Neolengua, esa cuya finalidad “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”. Si no es que estamos ya ahí, en ese momento estelar de la historia en el que LA GUERRA ES LA PAZ. LA LIBERTAD, LA ESCLAVITUD. LA FUERZA, LA IGNORANCIA. 

Vocación

¿Alguien que no haya visto nunca un partido de fútbol se plantearía la posibilidad de ser futbolista? Pensemos en un chico que no conoce a Messi ni Pelé ni a Maradona. No en vivo, no en la televisión. Este niño no ha sentido rodar un balón entre sus piernas; nunca se ha juntado con un grupo de amigos a intentar combinar unas cuantas jugadas que terminen con la pelota dentro de un arco hecho de hierro o de palos, de piedritas o camisetas. Estoy segura de que ese chico nunca consideraría ganarse la vida en una cancha.

Creo que funciona así para casi cualquier profesión. Alguien que sueña con ser cocinero deberá, como mínimo, ser un fanático del paladar; diferenciar, así sea en su forma más empírica, el olor de la canela del de los calvos, la albahaca fresca del cardamomo o el tomillo. El que sueña con ser piloto se ha entusiasmado con la estela de un avión a lo lejos; el bombero tiene vocación de salvavidas, igual que el médico; el arqueólogo ha visto al menos un documental en Discovery y es probable que los huesos de dinosaurio le entusiasmaran cuando era niño. 

Por eso me pregunto por qué será que hay tanta gente que quiere ser periodista y escritor cuando no ha tenido ningún contacto con las palabras. Personas que no leen libros, que no compran periódicos. Que dicen “yo quiero escribir” pero no conocen los clásicos –los Messis, los Maradonas de la literatura–; todos esos que en el fondo, aunque no lo confiesen, se aburren cuando leen; se quedan dormidos. Y en una tarde de lluvia encienden la televisión porque no tienen en su casa nada que se parezca a una biblioteca. 

La primera sorpresa que me llevé como profesora fue comprobar que mis alumnos de periodismo no saben quien es Orwell ni Talese, Hersey, Wallraff o Thompson. Colombianos, no conocen al García Márquez periodista y ninguno se ha fascinado con una crónica de Alberto Salcedo antes de entrar a la Universidad. The New Yorker, Etiqueta Negra, Gatopardo, El Malpensante, The Economist apenas las han oído mencionar –casi ninguno ha tenido un ejemplar en la mano ni un artículo abierto en su pantalla–, pero eso sí, todos quieren escribir, y sobre todo opinar. Pero informar, ¿quién quiere?

Ya no hace falta siquiera que lleguen a las redacciones para desilusionarse con el oficio en cuanto algún redactor jefe mediocre los ponga a escribir noticias que no son más que versiones de lo que ya aparece en otros sitios, y el resto del tiempo a cortar, pegar, comprimir o reproducir notas de prensa. Hoy, buena parte de los periodistas en formación son gente que no puede perder la emoción básicamente porque nunca se ha emocionado. ¿Salir a la calle a buscar noticias? El pedido les suena como de otro planeta. ¿Pasar meses reporteando un tema? No les cabe en la cabeza en el remolino permanente de tweets y posts al que están acostumbrados. 

Esta semana leo con estremecimiento sobre el asesinato del reportero Rubén Espinosa en México al tiempo que varios análisis sobre la crisis del periodismo y la muerte de la prensa en papel y lo que me pregunto es cómo hacer para volver a graduar de las facultades nuevas generaciones de periodistas apasionados, de esos que se excitaban con Primera Plana o aspiraban a vivir en carne propia esa escena memorable de “paren las rotativas”. 

Este oficio que se paga poco, mal y tarde, en el que damos todos los días peleas perdidas y en el que tantos arriesgan la vida, solo sobrevivirá si quienes lo ejercemos creemos en la importancia de palabras para contar historias que importan. Como dice Julio Villanueva, periodistas que no cuenten lo que sucede, sino lo que parece que no sucede. Periodismo intencional, como escribió Kapuscinski: que se fija un objetivo e invoca un cambio. Un oficio que no es un circo para exhibirse sino un artefacto para pensar, para crear, para ayudar a los otros a tener una vida más digna y menos injusta, como enseñó Tomás Eloy Martínez. 

La crisis de la prensa no es culpa, como se dice, de que la gente no tenga tiempo para leer, porque todo el mundo se las arregla para informarse de lo que le interesa. La culpa tampoco es de Internet. El problema, quizá, es solo que se necesitan más periodistas con vocación, más Espinosas. Y la prensa no muere cuando en la esquina de alguna redacción o en el escritorio remoto de un freelance existe todavía uno de ellos.

Publicado en el periódico El Mundo. Agosto 12 de 2015.