Donde nace la ficción

IMG_6606.JPG

Hace ya un par de años que soy jurado de un concurso literario escolar. De Transición a Undécimo, todos los alumnos postulan una pieza que aspira a ser literatura, sea cuento, poema, carta o crónica.

Esta experiencia ha sido para mí un deslumbramiento. Al leer los cuentos grado por grado, cada narración me fue revelando cómo nace la ficción en nosotros. Al comienzo, cuando todavía somos el centro del mundo, usamos el yo protagonista. Los personajes son animales y mascotas: aparece la fábula. Los escenarios, terrenos conocidos como el parque o la casa o el territorio de los cuentos infantiles: el bosque, la lejanía y los castillos. Aparecen los primeros remakes –del Génesis, Caperucita o El soldadito de plomo– y con ellos viene el intertexto y el plagio. Aún somos capaces de hablar con los animales, de creer en las hadas y de imaginar que los juguetes cobran vida. El conflicto más recurrente es el miedo a perderse.

Pero luego empezamos a soñar con ir a la luna, como Cyrano. Asoman los héroes, los villanos y los monstruos. Descubrimos la rima, las metamorfosis y recreamos los mitos. Los personajes son los padres, los primos, los abuelos. También los primeros amigos y con ellos surge la traición y la mentira. Pero los finales todavía son siempre felices.

Al final de la primaria ya no somos el centro y otros comparten protagonismo. Empezamos a tener relación con el dinero y la ficción refleja un mundo de ricos y pobres. Las proyecciones a futuro se convierten en material literario –soñar con ser cantantes, artistas, chefs o astronautas– y también aparece el viaje –los primeros viajes– como terreno de creación y aventura. La familia es un tema recurrente y también las maquinas del tiempo y los objetos mágicos. Entonces, los conflictos se vuelven más complejos: desde perder los dientes hasta la aparición de la enfermedad y la muerte de los seres queridos. La lejanía empieza a tiene nombre propio: China, África, París, la India. Y aprendemos que desobedecer es carne de literatura: la travesura hace que lleguen a la narración los valores y las moralejas.

Los cuentos del comienzo del bachillerato revelan las preocupaciones de la preadolescencia: padres ausentes, divorcios y orfandades, incluso la conciencia del mundo y el deseo de salvarlo como los superhéroes. El diario y la carta comienzan a explorarse como formatos. Aparecen el esnobismo y el vocabulario impostado, y aprendemos que el recurso de “todo era un sueño” es poco eficaz pero socorrido. El colegio es el principal escenario. Hay cada vez menos princesas y más extraterrestres. La realidad y lo paranormal le ganan terreno a la ficción y a la fantasía.

Pero de los 13 a los 18, la adolescencia impone sus temas: los primeros amores y desamores, los sueños de fama e independencia, la vanidad y el descubrimiento del cuerpo como material de escritura: la delgadez, la deformidad o la gordura. La naturaleza ayuda a crear conflicto con tornados, terremotos y tsumanis. Y hay accidentes, peleas pasionales, celos y asesinatos; suicidio, ansiedad, depresión, psicólogos, quiebras económicas, drogas y algún embarazo no deseado. Aparece el castigo, el rechazo, la máscara, la anorexia, la impostura. Se sueña con el amor ideal. Comenzamos a documentar la realidad para luego ficcionarla y a citar a otros. Y asoman también la moralina, el cliché y la cursilería. Ya entonces sabemos que la literatura se hace con la tristeza y el miedo, con la angustia y la experiencia. La autoficción cobra fuerza. El mundo se vuelve cruel, la sociedad, despiadada, empezamos a añorar la vida fácil de la infancia y tememos a la muerte. Y ahí comienza la búsqueda.

Leer estos cuentos me ha hecho volver a pensar en la importancia de la ficción. La capacidad de fabular es uno de los primeros y principales mecanismos que utilizamos para aprehender el mundo. La vida sucede a modo de drama y por eso solo puede ser comprendida como un relato. Las pasiones, los sufrimientos, la imaginación, el placer o el dolor solo podemos explicarlos a través de esa cosa fantástica llamada literatura. En ella nos reconocemos para comprendernos. Y como todo arte, nos revela ciertos aspectos de la realidad –los más profundos– a los que nunca podremos acceder por otros caminos. ¿Leer y escribir para qué? Pues eso.

Querido Pedro,

IMG_6612.JPG

Hace ya casi un mes, te subiste en un avión para emprender tu primer gran viaje. Y en esas primeras horas tras la partida sentirse, por primera vez, la angustia que producen las despedidas, ese nudo en el estómago que marea, que hace que, al comienzo, todos nos arrepintamos por un momento de la idea de irnos.

Pero una vez superado el despegue comenzaste a imaginar lo que ibas a encontrar a tu llegada. Y así será siempre cuando viajes de ahora en adelante, porque un viaje no empieza nunca en la fecha de salida sino antes, en la imaginación de sus protagonistas.

Muchas horas de vuelo después –que te sirvieron para conocer el aburrimiento que suponen las esperas– aterrizaste y empezaron los choques y contrastes: no vendían allí casi nada de lo que acostumbras comer, no todos entendían tu idioma, la temperatura te incomodaba, incluso descubriste que el sol puede ponerse a horas muy distintas. Al principio te molestó, pero luego disfrutaste con tanta novedad y entendiste, igual que hace tantos siglos Descartes, que por distintos que sean los otros, no por eso son bárbaros, sino también hijos de la razón.

Con los días, empezaste a ver la importancia de tus compañeros de viaje. Aprendiste a leer emociones en los pequeños gestos y notaste que nada une o separa tanto como viajar con alguien: ellos revelan los matices y son casi siempre un modo de descubrir diferencias irreconciliables o afinidades para toda la vida. Así supiste además que cada viaje tiene sus historias secretas, sus chistes internos, memorias que solo entienden quienes lo comparten.

Conociste los souvenirs, pero rápidamente comprendiste que los recuerdos solo existen en la memoria y no hay manera de materializarlos. Y como todo viajero, escribiste a los tuyos para contarles lo que vivías, pero te diste cuenta de que las fotos nunca consiguen reflejar el espíritu de los lugares, y que las palabras siempre son insuficientes para comunicar las vivencias.

Después de mucho caminar, caminar y caminar, comprendiste que es mejor ver poco, sin prisa, que mucho con afán. Y que los mejores destinos son aquellos en los que conoces gente local que te abre las puertas de su casa y te permite, por un momento, vivir como ellos: comer su comida, dormir en casas como las suyas, conocer sus costumbres y celebrar sus fiestas. El mejor lugar es siempre aquel donde hacemos nuevos amigos.

Entendiste que por más que planees, la trama siempre es distinta a la que tenemos prevista, pero que por lo general vale la pena la sorpresa. Aprendiste también a estar de paso. Y a esperar: viajar es una especie de antesala permanente, siempre preámbulo de lo que sigue. En esa espera descubriste que uno también se aburre: el viaje es la gran metáfora de la existencia y, como la vida, está hecho de picos y valles.

Aprendiste que un sabor amargo se convierte en un recuerdo dulce. Entendiste la importancia de viajar ligero de equipaje y, al comparar lo exótico con lo conocido, supiste que irse lejos es un modo de mirarnos de cerca. Y ya tendrás oportunidad de decepcionarte cuando al volver nadie ponga el suficiente interés al escuchar tus anécdotas.

El viaje no es, como suele decirse, movimiento, sino sobre todo una sensación. Es algo que se siente de golpe, como una punzada adentro. Saint-Exupéry lo experimentó en el Sahara, en la quietud del silencio y la noche. Kapuscinski, al cruzar la frontera polaca. Noteeboom, en un hotel mugriento en Mauritania.

