Leonardo Da Vinci

No caer en tentación

“Sentados en silencio en cualquier banco de madera (…) nuestra alma parece desprenderse de todos los lazos terrenos para ver la «belleza» cara a cara” 

 

“Nadie tiene el poder de hacerle apreciar a nadie las bellas artes. No se puede hacer tragar el placer como si se tratase de una píldora" —Stendhal

 

Cuando se llega por primera vez a Florencia lo ideal es no caer en tentación. Rodeados de abundante imaginería religiosa, de cristos que descienden de la cruz, Magdalenas errantes del desierto y vírgenes con el niño en brazos, vale la pena entrar un momento en una iglesia, reposar en un banco cualquiera, cerrar los ojos y pedirle al cielo que no nos deje caer en tentación. En la tentación de querer verlo todo. Una vez hecho este ejercicio, el viajero ya puede emprender el camino. La belleza, entonces, se le irá revelando.

Casi cada piedra de la ciudad en la que nacieron Giotto y Leonardo está señalada en las guías de viaje como «punto de interés», desde la Academia hasta la Plaza de la Signoria, de Santa María Novella al monte que gobierna San Miniato. Por eso lo mejor es olvidarse de ellos. De lo contrario, es más que probable que el visitante se pierda en las prisas de ver, en la abundancia, porque como explica la escritora Mary McCarthy, “hay demasiado Renacimiento en Florencia: demasiado David, demasiada piedra rústica, demasiadas Madonnas con bambino”.

Por eso aunque lo digan las guías no hay que buscar en ningún mapa la habitación en la que Dostoievski terminó de escribir El idiota, ni el Diluvio de Ucello, ni los frescos de Ghirlandaio de la última cena. Allí buscar no es necesario. Hay tanto, y tan excelso, que con un poco de atención lo extraordinario estará ante el viajero sin que tenga que hacer ningún esfuerzo. Esfuerzo físico, está claro, porque los de la emoción y la atención son indispensables: sólo así las piedras de Florencia podrán acelerarle el pulso y no el paso, como bien le sucedió a Stendhal en la iglesia de la Santa Cruz y fue el origen al famoso síndrome. Se sabe que cuando el escritor francés del XIX entró en la Basílica de la Santa Croce sintió que se le alteraba el ritmo cardíaco, tuvo vértigo, confusión y una vez en el médico, este le diagnosticó sobredosis de belleza. A partir de entonces el curioso malestar lleva su nombre.

  

Cúpulas bajo la tormenta

En Florencia la primavera que inmortalizó Botticelli refleja la Toscana en sus mejores días de sol, pero omite la lluvia. Sin embargo, es seguro que en abril, en algún día de mayo y quizá junio, caigan sobre la ciudad goterones tan grandes que hasta se puedan ver, durante esas tormentas, peces en el aire –son peces, aunque parezcas golondrinas-. Y en la estación de Santa María Novella incluso se pasean gaviotas dispuestas a pescar aprovechando la marea alta. Pero en Italia lo bueno que tiene la lluvia es que, aparte de lavar las piedras como en cualquier otro sitio, aquí les devuelve por unos segundos su peculiar brillo original, como les pasa a los espolones cuando las olas en el mar rompen con fuerza contra ellos.

Y no sólo eso. La tormenta que pilla desprevenido al visitante lo obliga a refugiarse de prisa en alguna iglesia desconocida, de aquellas que no salen en las guías, y una vez dentro, como por los efectos de un extraño conjuro del tiempo –que en la ciudad pesa pero no pasa-, lo devuelven a una ceremonia de antaño, como esas en las que Dante buscaba a Beatriz entre la multitud. La iglesia en la que se refugia el viajero está vacía, la oscuridad sólo la rompen los pabilos de unas cuantas velas que iluminan un San Antonio que recibe limosnas, de repente suena un piano invisible con la fuerza de un réquiem a las seis de la tarde y un coro escondido ensaya al unísono cómo elevar su voz por encima de los truenos de la tempestad.

