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La información en la era de la posverdad: retos, mea culpas y antídotos

Seguro que cuando el dramaturgo Steve Tesich utilizó en 1992 el término posverdad en un artículo para la revista The Nation, no se imaginó que veinte años después el neologismo sería incluido en el diccionario. El texto describía lo que el autor llamó entonces “Síndrome Watergate”, por el cual los escándalos y revelaciones sobre la presidencia de Nixon, la administración Reagan o la guerra del Golfo no generaban indignación en los norteamericanos sino, por el contrario, una especie de desprecio por las verdades incómodas. “En lugar de mirar los hechos, nos distanciamos de la verdad. Asociamos ‘verdad’ con ‘malas noticias’ –y no queríamos malas noticias–, olvidando lo vitales que son para la salud de la Nación”. Tesich concluía que las implicaciones para el futuro de Estados Unidos serían terribles: “Antes, los dictadores debían trabajar duro para suprimir la verdad. Pero nosotros, con nuestras acciones, les estamos diciendo que eso ya no es necesario. Como seres libres, hemos decidido libremente que queremos vivir en el mundo de la posverdad”.

Sus palabras resultaron visionarias. Parecen escritas para el periódico de esta mañana. Y así lo confirmó en noviembre pasado la Oxford University Press al elegir ‘post-truth’ como la palabra del año, para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

El término pretende describir la conmoción que han supuesto el Brexit, la derrota de Hillary Clinton y el triunfo del NO en el Plebiscito por la paz en Colombia, acontecimientos que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist lo explicaba en su artículo Art of lie, a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política 'posverdad': una confianza en afirmaciones que se 'sienten verdad' pero no se apoyan en la realidad”. Entre otras razones, el término fue elegido porque su uso aumentó dos mil por ciento respecto al año 2015.

Alex Grijelmo indica que el prefijo post- (abreviado en pos-) se usa para denotar una situación ya superada, pero no necesariamente desaparecida: “así, al mencionar “la era posindustrial” no se pretende señalar que no existan industrias, sino que ese sector dejó de ejercer su papel fundamental. De igual modo, era posverdad no significa que la verdad se haya evaporado, sino que ha dejado de ser prioritaria”.

Los ejemplos de posverdad son muchos. Sólo en el último año, en Estados Unidos circuló un falso certificado de nacimiento de Barack Obama, según el cual el presidente no habría nacido en Hawái sino en Kenia. A su vez, la extrema derecha, para desacreditar el Obamacare, proclamó la existencia de un “comité de la muerte”, un supuesto grupo de médicos que podía decidir por su cuenta practicar la eutanasia a enfermos crónicos y ancianos en los hospitales. También tuvo mucho eco un supuesto mensaje en el que el Papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano (960.000 likes y compartidos), otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual Hillary estaría involucrada en varias muertes, entre ellas la de un agente del FBI que había filtrado sus correos electrónicos. En Colombia, por Facebook y WhatsApp, circularon cadenas que afirmaban que, de ganar el Sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial y que los votos del No serían cambiados gracias a los lapiceros borrables que se instalarían en las mesas de votación. También se alegaba una supuesta ideología de género en el Acuerdo de paz, que éste implicaba una eliminación de subsidios a los más pobres y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo falso, que en estos tiempos no sobra repetirlo; pero mentiras orquestadas desde las altas esferas y que millones de ciudadanos creyeron y ayudaron a difundir en cada muro de sus redes sociales.

 

La verdad en los tiempos de Facebook y Twitter

Una de las razones que explican la propagación de contenidos dudosos tiene que ver con cuestiones psicológicas y de dinámicas de redes. Investigadores como Yochai Benkler, de la universidad de Harvard, apuntan a que los seres humanos con intereses afines tienden a encontrarse –hoy ayudados por las plataformas sociales en Internet–, y crean clústeres en los que grupos de individuos, con informaciones acomodaticias, ratifican entre sí sus creencias descartando los datos que apuntan en direcciones opuestas a sus prejuicios. Esto genera burbujas de información en las que sólo ven –vemos– contenidos afines a nuestros pensamientos y amigos.

