Facebook

Posverdad

IMG_6602.JPG

En el 2013 fue ‘Selfie’. En el 2015, el emoji que llora de la risa. Y en el 2016, ‘posverdad’. Todos los años, Oxford elige la nueva palabra que incluirá en su famoso diccionario y la semana pasada anunció que el neologismo ‘post-truth’ se ha impuesto como el nuevo término para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

En otras palabras, no importa la razón sino las tripas. La verdad se ha vuelto irrelevante. El término pretende describir la conmoción que ha supuesto el Brexit, el triunfo de Donald Trump y la derrota del Plebiscito para la paz, tres posverdades que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist ya lo explicaba a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política ‘posverdad’: una confianza en afirmaciones que se ‘sienten verdad’ pero no se apoyan en la realidad”. 

En Estados Unidos circuló un supuesto mensaje en el que el papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano, otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual el auge de Hillary estaba rodeado de varias muertes, entre ellas las de un agente del FBI que la investigaba y un empleado del partido demócrata que iba a testificar contra ella. Aquí, por Facebook y Whatsapp, circulaban cadenas que afirmaban que, de ganar el sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial, que los votos del No serían borrados gracias a los esferos borrables que se instalarían en las mesas de votación y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo mentira, que en estos tiempos ya no sobra repetirlo.

Entonces, cuando se sabe por estudios como los del Pew Research Center que el 60% de las personas emplea las Redes Sociales para informarse, ¿cómo combatir todos esos posts que “parecen verdad” pero no hacen más que desinformar y confundir? Porque no pasa sólo en temas políticos: basta entrar a Facebook cualquier mañana para ver cómo uno de tus amigos ha compartido un post que explica, en letras mayúsculas, cómo el limón es el gran remedio contra el cáncer, cómo el cilantro puede eliminar todos los metales del cuerpo en 42 días o cómo las farmacéuticas desarrollan medicamentos que no curan enfermedades sino que las cronifican para mantener su industria multimillonaria. 

Tres meses después de que Facebook despidiera a los 18 editores que seleccionaban las noticias destacadas en favor de un algoritmo para hacer el trabajo, la plataforma ha sido acusada de influir en el resultado de las elecciones gracias a la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg insista en que esa influencia no ha sido tal pero, al mismo tiempo, se una a Google para impedir el acceso a la publicidad a las páginas web que promuevan esos bulos, yo soy pesimista y creo que ya no hay solución para esta deriva. 

Antes, los grandes medios, los buenos periódicos y revistas, ejercían el papel de porteros, evitando con sus verificadores de datos y su ética esos goles tan fáciles de colar a través de la apariencia de noticia. Pero ellos ya no controlan la distribución de sus contenidos. La gente ha dejado de valorar las fuentes –les da igual si la información está publicada en el New York Times o en chucuchuchucuchu.com– y la pérdida de credibilidad que padecen las grandes cabeceras, en algunos casos con razón, tampoco ayuda a parar la expansión de esta problemática. Y todo esto mientras lo que se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad; abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia y el resto difunde bulos por pura ignorancia.

Pero lo que más inquieta no es solo que la gente divulgue y crea en falsas afirmaciones y paranoias conspiratorias, sino que llamemos “posverdad” a lo que no es otra cosa que mentira. Y que encima se incluya en el diccionario. Como en el 1984 de Orwell, cuando el Ministerio de la Verdad reemplazaba oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir mal; dejamos de llamar a las cosas por su nombre y nos olvidamos de que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la democracia.

Y así es como nos encaminamos demasiado veloces a cumplir ese presagio en el que para el 2050 ya habríamos todos adoptado la Neolengua, esa cuya finalidad “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”. Si no es que estamos ya ahí, en ese momento estelar de la historia en el que LA GUERRA ES LA PAZ. LA LIBERTAD, LA ESCLAVITUD. LA FUERZA, LA IGNORANCIA. 