Yo sé que sentiste el viaje al despedirnos, cuando me soltaste la mano para montarte en un avión, solo, con siete años y los ojos aguados, para describir por primera vez lo que significan la partida y el regreso; la soledad, la melancolía y la nostalgia.

Un buen amigo me contó que cuando era niño, antes de comenzar su primera travesía en barco entre España y América, su padre le dijo: “hay que aprender a irse”. Nos pasamos la vida despidiéndonos, y nada nos une tanto a alguien como un viaje o una despedida. Por eso, mientras más temprano aprendamos a amarrar el corazón cuando decimos adiós, el viaje de la vida será mucho más sencillo y que aunque ahora nos suene a lugar común, no hay llegada, lo que importa es el camino.

La guerra contra las drogas, por un nuevo ABC

¿Sabía usted que, en Portugal, se despenalizaron todas las drogas hace 14 años y, desde entonces, las cifras de adicción, sobredosis y el uso de drogas inyectadas disminuyó un 50%?

¿Sabe que Colorado legalizó la marihuana hace dos años y, desde entonces, nadie ha ido a la cárcel por posesión de cannabis, 125 mil millones de dólares de impuestos han ido a construir colegios y se ha reducido un 32% el contrabando de esta droga por los carteles mexicanos?

¿Sabe que Suiza legalizó la heroína hace diez años y, desde entonces, nadie ha muerto por sobredosis de heroína legal; no se ha registrado ningún asesinato perpetrado por traficantes y se ha reducido en 80% el crimen en las calles? En EE.UU mueren 23 personas cada día por sobredosis.

¿Sabe que el porcentaje de gente que usa drogas sin convertirse en adicto, sin enfermarse y sin incurrir en sobredosis es cercano al 90%?

¿Sabe que un estudio sobre las muertes violentas relacionadas con la droga en Nueva York concluyó que sólo el 2% fueron adictos robando para conseguir la sustancia, 7.5% personas bajo los efectos de las drogas y el resto –la gran mayoría– involucraban mafias y pandillas matándose entre sí por mantener el control del negocio?

¿Sabe que la campaña de Washington para la legalización sostenía que las drogas debían ser legalizadas no porque fueran seguras sino precisamente porque son peligrosas y es necesario sacarlas de las manos de los carteles para venderlas en comercios autorizados y utilizar el dinero en programas de prevención y tratamiento?

¿Sabe que hay estudios que demuestran que un hombre tiene ocho veces más inclinación a golpear a su pareja bajo los efectos del alcohol que de los de cualquier otra sustancia?

¿Sabe que los enganches químicos son un factor menor en la adicción? El aislamiento, los traumas y la falta de perspectivas de futuro son factores mucho más determinantes, que de hecho potencia la guerra contra las drogas.

¿Sabe que, entre sustancias duras y blandas, es más probable que la gente prefiera las blandas? Pasó en Estados Unidos durante la prohibición del alcohol: la cerveza era muy difícil de transportar para los traficantes, que preferían mover aguardientes destilados en formatos más transportables y con efectos embriagantes más rápidos. Pero una vez terminada la Ley Seca, la cerveza volvió a ser la bebida alcohólica preferida de los norteamericanos.

¿Sabe que, de hecho, buena parte de las campañas exitosas en la reforma de la política antidrogas tienen de por medio mensajes conservadores como la restauración del orden público, el colapso económico de los criminales y la protección de los niños?

¿Sabe que la droga recreativa más peligrosa es legal desde hace décadas? El alcohol, está comprobado, es más peligroso que la heroína o la coca. Mata 3.3 millones de personas al año, una cada 10 segundos.

¿Sabe que, entre las ventajas de legalización, está la ruina de los carteles sanguinarios, la desaparición de la cultura del terror que impera en barrios desde Brooklyn hasta Ciudad Juárez o Medellín, la disminución drástica del número de homicidios, que la policía podría dedicar más tiempo a investigar otros delitos –y de paso recuperar la confianza en los barrios– y que los jóvenes tendrían muchas más dificultades para acceder a estas sustancias? También descenderían las muertes por sobredosis y el índice de VIH, como sucedió en Suiza, Holanda y Vancouver. Las drogas que se consumirían serían, de hecho, más suaves que las actuales y habrían más fondos para el tratamiento y reinserción de adictos a la sociedad y al mercado laboral, como ha sucedido en Portugal.

Estos y muchos más argumentos aparecen en Tras el grito, del periodista británico Johan Hari. Y en una ciudad como Medellín, epicentro y cambio de batalla de esta guerra perdida y en la que hemos puesto tantos muertos, deberíamos empezar a pensar en todo esto, en un nuevo enfoque. Este es un libro que es urgente que todos leamos. De hecho, desde que lo leí, lo que quiero es regalárselo al alcalde.

Publicado en el periódico El Mundo.

Escribir, para qué

Me decía el otro día un amigo periodista que estaba cansado de escribir en el periódico. Tiene una columna semanal y conversábamos sobre lo mucho que cuesta elegir el tema, encontrar un enfoque original y afinar las teclas que emocionen y activen la memoria, la imaginación y el pensamiento crítico de los lectores, ya de por sí saturados con demasiados artículos, posts, tweets y comentarios en las redes sociales. Me decía mi amigo que a veces hasta se plantea dejar el periodismo, por puro cansancio de hablar de lo mismo que habla todo el mundo todo el tiempo, devaneos tantas veces inútiles y sin importancia cuando ahí afuera, en este mundo tan jodido, pasan tantas cosas tremendas.

Como él, todos los que tenemos una tribuna pública nos hemos preguntado más de una vez el por qué de estos espacios, en los que hay un poco de todo y mucho de nada. Demasiadas babitas, como me gusta decir a mí, empezando por las mías. Pero yo, cada vez que tengo dudas, sé que debo volver a los clásicos. Uno relee a los maestros del oficio –a Capote, a García Márquez, a Kapuscinski, a Tomás Eloy– y se acuerda de que escribir es tener la suerte de ser testigo del presente y poder entrevistarlo de primera mano. También de la importancia de contar historias, del deber de interrogar la realidad para encontrarle sentido, de la responsabilidad de contar bien el cuento de lo contemporáneo para que el tiempo no borre los matices, de encontrar la historia de ese hombre que, como decían Borges y Hegel, puede ser la historia de todos los hombres.