Y esto preocupa especialmente cuando estudios como los del Pew Research Center confirman que el 62% de las personas emplean las redes sociales para informarse. Como explica Bill Maher, comentarista político estadounidense, antes los ciudadanos iban a los periódicos, se informaban en la prensa tradicional, porque sabían que en las redacciones se diferenciaba claramente la verdad de la ficción, porque había gente que había estudiado para hacer ese trabajo. Pero ahora la gente se informa por Facebook, a través de lo que otras personas comparten, lo que se puede comparar con lo que antes era el "dicen por ahí", y esas fuentes casi nunca son confiables. En vez de lo que se produce en una sala de redacción, se fían de lo que comparte una tía, una prima o un desconocido. Y esas mismas personas creen que si una noticia es relevante, ya los alcanzará. Pero no es cierto, ya que en las redes esa noticia importante compite con memes, fotos de cumpleaños, payasos locos, videos virales y algoritmos. 

De hecho, hay estudios que confirman que, durante la recta final de la campaña presidencial en Estados Unidos, las noticias falsas tuvieron más comentarios, ‘me gusta’ y compartidos que las noticias reales. Investigadores como filippo Menczer, del Observatorio de Redes Sociales de la Universidad de Indiana, concluyen que ya no hay casi ninguna diferencia entre la popularidad de artículos desinformativos y artículos con información fiable. El número de shares es prácticamente el mismo. En otras palabras, no hay ninguna ventaja en decir la verdad.

Además, hay otros datos que resultan todavía más alarmantes: según informa también el Pew Research Center, el 23% de las personas admite haber compartido noticias que luego resultaron falsas, y el 14% a sabiendas de que lo eran.

Y todo esto sucede apenas unos meses después de que Facebook despidiera a los dieciocho editores que seleccionaban las noticias destacadas en el timeline de sus usuarios en favor de un algoritmo para hacer ese trabajo. La plataforma fue acusada de influir en el resultado de las elecciones por ser una de las principales plataformas para la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg, en principio, intentó distanciar a su plataforma de la polémica, ha terminado sumándose a los esfuerzos de Google para impedir la publicidad de páginas web que promueven bulos informativos, así como los grandes medios han fortalecido sus equipos de verificadores de datos. Es verdad que las noticias falsas por si solas no explican en resultado del Brexit, a Trump o el No, pero sí es claro que la dieta informativa ha resultado determinante.

 

La verdad, ¿irrelevante?

El triunfo de la posverdad ha llevado a muchos analistas a hablar de un cambio de paradigma. Es cierto que el embuste informativo ha existido siempre –como recordaba un periodista hace poco, los sofistas griegos ya eran maestros en manejar el lenguaje para demostrar que el veloz Aquiles nunca podría alcanzar a la tortuga–, pero sí preocupa el hecho de que la verdad parece haber dejado de ser relevante. Mucho de lo que hoy se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad y abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia, mientras el resto difunde esos bulos por ignorancia.

Si estamos de acuerdo en que la democracia y la libertad se basan en la evidencia y la verdad, el periodismo y su misión de informar cobran de nuevo toda su importancia. De hecho, la prensa es una de las pocas instituciones –junto con la ciencia, la justicia, y el sector educativo– que puede realmente construir defensas sólidas contra los peligros que conlleva la posverdad, entre ellos la manipulación, la alienación, la aniquilación del pensamiento crítico y las derivas autoritarias que desembocan luego en totalitarismos.