Después viene el silencio. Y con él, la luz. Un sacristán aparece para encender alguna lámpara que deja entrever un descendimiento pintado por algún famoso renacentista, y entonces se les ve: ahí están juntos Dios y la belleza, la experiencia que el viajero ha ido a buscar, esa que no viene indicada en el mapa. No sabe aún que aquella sensación mística difícilmente volverá a sentirla en otra de las grandes iglesias italianas –ni siquiera en San Pedro–, y al salir se da cuenta de que su viaje comienza. Las siete campanas de la torre del Giotto –el Campanone, La Misericordia, Apostíloca, Annunziata, Mater Dei, L’Assunta y L’Immacolata– repican y repican marcando un compás escrito en un pentagrama invisible, tan alto como si de ello dependiera que se mantuvieran en pie las grandes cúpulas florentinas. Afuera ha dejado de llover y unos pocos rayos de sol rebotan sobre las pietra forte y la pietra serena; el mármol verde, gris y rosa con su brillo recobrado. Entonces, toda Florencia podría caber en una foto.

 

Arte = religión

Pasear por la capital del Renacimiento italiano es comprender que allí arte y religión son la misma cosa. En Florencia todo se trata de la Creación, del maestro y de su obra, sea el responsable del Génesis, su único Hijo, o un apóstol; Fra Angélico o Portormo, todos ocupan idénticos pedestales. Allí no es posible distinguir entre dioses y hombres, los artistas están elevados al nivel de los santos, e incluso la multitud los mira con idéntica devoción.

Por eso de pie frente a la Pietá de Miguel Ángel –no la famosa sino otra, la que siempre está sola al final de una escalera en el museo Catedralicio, quizá su mejor Piedad y en la que dejó su autorretrato, la que pergeñó para su propia tumba- se ve a un visitante con la misma cara de asombro que pondría al ver por primera vez las dunas del desierto, un milagro o una puesta de sol, la misma que ponemos los mortales ante lo extraordinario, lo divino, lo que escapa a nuestra humana comprensión. Y ese hombre entonces siente la piedad, no es creyente y, sin embargo, se le ve persignarse.

Y así en toda Florencia. El viajero, al cruzar la galería exterior del Palacio Uffizi, comprende por qué las estatuas de Rafael, Leonardo, Galileo, y hasta la de Américo Vespucio tienen, en la ciudad, las mismas dimensiones y preponderancia que las de los profetas, los héroes y los mártires que ellos mismos esculpieron para un palacio florentino, una fuente, una plaza o la fachada de una catedral.

La escultura es la reina en esta villa toscana porque sigue siendo arte y parte –nunca mejor dicho- del escenario urbano, aún cuando muchas estén hoy en el Bargello y el Museo de las obras del Duomo protegidas del sol y de la lluvia que las atacaban, como si el cielo estuviera celoso porque en Florencia los visitantes habían dejado de mirarle, o porque el artesano había remplazado al Creador y el Hombre había pasado a ser el centro. Es por eso que desde 1300 los atardeceres sobre el ponte Vecchio compiten por ser los más bellos de Italia, como si con ello el cielo intentara recobrar su antigua atención.

Pero las estatuas siguen siendo soberanas incluso aunque la pintura reine en los salones de los museos de la ciudad, porque son ellas las que en la calle conservan las lecciones que los artistas quisieron perpetuar en el tiempo y que tienen que ver con la búsqueda de la perfección. Su arte estaba en las matemáticas, en la exacta proporción. Tanto que Vasari, el biógrafo y contemporáneo de los renacentistas, para explicar la belleza del Duomo comenzaba a recitar sus medidas.

Y es que también el perfecto David «matador de gigantes» de la Academia -ese cuya soberbia incluso es bella-, los relieves de Ghiberti en las puertas del Baptisterio que parecen hechas por una mano divina y los esclavos de Miguel Ángel que intentan liberarse de su cárcel de mármol resumen la esencia de la idea que desde Buonarroti hasta Saint Exupéry circula en el aire como concepción de la creación suprema. Saint Ex decía en Tierra de los hombres en 1938: “parece que la perfección se consigue no cuando ya no queda nada más que añadir, sino cuando no queda nada por suprimir”. Pero Miguel Ángel ya lo había dicho alrededor de 1500, “por escultura entiendo un arte que aparta la materia superflua; por pintura, un arte que obtiene sus resultados a base de añadirla” -hay que recordar que Miguel Ángel desdeñaba la pintura-. Y como también recuerda McCarthy, eso mismo, restar, es lo que hacía Sócrates con su mayéutica, interrogando al interlocutor hasta sacarle la verdad que “ya sabía, pero que no podía percibirla hasta que todo el sobrante que la rodeaba fuera apartado”.