Esta semana, en una de esas relecturas, encontré un texto que viene a cuento de esas dudas de mi amigo, mías, de tantos. Se trata de la «Carta al General X», que escribió en julio de 1943 el piloto y escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, el día que se embarcó en un convoy americano con destino a África del Norte, en una escuadrilla de las tropas aliadas en plena batalla contra el nazismo. Y hoy quiero compartir aquí un trozo de ese texto no a modo de respuesta, sino más bien como látigo no sólo para quienes escribimos sino para todos esos que dicen que quieren escribir, para que al sentarnos frente a la página en blanco no nos abandone esa duda del por qué y para qué de esa escritura. Porque esa duda es, en realidad, muy positiva: si no nos abandona, eso significa que no escribimos por vanidad, sino pensando en los otros. Porque está claro que un texto tiene el poder de cambiar la vida de un lector, incluso de cambiar muchas cosas allá afuera, en este mundo tan jodido en el que pasan y seguirán pasando cosas. Aquí el texto del francés:

“Es imprescindible hablar a los hombres (…) Qué bien se portan, qué tranquilos están estos hombres agrupados (…) Al hombre de hoy se le mantiene tranquilo dentro de su ambiente, con un juego de pelota o con el bridge. Estamos castrados de una forma muy curiosa. Parece que por fin somos libres. Pero nos han cortado los brazos y las piernas y después nos han concedido la libertad para marcharnos. Yo odio esta época en la que, bajo el totalitarismo universal, el hombre se convierte en ganado afable, educado y tranquilo. ¡Y nos venden eso como progreso moral! (…) ¿A dónde vamos nosotros en esta época de funcionariado universal? Hombre robot, hombre termita, hombre que oscila entre el trabajo en cadena y el juego de naipes; hombre castrado de todo su poder creador y que ni siquiera sabe crear, desde lo hondo de su aldea, ni una danza ni una canción; hombre al que se alimenta con una cultura estándar, como se alimenta a los bueyes con heno. Eso es el hombre de hoy (…) y cuando se haya ganado la guerra, se planteará el problema fundamental, el de nuestro tiempo: el del sentido del hombre, y no existe una respuesta preparada, y yo tengo la impresión de estar acercándome a la más sombría época de la historia del mundo (…) por eso, si salgo con vida de este trabajo necesario e ingrato, sólo tendré un problema, ¿qué se puede, qué se debe decir a los hombres?”

Nuestro deber es seguirnos haciendo esa pregunta todo el tiempo.

La vaca y el elefante. Dos imágenes.

image.jpg

La India. 42 grados a la sombra y es una mañana como cualquier otra en la que cientos de ojos, brazos, piernas, carros, motos, taxis, camellos, vacas, monos y bicicletas cruzan al mismo tiempo una de las avenidas más concurridas de Jaipur. De golpe, Mohamed frena su rickshaw, su mototaxi. Y nada se altera, sin embargo. Allí funciona un orden invisible que a nosotros los occidentales, criados en la doctrina de los semáforos y los pasos de cebra, se nos escapa. Como la neolengua de Orwell, en la India el caos es el orden, y el orden, el caos.

Mohamed frena para llamarme, pero yo no oigo nada. Es imposible cuando suenan al unísono los pitos de miles de vehículos, el hit del último taquillazo de Bollywood y las voces de una multitud que cuando no grita chasquea, escupe y canta. Yo estoy en la acera cuando se me acerca el conductor, que me ve la cara de turista, se hace el simpático y se ofrece a llevarme a un parque ecológico. Y yo caigo en la trampa. Son cerca de veinte minutos de recorrido hasta llegar al elefante más triste que veré en mi vida. El pobre animal comparte un pequeño jardín –como un patio de recreo de colegio– con otros tres paquidermos enfermos, de mirada triste y piel ya sin pigmento por el manoseo constante de los turistas. El folleto que me ha dado Mohamed está a la altura de Disney. Pero yo tardo poco en darme cuenta de mi ingenuidad. Allí sólo hay un señor gordo, tres amigos del gordo y un supuesto cuidador que, en lugar de velar por los animales, se esfuerza para que los visitantes nos hagamos la foto perfecta: el tipo levanta las orejas agujereadas del elefante para que entren en el encuadre, pone la mano de los turistas –mi mano– en lo que queda del colmillo amputado de marfil y me da un puñado de hierba para que lo alimente. Cuando me ofrece unos tarros de pintura para que pintorree al elefante, pienso que ya es demasiado. Me hago la foto por pura compasión. No con el animal, con el que me avergüenzo, sino con ese cuidador que solo está ahí por una propina y en realidad no sabe lo que hace. “Los turistas quieren exotismo”, me dice Mohamed cuando le reclamo. Y pienso que sí, que la culpa es mía, es nuestra. Ese pequeño jardín con elefantes tristes no existiría si yo, esa mañana, no hubiera aceptado visitarlo.

 

II.

 

Una vaca come de la mano de una mujer que ha comprado una bolsa de semillas en el mercado callejero de Jaipur. La vaca abre la boca, saca la lengua y se traga todo, bolsa incluida. Mientras come, la vaca caga unas semillitas iguales a las que le ha dado la mujer hace un momento.

El Rajastán, región noroccidental de la India, es un enorme potrero asfaltado en el que intentan pastar millones de vacas. Pero como no hay pasto, se alimentan de la generosidad de miles de fieles que las tienen por diosas, por madres. Porque los hindúes dan de comer a esas vacas que están en todas partes por la misma razón que un cristiano prende una vela en una iglesia: los dos están seguros de que la vaca, y la vela, pueden hacer milagros.

Meena, mi conductor durante el viaje, tiene una vaca en su casa. Pero no como mascota, como quien tiene un perro, sino como quien tiene un carro de lujo o un apartamento en la playa: el estatus social empieza no en tenerlos, que ya es caro, sino en demostrar que uno es capaz de sufragar los gastos derivados.

Hay doscientos millones de vacas en la India. Vacas que no se ordeñan ni se sacrifican porque allí nadie come carne de res. Las vacas caminan parsimoniosas y en sus ojos se refleja el tiempo que pasa.

Oí a un amigo decir que todos los problemas en la India comienzan en las vacas: la vaca caga, entonces llegan las moscas. Una vez hay popó en todas partes a nadie le importa tirar basura a ese suelo que ya está sucio. Los desechos estancan los desagües y con ellos llegan los bichos que transmiten enfermedades, se contamina el agua. Y toda esa cadena de suciedad es imposible de romper mientras esas vacas, sagradas todas ellas, sigan cagando por todas partes solo porque alguien cree que pueden hacer milagros.

Publicado en el periódico El Mundo.

 

Irse

Irse, siempre el viaje.

Irse es querer partir. Pocos lo saben, pero como dice Ismael en Moby Dick, casi todos los hombres, sea cual sea nuestra condición, albergamos en algún momento el deseo de “hacernos a la mar”. O en palabras de Hans Christian Andersen, el punzante comezón de querer largarnos. De hecho, según Pascal, esa incapacidad del ser humano de permanecer en reposo en una habitación es la causa de las desgracias del mundo. Bruce Chatwin, en Los trazos de la canción, se pregunta si esa necesidad de movernos nace de un impulso migratorio instintivo, como el que tienen las aves en otoño. También lo dice Percy Adams: “Quizá la naturaleza del hombre, de todas las naciones, sea estar inquieto, errar”.

Uno quiere irse porque piensa que lejos estará mejor, porque detesta su vida desordenada o perfectamente en orden; porque necesita el movimiento y la distancia, por curiosidad, placer, anhelo de prestancia o por la tentación de lo desconocido. Hay quienes solo quieren un cambio de ambiente y otros ponen todas sus esperanzas en esos nuevos aires. Se trata de un deseo casi patológico de comenzar, una y otra vez, con la página en blanco. Pero quienes lo hacen no saben que esa es, como dijo Nabokov, la falacia tradicional de los corazones condenados: “donde va el buey que no are”, que reza el dicho paisa.

Irse es despedirse y saludar a la vuelta. Irse también es volver –aunque uno aprende, con el tiempo, que no existen los regresos–. Irse es, por un momento, pararse en esa línea invisible del camino que obliga a mirar adelante y hacia atrás. Hacer balance.

Irse es empacar las maletas. Nuestro equipaje –su peso, su contenido– nos define mejor que nuestra lista de películas favoritas, que las playlists en Spotify o los libros que están o no en nuestra biblioteca. Las maletas son biografía, ficción, autoficción, diario, literatura. Son un territorio autobiográfico, psicológico y hasta metafísico. Uno siempre se olvida de algo necesario. Y en el viaje se da cuenta que ahí están, ocupando sitio, un montón de cosas que no son importantes. Irse son los recuerdos que uno mete en la mochila pero también todo eso que deja, pero no olvida; irse es lo que pesa en el corazón, los remordimientos, las renuncias. “¿Qué se lleva uno cuando sabe que no va a volver?” me acuerdo que se preguntaba un personaje de Kureishi en un libro que leí hace años.