Ante una sociedad emocional que actúa y vota por miedo, rabia, descontento, proteccionismo e inconformidad, ante el fracaso de los líderes tradicionales, dirigentes que no dicen la verdad y ciudadanos a los que hace tiempo les dejó de importar la cosa pública, la prensa debe recuperar su histórico papel de Cuarto poder, pero primero, la confianza y credibilidad que le ha perdido el ciudadano. Ante las mentiras que crean una imagen falsa del mundo –armas en Irak, teorías conspiratorias, manipulación del ciudadano en procesos electorales– está llamada a posicionarse de nuevo como fuente primera, fiable y competente por encima de blogs anónimos, portales seudoinformativos y fuentes de calidad cuestionable.

El problema es el periodismo, en la pelea por la rentabilidad y los clics, también ha incurrido en el favorecimiento de la emotividad de la audiencia en detrimento del pensamiento crítico. Los contenidos pasaron a ser menos importantes que sus efectos virales. Como escribió Martín Caparrós en El País, comunicar, contar, analizar y hacer preguntas ha dejado de estar antes que el tráfico.

Craig Silverman, editor de BuzzFeed Canadá, explica que demasiado a menudo las organizaciones de noticias han contribuido en la propagación de falsedades y contenidos dudosos, polucionando el flujo de información digital, necesitados igualmente del tirón de la viralidad. También The economist, en su artículo Yes, I lie to you, lo explicaba: “La fragmentación de las fuentes informativas ha creado un mundo atomizado en el que las mentiras, los rumores y los chismes se propagan a una velocidad alarmante. Las mentiras que se comparten ampliamente en las redes sociales, cuyos miembros confían más en sus iguales que en cualquier medio de comunicación, adquieren rápidamente la apariencia de verdad. Las supuestas evidencias hacen que la gente descarte rápidamente los hechos para creer en esas que ratifican creencias muy solidificadas. Y la falsa objetividad del periodismo tampoco ayuda. En aras de ese equilibrio, muchas veces se incurre en el error de dar el mismo espacio a la verdad y a la mentira. Y según eso, todo es relativo. Todo es opinable. Y es la sociedad la que paga el costo”.

 

¿Qué hacer entonces?

Es cierto que en la elección de Donald Trump la prensa tiene gran parte de responsabilidad. Las cadenas de televisión y periódicos americanos le dieron al candidato la mayor exposición mediática en la historia de Estados Unidos: cubrieron cada rally de campaña; lo hicieron ver como presidente antes de serlo y, durante las primarias, recibió tres veces más cobertura que el resto de los candidatos republicanos y el doble que Hillary Clinton y Bernie Sanders juntos. Esto, sumado a la guerra de los clics, sus errores históricos y su aporte en la contaminación del flujo informativo, obliga a la prensa a hacer un mea culpa y todos los esfuerzos para recuperar el respeto del público.

Pero la solución al problema de la posverdad no pasa solo los periodistas. La responsabilidad recae también en las redes sociales. Facebook, Twitter y compañía deberán ser más transparentes respecto a sus algoritmos y trabajar de la mano de profesionales de la información –ya empiezan a hacerlo– para incorporar fórmulas que refuercen menos las creencias de los usuarios en pro de más información basada en hechos. Algoritmos que eviten la propagación de noticias falsas y privilegien los contenidos de quienes invierten en sus contenidos, que someten sus productos mediáticos a controles de calidad y rinden cuentas. Como escribe David Alandete: “un algoritmo nunca podrá hacer periodismo, pero puede aprender a identificar a aquellos que lo hacen, por el bien de todos”.

A su vez, todos los ciudadanos debemos asumir nuestra responsabilidad como usuarios, hacer un esfuerzo adicional a la hora de consumir y producir en las redes sociales. Antes de compartir un contenido, preguntarnos: ¿Alguien ha verificado esta información? ¿Es ésta una fuente primaria y confiable o, por el contrario, tiene algún interés involucrado en la noticia? ¿Suele, este medio de comunicación, corregir informaciones tendenciosas o equivocadas o más bien insiste en contenidos ambiguos o teorías conspiratorias? Como recuerda Brooke Borel, periodista científico americano, todos debemos recordar que cada que damos un me gusta nuestros contactos se convierten en audiencia de ese contenido. Un clic es una firma. Un signo de aprobación. Y las cosas empezarán a cambiar si no perdemos de vista ese postulado.