Restar. Liberar la Idea de sus añadidos. Eso fue exactamente lo que consiguió Donatello con su Magdalena errante del desierto, al trasformar un maleable trozo de madera en una mujer raquítica y agonizante cuyo rostro es la imagen misma de la fe y el dolor. Y por eso frente a ella ese viajero que ya conoce la piedad también se estremece, guarda silencio -silencio interior, que es más que silencio porque tiene que ver con la meditación- y hasta le apetece rezar, aunque la que tiene delante para la historia oficial sea la pecadora –más a su favor-.

Mientras tanto afuera, bajo los arcos de la Loggia, otros como él, viajeros viejos, o mujeres o jóvenes, intentan comprender las etapas de la vida frente al Rapto de las Sabinas, ese único bloque de mármol en el que un escultor logró conjugar la virilidad de la juventud, la sabiduría de la vejez y la eterna sensualidad femenina.

Porque todos los grandes artistas del Renacimiento florentino consiguieron representar la Idea primera, lo que muchos han entendido por arte: la capacidad de trasmitir la belleza. Que no copiar la realidad sino expresarla, como decía Klee, haciendo visible lo invisible a través de su representación. Y entonces eso que desde Platón parecía incomunicable no lo fue para estos hombres del trecento y el quattrocento, porque es ahí justamente donde radica la diferencia entre el hombre y el genio: en su capacidad de expresar, o no, lo que tiene delante.

Por eso comprender lo que significan las piedras de Florencia sólo está al alcance de ese viajero que, después de haber visto, sabe cerrar los ojos y retroceder unos pasos. Allí se trata de algo más que la mirada. Y eso lo sabe ese que al caminar por las calles que confluyen en la cúpula perfecta de Brunelleschi se comporta como Santo Tomás, y al ir poniendo el dedo en cada una de las profundas grietas de la ciudad comienza a comprender el milagro, que la perfección era posible, que el hombre, ya para siempre, había venido a reemplazar al santo.

  

Masas y silencio

Un hombre que se encuentra a primera hora de la mañana frente a la Expulsión del paraíso pintada por Masaccio en Santa María del Carmine o en el pequeño claustro viejo del convento de San Marcos en Florencia se sorprende ante el gran silencio que domina esa ciudad en la que los turistas desembarcan por miles todos los días. Y mientras camina extasiado entre las celdas que hoy son museo y antes fueran de monjes dominicos -entre ellas en la que durmió Savonarola antes de ser quemado en la hoguera acusado de herejía- se le anuncia otro de los muchos misterios de la ciudad, como si la Anunciación que pintó Fra Angélico en una de esas paredes ya no le hablara a la virgen sino al visitante.

Ese mutismo misterioso se expande por toda Florencia, en casi todos sus sitios «turísticos», y aunque se podría suponer que la explicación radica en que en su mayoría son lugares de culto religioso, el viajero sabe de sobra que lo uno no implica lo otro. Le basta ver los carteles en museos e iglesias recordándoles a los turistas que no deben entrar sin camisa y que las fotos con flash están prohibidas mientras la mayoría no hace ningún caso. Ahí siguen paseándose con su idea de que vale más hacer la foto desenfocada y de contrabando que perder el tiempo en mirar. Van allí para retratar lo que otros ya han hecho mejor en las postales, pero ellos piensan que ya tendrán tiempo de ver Florencia cuando vuelvan a casa. Lo importante es salir en la fotografía.

Así que quizá la explicación para el silencio es tan elemental como que, con las nuevas tecnologías, los guías de excursión ya no tienen que dar voces para explicar, con su wikicultura, las historietas “Corazón, corazón” de los artistas, como esa de que a Donatello se le cayeron unos huevos que llevaba al ver un cristo tallado por Brunelleschi. Pero, ¿callan los turistas porque escuchan con atención a ese vendedor de anécdotas que los lleva como a ovejas ondeando un pañuelito delante, o simplemente porque no comprenden? De cualquier forma, si hay alguno que se entera, ese no va con el rebaño. Y es él quien percibe el silencio.