Irse es intentar escapar, cumplir un sueño, pagar una promesa, querer probar un nuevo plato, conocer o reconocer un paisaje, intentar reinventarse. Es anhelar el silencio y la soledad, dejar de escuchar un ruido cotidiano o querer encontrar otras voces, compañías, nuevos ámbitos. Irse es ser feliz en la antesala y el tránsito, y a veces también al regreso. Irse es buscar. ¿Buscar qué? Uno a veces se conformaría sólo con saber lo que está buscando.

Pero irse es, al mismo tiempo, no querer marcharse. Es comprender la fuerza de los lazos que uno teje cuando en un abrazo de despedida caen las lágrimas. Es reprocharse los planes que quedaron pendientes y repasar las rutinas que ya no serán más. Irse es pensar en las cosas que uno podría haber hecho mejor; es, casi siempre, invocar la máquina del tiempo no para ir al futuro sino para devolver el reloj y poder evitar los errores, los desvíos; para trazar nuevamente el mapa.

Irse es inscribirse voluntariamente en la batalla de la soledad y la nostalgia. Es descartar el domicilio fijo, una vida al uso; es comprender que uno ya no volverá a sentirse en casa en un sólo sitio. Irse es el dolor de las separaciones, el desarraigo. Es tener que cargar con el hogar a la espalda, o levantar una y otra vez la casa en distintos lugares. Con lo que eso cansa…

Irse es una promesa, pero también una derrota. Porque irse es renunciar, posponer, alejarse. Irse es, a veces, ser valiente, pero muchas más, cobarde.

A ver si la pregunta no era “ser o no ser”, sino irse o quedarse. 

Tres gracias

De pequeña me enseñaron a rezar. A rezar, a agradecer y a pedir. Iba a misa en el colegio, también a procesiones en Semana Santa y me fascinaban la bendición del Agua y el Fuego y el Sermón de las siete palabras. Llegué a tener estampitas en la billetera, aunque creo que nunca caí en la moda de colgarme santos al cuello, ni en camándula ni en escapulario. Por tradición familiar, he rezado la Novena de Navidad, y me acuerdo de los ‘Mil Jesuses’ y el altar de la Santa Cruz cada 3 de mayo. Pero entre las múltiples formas de oración que aprendí de niña había una muy particular: pedir tres gracias –tres deseos– al entrar por primera vez en una iglesia que antes no conocía (una especie de lámpara de Aladino a la católica). 

Mi relación con la religión ha cambiado de forma radical desde que me enseñaron todo aquello. No solo he dejado de creer en tal cosa como un dios o cualquier santoral, sino que considero que creer se opone a dos de nuestras mejores cualidades humanas: el pensamiento y la razón. Ahora defiendo la laicidad como una de las más importantes consignas democráticas y condeno todo tipo de reivindicación de los creyentes a sentirse ofendidos. Cualquier cosa que abra la puerta al fanatismo religioso –un fascismo como cualquier otro– impide la plena libertad de conciencia y vivir en paz; sin miedo ni culpa, lo peor de los lastres cristianos. 

Pero a pensar de mi discurso laico, todavía conservo esa costumbre de los tres deseos cuando entro, en mis viajes, en alguna iglesia desconocida. Ya no se trata de una oración, sino de una forma de diálogo conmigo. Ahora que empieza la Semana Santa, me he acordado de esto y caigo en cuenta de que siempre, de algún modo, he pedido lo mismo. Con matices, pero lo mismo, desde que era una niña. 

El proceso no ha cambiado tampoco. Entro en silencio. Camino un rato despacio por los pasillos. Me siento en alguno de los bancos de la iglesia o catedral. A veces, incluso me arrodillo. Y como se supone que son sólo tres deseos, elijo con mucho cuidado lo que pido. 

Esto que antes era una oración se ha convertido en un método para calibrar mis anhelos, de saber lo que en realidad me importa. Toda oración lo es, de hecho. ¿Qué es lo que deseo? ¿Por qué lo pido? Lo importante es que también me pregunto por lo que hago para conseguirlo. Esas tres gracias también son una metáfora del miedo: por todo eso que en ese instante recuerdo que temo tanto que pase. Y es un recordatorio de mis carencias, de lo que sé que me falta. Asimismo, es un instante de gratitud: ahí, en silencio, me acuerdo de lo que tengo. Doy gracias a la vida que me ha dado tanto, como dice esa canción que siempre me recuerda a mi madre, y a veces hasta se convierte en un acto de generosidad porque ‘regalo’ alguna de esas tres gracias pensando en el bienestar de algún ser querido.

Aunque ahora pueda ignorar que se trataba de algo religioso, sí reconozco en ello un momento espiritual. Hace ya tiempo que sé que las experiencias místicas suceden, por lo general, lejos de los templos, y que los instantes reveladores se pueden encontrar en el bosque, buceando a 30 metros de profundidad, corriendo maratones, haciendo yoga, escribiendo en una libreta o intentando conquistar cualquier montaña. Yo lo encuentro en todo eso, que se resume en una palabra: el viaje. Cuando lejos y en soledad, puedo en realidad mirarme de cerca. Adentro. Y entonces comprendo que eso es para mí lo más cercano a la religiosidad: esos instantes en los que el alma habla más fuerte que el cuerpo. Cuando en ese diálogo que sucede en mi cabeza, no me engaño.

*Publicado en el periódico El Mundo. Marzo 24 de 2016.

Adicción

image.jpg

"¿Qué es lo que causa la adicción, por ejemplo, a la heroína? Usted está seguro de la respuesta: la sustancia química. Si uno consume heroína 20 días, al día 21 el cuerpo le pedirá un chute a causa de los “ganchos” químicos. Pero mire esto: si alguien se rompe la cadera o le implantan una prótesis de rodilla, en el hospital le darán altas dosis de diamorfina durante semanas o meses. Y la diamorfina es heroína. De hecho, más fuerte que la que se consigue en la calle porque no está contaminada por todo lo que los traficantes usan para rendirla.

Si nos atenemos a lo que creemos saber sobre la droga, esos operados de un hueso roto deberían volverse adictos a la heroína tras salir del hospital. Pero como usted mismo habrá comprobado, no sucede así. ¿Entonces?

Pasa que casi todo lo que creemos saber sobre la adicción es incorrecto, producto de un experimento de comienzos del siglo XX que consistió en poner a una rata en una jaula con dos botellas, una con agua limpia y otra con agua con cocaína o heroína. En todos los casos, las ratas se obsesionaban con el agua con droga, y volvían una y otra vez a ella hasta caer muertas.

Pero en 1970, Bruce Alexander, un profesor canadiense de psicología, decidió repetir el experimento pero con una modificación: en lugar de poner a la rata sola en una jaula, la puso en un pequeño paraíso llamado Rat Park en el que, además del agua limpia y el agua con droga, había ruedas, pelotas, túneles para correr, amigos con los que jugar y otras ratas con las que tener sexo y entablar relaciones.

Y aquí viene la revelación: en el Rat Park, las ratas casi nunca tomaban el agua con drogas. Ninguna de forma compulsiva. Ninguna caía por sobredosis. En la jaula en la que está sola, la rata no tiene otra opción que drogarse. Pero en la otra...