Babitas

“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. La frase, ya se sabe, es de Borges. Me he acordado de ella este fin de semana tras los atentados de París, cuando volví a ver en Twitter y Facebook esa foto que ya hace tiempo circula y que dice: “la diferencia entre leer un libro y leer muchos”. La imagen muestra, a la izquierda, dos mujeres: una con una Biblia y otra con el Corán, ambas con una kalashnikov en la mano. A la derecha, un hombre tranquilo que organiza su biblioteca.

La imagen viral me ha recordado la frase de Borges porque creo que a todos esos opinadores y escritores de estados de Facebook, que critican los posts y las banderas de solidaridad de los otros, que comparan a Isis con las Farc, que cuentan muertos a un lado y al otro con la misma dinámica de un Mundial de fútbol y que creen que comprenden la guerra de Siria porque han visto un video en YouTube que la explica en diez minutos, lo que les falta son lecturas de las que sentirse orgullosos. 

Todos esos censores, dueños de una autoendilgada superioridad moral para juzgar desde a Mark Zuckerberg hasta los colombianos que según ellos somos hipócritas porque no nos solidarizamos con la bandera de Colombia o del Líbano en nuestra foto de perfil, se olvidan de que lo que cuenta detrás de la palabra es la idea, no la creencia. Y el pensamiento se construye –y perdón la perogrullada– leyendo y discutiendo otras ideas, no estados de Facebook. 

La opinión está al alcance de cualquiera. Son babitas. Las ideas, por el contrario, son un terreno mucho más difícil: requieren esfuerzo intelectual, tiempo invertido, lecturas, argumentos. Cualquiera puede tener una opinión sobre París, el proceso de paz, el matrimonio homosexual y el aborto, pero ¿cuántos pueden parir realmente una idea? ¿Una que se pueda contrastar con teorías, libros, fuentes? ¿Una que, además, sea coherente con el resto de un sistema de pensamiento? Piense, por ejemplo, en el aborto: usted puede decir que está de acuerdo porque cada cual debería poder hacer con su cuerpo lo que quiera. Así las cosas, ¿cree también en el libre derecho a la prostitución y la venta de órganos? Al fin y al cabo eso sería también hacer con el cuerpo lo que a cada uno le parezca. Y no intento aquí defender una idea ni otra, sino demostrar lo difícil que resulta construir pensamiento. 

Pero volvamos a los orgullosos críticos, escritores y comentaristas de estados de Facebook. ¿Por qué será que los únicos posts que en realidad interesan son los que propone la gente que lee y está bien informada? Hagamos un cálculo: sólo leer las páginas internacionales del diario El País este domingo tomaba cerca de una hora. Entre el viernes y el lunes festivo, muchos leímos también Le Monde, artículos de El Español, El Confidencial, TheAtlantic, The New York Times, El Espectador, TheEconomist, El Mundo, Time, Liberation, The Guardian, TheHuffington Post, Foreign Affairs, The New Yorker, Spiegel International, Infolibre, Vox y The New York Review of Books, entre otros, además de habernos acercado a nuestras bibliotecas a releer pasajes de libros ya subrayados. Todo sumado, habremos pasado más de doce horas leyendo. 

¿Cuántos de esos nuevos teóricos del choque de civilizaciones, obispos de la tolerancia políticamente correcta y profetas de la ley del talión habrán pasado siquiera veinte minutos con un periódico o un libro entre las manos, fuera de las redes sociales?

Por eso esta columna es para ese amigo del dedo levantado, ese que podría llegar a ser tan incendiario como esas chicas de la foto viral que cargan una ametralladora y han leído sólo un libro (tú, a lo mejor, no habrás leído ni uno): tienes que saber que tus opiniones llenas de babas nos tienen a todos sin cuidado y que sólo vamos a leerte –y rebatirte– cuando lo que nos propongas sean ideas. La línea se traza entre los que quieren opinar y los que queremos comprender. Así que jáctate tú de esos posts y tweets que has escrito. El resto preferimos sentirnos orgullosos de todo lo que, en aras de intentar entender algo, hemos leído.

Publicado en el periódico El Mundo. Noviembre 19 de 2015.