 

Motivos para el optimismo

La verdad ha perdido valor. La gente es cada vez más indiferente a las evidencias, las pruebas, los hechos comprobados. Es cierto. Pero quizá aún queden razones para no ser tan pesimistas. En contraste con el auge de las noticias falsas, a finales de enero, The New York Times confirmaba que había sumado, a sus casi dos millones de abonados a su edición digital, casi trecientos mil nuevos suscriptores en el último trimestre del 2016, un crecimiento del 19% respecto al trimestre anterior. También The Wall Street Journal añadió ciento trece mil lectores en ese mismo periodo. El número de suscriptores del Financial Times subió un 6% y canales como CNN y MSNBC ven crecer sus índices de audiencia en casi un 40%, según informa Nielsen.

A su vez, las voces de los ciudadanos se escuchan cada vez con más fuerza y parecen sumarse al desafío. Sucedió con la marcha multitudinaria de mujeres tras la posesión de Donald Trump, las manifestaciones de cientos de personas frente al edificio del NYT declarándole su apoyo tras los ataques del presidente vía Twitter o los cerca de 80 millones de dólares en donaciones que recibió la Unión Americana de Libertades individuales después de las elecciones, cuyo número de miembros también se ha casi duplicado desde entonces. Como escribe Joseph Stiglitz, la luz de esperanza en el nubarrón Trump está en este nuevo sentido de solidaridad con respecto a los valores fundamentales, tales como la tolerancia y la igualdad, que ahora se sustentan por la toma de conciencia del fanatismo y misoginia.

Pero quizá el primerísimo primer paso consista en volver a llamar las cosas por su nombre, y en vez de hablar de posverdad o aceptar los hechos alternativos que propone la jefa de prensa de la Casa Blanca, volver a hablar de bulo, estafa, falsedad y mentira. Porque de lo contrario sucederá como en el 1984 de George Orwell, cuando el pueblo aceptaba que el Ministerio de la Verdad reemplazara oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir malo, con el fin “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”.

Porque no podemos olvidar que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la civilización y la democracia. Si la verdad deja de importar, su poder para resolver los problemas de una sociedad se ve realmente perjudicado. Como escribe Jonathan Freedland en The Guardian, ahora la gente trata los datos igual que a las opiniones: descarta las que no le gustan. Y si no importan los datos entonces tampoco puede existir el consenso: no podríamos creer en nada de lo que vemos y todo podría ser una conspiración, un mito o un engaño. Siempre habrá quien diga que los muertos en Alepo o el niño rescatado allí son un montaje, y quien negará el cambio climático a pesar del grosor de las evidencias. Pero hay que hacer más esfuerzos para que sus mentiras y negación de la evidencia no tengan un altavoz tan vasto.

Y no es el tiempo de seguir hablando de la muerte del periodismo sino lo contrario: del periodismo con futuro, con profesionales capaces de asumir todos estos desafíos. Menuda contradicción sería sino que, en la Sociedad de la información, siguiéramos más desinformados que nunca, o no tuvieran cabida a los profesionales de la información. Como dijo el escritor David Roberts, en un partido se necesitan referees, no todos pueden ser jugadores.

Hace tiempo que distintas teorías posmodernas y otras más antiguas empezaron a cuestionar la verdad en pro de una versión más plural y relativa. Pero la realidad –esa palabra que Nabokov decía que no significaba nada sin comillas– no es sinónimo de verdad, hechos y datos. La realidad puede ser múltiple, porosa, ambigüa, pero no así los hechos y los datos. Esos son simples, obvios, inmodificables. El agua sigue mojando. El sol sale todos los días. 