Existe una experiencia humana similar. En Vietnam, casi el 20% de los soldados tomaban heroína durante la guerra. La gente pensaba que una vez regresaran, habría de vuelta un montón de yonquis. Pero los estudios que supervisaron a los militares tras el regreso, encontraron que ninguno tuvo que ir a rehabilitación, ni siquiera sufrieron síntomas de abstinencia: 95% de ellos dejó de consumir una vez estuvo en casa.

Así, si uno cree en la vieja teoría de la adicción que asegura que es la sustancia química la que nos hace adictos, ni esto ni lo que vio el profesor Alexander tendría sentido.

No se trata de los químicos, sino de nuestras jaulas. Por eso hay que pensar en la adicción de una forma distinta. Las personas necesitamos crear lazos con otros. Y cuando estamos felices y saludables, lo hacemos con facilidad. Pero cuando no podemos –por traumas, aislamiento o alguna derrota vital– formamos esos lazos no con personas sino con algo que nos da sensación de alivio. Algunos los tejen con el juego, otros con la pornografía, las drogas, el alcohol, los videojuegos, las redes sociales o la comida.

La adicción es un síntoma de la desconexión que ocurre a nuestro alrededor. Y de ahí que la única forma de deshacer esos lazos no saludables sea formar entornos satisfactorios.

La guerra contra las drogas ha fracasado rotundamente. En lugar de sacar esas sustancias de circulación y ayudar a la gente a reparar sus vidas, ha fortalecido a los traficantes, propicia millones de muertes, crímenes cada vez más atroces, y lo peor: ha aislado a los adictos: los ha puesto en la cárcel o en la marginalidad y nos ha hecho apartarlos de nuestras familias. Los ha tratado como criminales. A todos esos que no están bien, los ponemos en una situación muchísimo peor, haciendo que se odien más a sí mismos y sus circunstancias. Les hacemos más difícil conseguir un trabajo y una vida estable. Los ponemos, de vuelta, en la jaula vacía de las ratas. Hablamos de la recuperación individual de los adictos, pero se necesita es una recuperación social: construir un mundo que se parezca más al Rat Park y menos a las jaulas aisladas”.

“Porque lo opuesto a la adicción no es la sobriedad, es la conexión, la relación con los demás. Y porque si una persona está sola no tiene ninguna oportunidad de recuperarse”, escribe Johann Hari. Ni ellos, ni la sociedad tampoco".

—Este texto parte del capítulo 13 del libro Tras el grito, del periodista británico Johann Hari (un libro que debería ser de obligatoria lectura), y del magnífico resumen que hace del mismo el equipo de Kurzgesagt en http://bit.ly/1PWlng6. Todas las ideas son suyas. Y yo suscribo cada una. Por eso he usado mi columna en El Mundo para compartir este material. Considero que difundir esta idea es vital para todos como sociedad. Todo esfuerzo es poco hasta que llegue la despenalización, la legalización, la inversión del dinero de la guerra contra las drogas en otros asuntos infinitamente más importantes.

Volver

Llegar como turista a una ciudad que antes fue tu casa. Hospedarte en un hotel. Coger el metro y bajarte en estaciones que no solían ser las tuyas. Pasar por la tienda de la esquina y descubrir que ya no está la señora del pan y, en cambio, hay una peluquería. Buscar el café en el que desayunabas los domingos. Entrar. Comprobar que hay comidas que no tienen que ver con el sabor sino con la memoria. Pensar en saludar al viejo portero. Dar dos pasos atrás y decidir qué es mejor no hacerlo. Ver de lejos a la vecina que ahora debe bordear los 80 años. No atreverte a saludarla pero ¡alegrarte tanto de verla! Mirar el antiguo buzón y preguntarte si todavía, alguna vez, te llegan cartas. 

Sacar dinero en el cajero de tu época de estudiante. Comprender que aunque el saldo ha cambiado tampoco eres mucho más rico que antes. El presente, de hecho, no se corresponde con el que pensaste que serías cuando regresaras. Chocarte de golpe con el fantasma del que hubieras sido de haberte quedado.

Querer comprar el periódico pero el kiosco ya no está. Tampoco la librería del barrio. Pasar delante del apartamento donde viviste solo por primera vez y de la casa de algún viejo amante. También frente a ese café en el que hiciste esa promesa que en el fondo sí cumpliste, el restaurante favorito para los cumpleaños y ese bar en el que te vieron llorar pero del que también saliste cantando. 

Pensar en cuando recorrías esa calle con lluvia o sol, con ilusión, prisa, rabia o estrenando unos nuevos zapatos. Ahí sigue la parada del bus que casi todos los días te traía de vuelta a casa. Mirar un rato el que fuera tu balcón, ahí donde hablaste tantas horas por teléfono y fumaste tantos cigarros. Ya no fumas. En eso, al menos, eres menos tonto que antes. Saber que ese balcón es la imagen misma de tu soledad. 

Darte cuenta de que ahora caminas más despacio. Sonreír porque ya no sabes cuál es la discoteca de moda –en realidad nunca lo supiste– y al pasar frente a ese edificio de oficinas te cuesta recordar el nombre de casi todos los compañeros de tu antiguo trabajo. Pero ves el nombre de tu hospital y te dan ganas de saludar hasta al viejo doctor. Cruzar junto al mercado en el que ya no harás la compra. Y todavía temer pasar por la calle donde vivía –y quizá vive aún– aquel gran amor. 

Recordar a los amigos. Los que ya no están y los que siguen ahí aunque ya no sea lo mismo. Ya nadie te recoge en el aeropuerto. Todos prometieron no cambiar en la despedida. También tú. Lo que no sabías entonces es que lo único inevitable es el cambio. Mirar el cielo. Encontrarlo igual de azul. De hecho, es lo único que permanece intacto. ¿Has venido a esta ciudad? ¿O has vuelto? Ir y volver son dos palabras que pierden sentido para quien se ha ido tantas veces como ha regresado. 

Caminar de vuelta al hotel que esta noche es tu casa. Acordarte de un poema. De ese verso de Maillard que habla de volver sobre las huellas. Encontrarlas estrechas. Sacudirles el polvo. Practicar la gratitud. Mirar sin dolor. Sin lastre. Sin nostalgia.

*Publicado en el periódico El Mundo. Febrero 25 de 2016.

La conspiración de las vacas

Se llama Kip Andersen. Un americano promedio que, como muchos, se convirtió a la religión del ecologismo después de ver el documental de Al Gore sobre el cambio climático. El miedo a un futuro –presente ya– de tormentas perfectas, incendios devastadores, récords de sequías, cascos polares derritiéndose y océanos ácidos lo llevaron cambiar sus hábitos. Se volvió un activista. Aprendió a reciclar, cambió los bombillos por leds ecológicos, cerró la llave mientras se lavaba los dientes, tomó duchas más cortas. Empezó a apagar las luces al salir de una habitación, renunció a su carro y se sumó a la movida de la bicicleta. 

Pero al ver que las cifras sobre el calentamiento global seguían empeorando, se preguntó si para salvar el planeta era suficiente con que todos adoptábamos hábitos sostenibles. La pregunta da origen a Cowspiracy, un documental que se puede ver estos días en Netflix. Y la respuesta no. No basta con que todos adoptemos rutinas ecológicas mientras no dejemos de comer carne, huevos y lácteos. 