Hay en Florencia una sutil contradicción que permite comenzar a resolver el secreto: una arquitectura monumental que empequeñece a los turistas, pero no con barroquismo sino con una sobriedad llamativa que prima en toda la Toscana. Una austeridad que fue heredada de los propios artistas, hombres comunes y solitarios que más bien eran artesanos de lo esencial (la palabra artista se acuñó mucho más adelante).

Y es que ellos mismos picaban las canteras para extraer la piedra que luego modelaban, y en los talleres de los grandes maestros que los habían precedido se formaban unos a otros durante años para luego -y aquí otra contradicción- competir con Dios en monumentalidad y librar entre ellos un duelo solitario por alcanzar la perfección. Tanto, que Ucello terminó enloquecido en los vericuetos de la dolce perspectiva, la linterna del gran duomo aterrorizó a los florentinos de la época por considerar que aquello que conseguía rozar las nubes tentaba a Dios, y Miguel Ángel, al ver que era imperfecto, veteado, el mármol de carrara en el que cincelaba la Piedad para su tumba, arremetió contra ella con su propio martillo, configurando el primer acto de vandalismo de un artista contra su propia obra.

El viajero entonces se da cuenta del contrasentido: artesanos 'humildes' pero sumisos al poder y enfermos de megalomanía. Papas y reyes fueron sus mecenas, y sus creaciones pretendieron competir con la naturaleza. Leonardo quiso volar y Miguel Ángel incluso intentó -literalmente- mover montañas.

Pero de ese duelo florentino quedó nada menos que la modernidad, gracias a una época en la que la principal preocupación de los jóvenes estaba en el diálogo intelectual, en dominar un arte, incluido el del discurso para recitar a Virgilio y así seducir a las mujeres. Fue por eso que coincidieron en esa ciudad, en menos de tres siglos, el hombre que descubrió la perspectiva (Brunelleschi), el primer humanista (Petrarca), el escultor del primer desnudo del Renacimiento (Donatello), el padre de la primera obra maestra en lengua vulgar (la Divina Comedia, que luego sería origen del italiano actual), la primera ópera (Dafne, de Pieri), el primer crítico literario (Bocaccio) el padre de la ciencia política (Maquiavelo) y quien escribiera la primera crítica de arte (Alberti), entre muchas otras primeras cosas, además de Galileo por obvias razones y Vespucio que es el responsable, no por nada, del nombre de América.

Esa genialidad es la responsable del silencio florentino, uno tan desconcertante y a veces incómodo como el que sigue a la muerte de un genio, cuando el mundo entero calla porque se queda sin palabras. Un silencio que lo escucha solo ese viajero que durante el recorrido ha procurado comprender las lecciones de aquellos que conjugaron en el lienzo y en la roca «conocimiento, humanismo y cristianismo», exaltando las tres condiciones esenciales al hombre por excelencia: la verdad, el bien y la belleza. Porque como recuerda una audioguía vaticana, estos artesanos consiguieron que "la palabra de Dios se hiciera carne y viniera a habitar entre nosotros”, como ya había anunciado San Juan en el prólogo de su evangelio.

Quizá entonces el arte era Dios, y no tanto Cristo. O tal vez era en él donde había que buscar –y encontrar también- las verdades esenciales. Aún así, hasta el final de sus vidas, estos genios fueron creyentes y se enterraron, como egipcios, rodeados de monumentalidad y de belleza. Fueron humanos, después de todo. Sin embargo, gracias a ellos, en Florencia el Renacimiento no termina nunca, y el viajero se lleva de la ciudad una sensación de indiscutible autenticidad: salvo la casa de Dante -donde aparte de la cama en la que soñó sus pesadillas y el despacho en el que las escribió todo es falso- en la capital de la Toscana cada piedra está llena de Verdad, de misticismo, con la ventaja de que a ese viajero, de pie frente a Dios y al Arte, siempre le estará permitido dudar.