*Texto publicado en la edición 112 de El Eafitense. Mayo 2017

Posverdad

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En el 2013 fue ‘Selfie’. En el 2015, el emoji que llora de la risa. Y en el 2016, ‘posverdad’. Todos los años, Oxford elige la nueva palabra que incluirá en su famoso diccionario y la semana pasada anunció que el neologismo ‘post-truth’ se ha impuesto como el nuevo término para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

En otras palabras, no importa la razón sino las tripas. La verdad se ha vuelto irrelevante. El término pretende describir la conmoción que ha supuesto el Brexit, el triunfo de Donald Trump y la derrota del Plebiscito para la paz, tres posverdades que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist ya lo explicaba a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política ‘posverdad’: una confianza en afirmaciones que se ‘sienten verdad’ pero no se apoyan en la realidad”. 

En Estados Unidos circuló un supuesto mensaje en el que el papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano, otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual el auge de Hillary estaba rodeado de varias muertes, entre ellas las de un agente del FBI que la investigaba y un empleado del partido demócrata que iba a testificar contra ella. Aquí, por Facebook y Whatsapp, circulaban cadenas que afirmaban que, de ganar el sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial, que los votos del No serían borrados gracias a los esferos borrables que se instalarían en las mesas de votación y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo mentira, que en estos tiempos ya no sobra repetirlo.

Entonces, cuando se sabe por estudios como los del Pew Research Center que el 60% de las personas emplea las Redes Sociales para informarse, ¿cómo combatir todos esos posts que “parecen verdad” pero no hacen más que desinformar y confundir? Porque no pasa sólo en temas políticos: basta entrar a Facebook cualquier mañana para ver cómo uno de tus amigos ha compartido un post que explica, en letras mayúsculas, cómo el limón es el gran remedio contra el cáncer, cómo el cilantro puede eliminar todos los metales del cuerpo en 42 días o cómo las farmacéuticas desarrollan medicamentos que no curan enfermedades sino que las cronifican para mantener su industria multimillonaria. 

Tres meses después de que Facebook despidiera a los 18 editores que seleccionaban las noticias destacadas en favor de un algoritmo para hacer el trabajo, la plataforma ha sido acusada de influir en el resultado de las elecciones gracias a la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg insista en que esa influencia no ha sido tal pero, al mismo tiempo, se una a Google para impedir el acceso a la publicidad a las páginas web que promuevan esos bulos, yo soy pesimista y creo que ya no hay solución para esta deriva. 

Antes, los grandes medios, los buenos periódicos y revistas, ejercían el papel de porteros, evitando con sus verificadores de datos y su ética esos goles tan fáciles de colar a través de la apariencia de noticia. Pero ellos ya no controlan la distribución de sus contenidos. La gente ha dejado de valorar las fuentes –les da igual si la información está publicada en el New York Times o en chucuchuchucuchu.com– y la pérdida de credibilidad que padecen las grandes cabeceras, en algunos casos con razón, tampoco ayuda a parar la expansión de esta problemática. Y todo esto mientras lo que se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad; abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia y el resto difunde bulos por pura ignorancia.

Pero lo que más inquieta no es solo que la gente divulgue y crea en falsas afirmaciones y paranoias conspiratorias, sino que llamemos “posverdad” a lo que no es otra cosa que mentira. Y que encima se incluya en el diccionario. Como en el 1984 de Orwell, cuando el Ministerio de la Verdad reemplazaba oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir mal; dejamos de llamar a las cosas por su nombre y nos olvidamos de que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la democracia.

Y así es como nos encaminamos demasiado veloces a cumplir ese presagio en el que para el 2050 ya habríamos todos adoptado la Neolengua, esa cuya finalidad “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”. Si no es que estamos ya ahí, en ese momento estelar de la historia en el que LA GUERRA ES LA PAZ. LA LIBERTAD, LA ESCLAVITUD. LA FUERZA, LA IGNORANCIA.