Las cifras lo dejan a uno sin argumentos: la agricultura animal produce más gases de efecto invernadero que las emisiones de todos los carros, camiones, trenes, barcos y aviones juntos. Las vacas (los peos de vaca, para ser exactos) tienen una cantidad de metano que es 86 veces más destructivo que el carbono vehicular. Cada galón de leche requiere más de mil litros de agua para ser producido. Y mientras la industria del petróleo consume 100 billones de galones de agua, las vacas ¡34 trillones! (el 30% de toda el agua potable). Así que aunque Kip vaya en bicicleta a todas partes y tome duchas cortas, solo con comerse una Big Mac ya gasta 660 galones de agua, los que se necesitan para producir esa sola hamburguesa. ¡El equivalente a bañarse dos meses seguidos! 

Cowspiracy revela además que los desechos agrícolas son la causa principal de la contaminación del agua y el pastoreo de animales ocupa el 45% de la tierra cultivable en el mundo, desertifica la tierra fértil y destruye bosques y selvas tropicales. La cría de vacas, cerdos, pollos, gallinas y demás animales es responsable del 51% del cambio climático. La gente pasa hambre mientras el 50% de los granos y legumbres que cultivamos se van al ganado –podríamos alimentar a todos con una dieta saludable si solo le quitáramos a los animales esa comida que les damos–. Y ocasionan el 91% de la destrucción del Amazonas: ¡se destruye el equivalente a una cancha de fútbol por segundo! Y cada día se pierden cien especies de plantas, insectos y animales. Incluso en Brasil han asesinado ambientalistas que intentan denunciarlo. Y lo peor: los lobbies de la industria ganadera son tan poderosos que no solo determinan las políticas públicas para favorecer su industria sino que pagan sumas inmensas a organizaciones como Greenpeace y similares para que enfoquen sus luchas a otros aspectos del deterioro global y aparten los ojos este problema mayúsculo. Porque, de hecho, aunque no consumiéramos nunca más ni petróleo, ni gas o combustible, por culpa de las vacas superaríamos la emisión de gases de efecto invernadero admisibles para sobrevivir como planeta para el año 2030. ¡Solo por tomar leche, yogurt, mantequilla, huevos y carne!

No tengo alma de activista. Desconfío de todo movimiento que se parezca a una religión –con feligreses, sacerdotes y predicadores del Apocalipsis– y le temo a cualquier bandera que me haga pronunciar la palabra Nosotros. ‘Nosotras las mujeres’, ‘nosotros los paisas’, ‘nosotros los del Barça’. Por eso defiendo los derechos de las mujeres pero no me llamo feminista, y cuando juega la selección rara vez me pongo la camiseta porque sé que las banderas y los himnos son el camino más corto hacia la intolerancia, la pelea irracional, a dividir el mundo entre ese “ellos” y “nosotros” que por lo general nos separa. 

Pero aunque uno no sea activista, este documental plantea un desafío al sentido común. Este planeta es un barco con un montón de agujeros por los que ya sabemos que va a naufragar. Pero todos los huecos chiquitos –los combustibles fósiles, la minería, la polución, el despilfarro de agua, el uso de desodorantes, la superpoblación, el exceso de plásticos y desechos– no se equiparan en peligrosidad y tamaño al hueco principal: el de la cría de animales para el consumo de su carne y derivados. Entonces, como no hay otra opción que esta vida a bordo a punto del naufragio, lo lógico es empezar a reparar el boquete más grande por el que hacemos agua, antes que todas las fisuras pequeñas. Y lo dice quien viene de una familia que se dedica a la ganadería y le cuesta imaginarse la vida sin asados ni huevos revueltos, café sin leche o arepa sin quesito. Pero parece que no hay tal cosa como la ganadería sostenible, que no hay más opción que volvernos veganos.

*Publicado en el periódico El Mundo. Febrero 11 de 2016.

Espectáculos

image.jpg

En Córdoba, José Bretón, un marido despechado, mata a sus hijos de 6 y 2 años para vengarse de su exmujer. Luego los quema en una pira. En Sevilla, un joven de 20 años, Miguel Carcaño, mata a su exnovia de 17, da nueve versiones diferentes de los hechos y consigue el crimen perfecto: que nunca se encuentre su cadáver. En Galicia, Asunta Basterra, de 12 años, fue asesinada por sus padres, Rosario y Alfonso, por causas que todavía no se conocen. En Wisconsin, Steven Avery pasa 18 años en la cárcel por un crimen que no cometió. Poco después de su liberación, es acusado de otro asesinato por el que es condenado, de nuevo, a cadena perpetua. 

Estos casos tienen en común que los juicios de los acusados son seguidos por el público en tiempo real –y no son los únicos–. Los familiares, amigos, vecinos y allegados a víctimas y victimarios dan declaraciones en la televisión y nosotros, espectadores implacables pero sin conocimiento real del sumario y las pruebas, no tenemos reparo en aventurar veredictos, implicar a otros sospechosos y condenar desde la comodidad de nuestras casas.  

Las tragedias, de todo tipo, se han convertido hoy más que nunca en espectáculos. Lo que para nosotros es sólo otro misterioso asesinato, un atentado terrorista o la guerra que sucede a lo lejos, para los protagonistas es un drama que se multiplica a causa de los foros de internet, los tweets y los posts en en los que todos jugamos a jueces, detectives, policías y sensores. 

Ya es más regla que excepción ver en las noticias titulares como “Un hombre es arrestado por filmar un accidente fatal de automóvil en lugar de ayudar a la víctima” (The Telegraph, junio de 2015) y en los atentados de París, hace unos meses, todos seguíamos ansiosos, en vivo, la toma del Teatro Bataclan en la que murieron casi cien personas a manos de los terroristas –más de uno lamentaba que no hubiera algún rehén intentando hacer un streaming–. Todo muy al estilo de ese episodio de Black Mirror en el que el público filma y toma fotos en lugar de ayudar a una mujer que es perseguida por un psicópata asesino. Y aquí cabe también el encuentro de Sean Penn con El Chapo, una entrevista que intenta hacer pasar por periodismo lo que no es más que otra puesta en escena hollywoodense, además de un despliegue de narcisismo desmesurado. Otro espectáculo.

Pero ya está claro que cuando un tema entra en nuestro mundo de redes y pantallas, la capacidad de reflexión se reduce. El desconocimiento, la ignorancia y los prejuicios ganan en volumen al pensamiento y el análisis. La imagen reemplaza la idea, como escribió Vargas Llosa. Es la frivolidad de nuestra sociedad de consumo: el mal se vuelve banal y consumimos con voracidad incluso las tragedias. 

Hablamos mucho de modernidad líquida, de hiperrealidad, de simulacros. Pero hay una frase que resume mejor nuestro ser contemporáneo: “La gente inteligente habla de ideas. La gente mediocre habla de hechos. La gente estúpida habla de personas”. Estúpida es entonces esta sociedad en la que contamos “amigos” y seguidores, en la que estamos a la espera de una imagen para crear un meme, en la que miramos solapados la vida de los otros, que creemos que una infografía o un video nos convierte en expertos, en la que se van lo días en comentar noticias, trending topics, espectáculos.

*Publicado en el periódico El Mundo. enero 28 de 2016.

Sísifo en el laberinto

Escultura: Marc Pérez

Escultura: Marc Pérez

Cuenta un cuento de Borges que hubo un rey en Babilonia que construyó un laberinto tan complejo y sutil que todos los que entraban se perdían. Un día, el rey de los árabes llegó de visita a su corte y el anfitrión, para burlarse de él –le parecía un hombre simple– lo invitó a entrar en su laberinto. El árabe vagó todo el día confundido entre puertas falsas y caminos hasta que consiguió encontrar la salida. Salió sin proferir ninguna queja y regresó a su reino. Tiempo después, el rey de los árabes quiso mostrarle al babilonio su laberinto, pero antes arrasó sus dominios, lo tomó prisionero y lo amarró encima de un camello. Entonces le dijo: “en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora yo te muestro el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso”. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto. Murió de sed y de hambre. 

Se me ocurre que el tiempo puede ser cualquiera de esos dos laberintos: uno con puertas y paredes que equivalen a las horas, días, calendarios y rutinas, y el otro, un océano infinito de tiempo, sin muros de ningún tipo que acoten su paso. 

Pienso en esto mientras veo cómo pasamos los últimos días de diciembre y los primeros de enero haciendo listas, proyecciones y compromisos para el nuevo año. Por escrito, o a modo de nota mental, ponemos esos kilos de más que siempre hay que adelgazar después de fiestas y vacaciones –o los que tenemos pendientes desde hace tiempo–, al lado del desafío de empezar, ahora sí, a hacer ejercicio, dejar de beber, de fumar y mejorar los hábitos alimenticios. Un escritor se promete más páginas escritas al día y, un lector, más libros. Un padre, más tiempo de calidad con sus hijos. Imagino a esos que tienen como prioridad el dinero hacer las cuentas de cuánto más ricos deben ser para cuando acabe el año y sé que la lista de propósitos de la mayoría coincide en eso de aprender otro idioma, viajar más, ahorrar, pagar las deudas, independizarse o conseguir un trabajo que nos haga más felices. 

Gusta mucho esa frase que se le atribuye a Lennon de “la vida es lo que pasa mientras estamos ocupados haciendo planes”, porque suele ser cierta. Pero esos planes son, creo, los muros, puertas y escaleras que, en últimas, hacen sorteable el laberinto. Marcar prioridades en el calendario, atenernos a ciertas rutinas y establecer las metas del año, de cada mes y cada día –aun cuando sabemos que vamos a fracasar en muchos de esos propósitos–, es lo que convierte en camino posible y fecundo ese desierto que es el tiempo cuando no tiene cortapisas ni horarios –desierto porque es estéril, porque es bello y tentador pero puede desorientar o destruir a quien lo habita, porque tiende a hacernos ver espejismos–.

Por eso, como Sísifo, es bueno empujar todos los días la roca hasta la cima de la montaña, aunque la piedra, una vez arriba, vuelva a rodar cuesta abajo. La roca son nuestros planes. Y como escribió Albert Camus, todo el gozo silencioso se encuentra en eso. Ese es nuestro destino, el que nos pertenece. Esas rocas, esos proyectos, son lo único que poseemos. “La lucha para alcanzar las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo feliz”. Sin ellos, la vida carece de sentido. El tiempo se vuelve desierto y, como la arena, se nos va entre las manos.

*Publicado en el periódico El Mundo. Enero 14 de 2016.

Susurros

La historia apareció hace algún tiempo en el New York Times: hay una única ballena en el mundo que viaja sola. Los científicos la siguen desde 1992 y han descubierto que no es igual a ninguna otra ballena conocida. No tiene amigos. No tiene familia. No pertenece a ninguna tribu o manada. No tiene amante –nunca ha tenido uno–. Su canto tiene entre dos y seis llamados, cada uno de dos segundos por compás. 

Tampoco sigue la ruta migratoria de ninguna otra ballena barbada, otra de las razones por las que no se topa, ni por casualidad, con algún amigo posible. Viaja por el Pacífico Norte, desde el mar de California hasta unas islas cerca del Polo, a la altura de Alaska.

Pero el problema es que su voz no se parece a la de ninguna otra ballena: mientras las demás criaturas de su especie se comunican entre los 12 y 25 hz, ella canta a 52 hz. Esto significa que ninguna otra ballena puede escucharla. Y no porque hable muy bajo, sino ¡porque habla demasiado duro! Por eso lo que dice nunca tiene respuesta. De hecho, no se sabe si canta o llora: su voz ha cambiado con los años, según explican los expertos, y ahora es aún más aguda. Pero mientras tanto ella sigue viajando. A ver si en algún punto de su trasegar alguien responde, por fin, a su llamada.

Para fortuna de su especie, en el océano ella es la única que grita. En tierra, mientras tanto, lo hacemos todos: gritan los políticos en los parlamentos, se gritan las parejas en la casa, en vacaciones, a la salida de los centros comerciales, en navidad. Le gritan los niños a los padres y los padres a los hijos; los periodistas, desde sus tribunas, y los tertulianos en los debates. Grita la televisión en la sala, la radio en el bus, en el bar y la gente por el celular en la calle, en el cine, en los restaurantes. Grita El grito de Edvuard Munch, símbolo de la angustia existencial contemporánea –de ahí que ese cuadro sea un ícono pop, que nos guste tanto– y gritamos todos, todo el tiempo, en las redes sociales –quizá por eso, igual que le pasa a la ballena, nadie escucha–. 

En medio de las fiestas de fin de año yo pienso en gritos y ballenas mientras suena al fondo esa canción de U2 que habla que es necesario gritar sin levantar la voz –“you gotta scream without raising your voice”–, y me acordé, una vez más, de las palabras del poeta español José María Parreño cuando decía que en estos tiempos, para que te escuchen, lo que ideal es hablar en susurros.

Publicado en el periódico El Mundo. Diciembre 31 de 2015.

Profundidad

«Mejor saber poca cosa», escribió uno de mis ‘amigos’ hace unas semanas en Facebook. Otro, opinando sobre la columna que escribí acerca de los comentarios superficiales en las redes sociales, me acusaba de “citar demasiadas lecturas”, y defendía su derecho a decir lo que quisiera aunque hubiera leído poco. «Yo no tengo tiempo como tú para leer —escribió. Lo siento».

Llevo las últimas semanas y columnas reflexionando sobre las diferencias entre la opinión y la idea, entre la creencia y el pensamiento. Quizá esté equivocada, pero en los tiempos que corren, con nacionalismos que intentan devolvernos a tiempos pretéritos, conflictos nacionales e internacionales que amenazan las conquistas de las libertades colectivas e individuales del último medio siglo y redes sociales que minan todos los días nuestra capacidad de trabajo, concentración y reflexión intelectual, pienso que el gran valor a defender, el último baluarte para refugiarnos es la profundidad, la hondura del pensamiento. 

Javier Marías, en una entrevista con Enric González hace un par de semanas en Jot Down, recordaba que en los años ochenta y primeros noventa la gente parecía decidida a saber más y a ser más instruida, pero ahora es como si hubiera un cansancio frente a eso y casi todos dijeran: «Pues mire, sí, somos brutos, y a mucha honra». 

Muy a nuestro pesar, tenemos que admitir que es así. Nuestra cultura Google, esa que es responsable de la ilusión de que el saber se obtiene “surfeando”, “navegando”, ha dinamitado la idea de que el camino de las ideas y la búsqueda del sentido pasa por el esfuerzo. El ascenso y el descenso son históricamente la metáfora del conocimiento, una noción que nos viene desde Platón y en la que la historia, la literatura y la filosofía han insistido a lo largo de los siglos –de Homero a Dante, de Descartes a Schopenhauer, de Nietzsche a Joyce, a Musil, a Magris–. Y como escribe el italiano Alessandro Baricco en Los bárbaros (el diagnóstico más lúcido que he leído sobre este asunto), “antes, el acceso al sentido profundo de las cosas presuponía tiempo, erudición, paciencia, aplicación y voluntad. Se trataba, literalmente, de ir al fondo, excavando la superficie pétrea del mundo”. 

El problema es que ahora vivimos en los tiempos de “la alergia a la profundidad”. Baricco lo dice y nos plantea las preguntas que importan: el escaso tiempo que dedicamos hoy al pensamiento, ¿no es acaso un impedimento para las ideas y más bien un propulsor de idolatrías? Mantenernos en la superficie de las cosas y la degradación de la reflexión, ¿no parece un antídoto contra las ideas propias en aras de un deslavazado pensamiento colectivo? Parece que tenemos miedo a pensar en serio, a pensar a fondo y de forma individual. Y así es como nos convertimos en orgullosos analfabetos. 

El peligro está en que, como sabemos, todo lo que no se comprende se le tiene miedo. Y ese miedo es el que nos vuelve chiquiticos: miedo al otro, al vecino, al inmigrante, a la vanguardia, al progreso, a lo desconocido y todo lo que no conseguimos entender. 

Pero comprender, y hay que insistir en ello todas las veces que haga falta, requiere voluntad: “el esfuerzo es el salvoconducto al hacia el sentido más elevado de las cosas. Sin esfuerzo no hay premio, sin profundidad no hay alma”, dice el escritor italiano. Y perder el alma equivale a perder esa cosa inefable que es, en últimas, la que nos humaniza. Lo contrario es lo que nos convierte en bárbaros.  

Publicado en el periódico El Mundo. Diciembre 17 de 2015.

Creer y pensar

En su ensayo Creer y pensar, publicado en 1940, José Ortega y Gasset explicó las principales diferencias entre el concepto de “idea” y el de “creencia”. Ya sabía el filósofo que ambos tienden a confundirse, y ello impide la comprensión real de los hombres y las épocas. 

Para Ortega, las creencias son aquellas convicciones que están en nosotros mucho antes de que nos ocupemos de pensar: “No son ideas que tenemos, sino ideas que somos, son nuestro mundo y nuestro ser”. Las ideas, por el contrario, son aquellas que el hombre produce, sostiene y discute luego de un ejercicio de pensamiento, de una operación intelectual. 

Por eso son las creencias las que configuran nuestra realidad, mientras que las ideas son esas que se corresponden –o dudan– de esa noción de realidad. Un ejemplo: durante siglos, el hombre creyó que el sol giraba alrededor de la tierra. Creyó. Y esa creencia configuraba su mundo, esa era su verdad. Sin embargo, un día vino alguien a desmentir aquello, y la verdad comenzó a ser otra. 

Así ha sucedido también con el origen del universo, el concepto de Dios, la muerte y todas las verdades que el hombre necesita para asentar su mundo. Primero fue el mito, que en las sociedades arcaicas no consideraban ni invención, ni ficción, sino historia verdadera, y luego la ciencia, la filosofía y la literatura han intentado otras respuestas posibles. Es por eso que las verdades van cambiando con el tiempo, cuando alguien propone una noción “idealmente más firme”, como escribió el filósofo español. 

¿Y si fuera la tierra la que gira alrededor del sol? se preguntó un día Copérnico. Y ya se sabe: un solo cuestionamiento basta para cambiarlo todo. Es así como la duda se ubica en el origen de las ideas. Mientras la fantasía y la imaginación inventan ese mundo que llamamos “verdad”, la duda inquieta, cuestiona, desestabiliza. 

Pero nótese que en la base de todo está la palabra, porque es en ella donde reside el pensamiento y la inteligencia, pero también nuestra capacidad de imaginar,  abstraer y crear, las condiciones mismas de la libertad. Ortega decía que para entender a un hombre o una época hay que comprender primero cuáles son sus creencias, pero yo diría más bien que lo primero que hay que conocer es cómo es, para esa persona o momento histórico, su relación con la palabra. 

¿Y cómo es la nuestra? ¿Qué dice de nosotros el hecho de que despreciemos el lenguaje hasta apocoparlo en emoticones y asteriscos? ¿Que la ortografía parezca una ciencia muerta y el plagio sea lo habitual cuando se le pide a alguien escribir un texto propio? ¿Que endulcoremos todo el tiempo la realidad con frasecitas rimbombantes que, de tan ridículas, tienen que ser falsamente atribuidas a García Márquez y a Borges? ¿Que la gente sea cada vez menos capaz de describir sin adjetivos como “increíble” o “espectacular”, gastadísimos de tanto usarlos? ¿Que ya casi nunca salgamos de las ideas preconcebidas, el lugar común y los clichés, al punto de que ni nos damos cuenta cuando los usamos? ¿Que leamos tan poco y tan mal? ¿Que hayamos ido perdiendo a toda velocidad la destreza narrativa, la oralidad y el contar historias que nos hace humanos? ¿Que hayamos olvidado que la literatura, la verdadera –no confundirla con todo lo que viene empastado y en forma de libro– tiene poder simbólico pero también real, capaz de transformar la realidad? ¿Que sigamos cayendo en la trampa de la objetividad, la metáfora mediocre y las historias con moraleja y moralina? 

Dice mucho más de nosotros y de nuestra época la respuesta a todas esas preguntas que cualquiera de nuestras creencias. La ruptura lenta pero real de nuestra relación con el lenguaje –ese que deja huella en la memoria y nos salva de la alineación y del olvido, y ese en el que radican la duda y la idea– importa mucho más que si Dios ha muerto o que la tierra ya no gire alrededor del sol sino de un montón de gadgets, máquinas, aparatitos. 

Publicado en el periódico El Mundo. Diciembre 3 de 2015.

Babitas

“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. La frase, ya se sabe, es de Borges. Me he acordado de ella este fin de semana tras los atentados de París, cuando volví a ver en Twitter y Facebook esa foto que ya hace tiempo circula y que dice: “la diferencia entre leer un libro y leer muchos”. La imagen muestra, a la izquierda, dos mujeres: una con una Biblia y otra con el Corán, ambas con una kalashnikov en la mano. A la derecha, un hombre tranquilo que organiza su biblioteca.

La imagen viral me ha recordado la frase de Borges porque creo que a todos esos opinadores y escritores de estados de Facebook, que critican los posts y las banderas de solidaridad de los otros, que comparan a Isis con las Farc, que cuentan muertos a un lado y al otro con la misma dinámica de un Mundial de fútbol y que creen que comprenden la guerra de Siria porque han visto un video en YouTube que la explica en diez minutos, lo que les falta son lecturas de las que sentirse orgullosos. 

Todos esos censores, dueños de una autoendilgada superioridad moral para juzgar desde a Mark Zuckerberg hasta los colombianos que según ellos somos hipócritas porque no nos solidarizamos con la bandera de Colombia o del Líbano en nuestra foto de perfil, se olvidan de que lo que cuenta detrás de la palabra es la idea, no la creencia. Y el pensamiento se construye –y perdón la perogrullada– leyendo y discutiendo otras ideas, no estados de Facebook. 

La opinión está al alcance de cualquiera. Son babitas. Las ideas, por el contrario, son un terreno mucho más difícil: requieren esfuerzo intelectual, tiempo invertido, lecturas, argumentos. Cualquiera puede tener una opinión sobre París, el proceso de paz, el matrimonio homosexual y el aborto, pero ¿cuántos pueden parir realmente una idea? ¿Una que se pueda contrastar con teorías, libros, fuentes? ¿Una que, además, sea coherente con el resto de un sistema de pensamiento? Piense, por ejemplo, en el aborto: usted puede decir que está de acuerdo porque cada cual debería poder hacer con su cuerpo lo que quiera. Así las cosas, ¿cree también en el libre derecho a la prostitución y la venta de órganos? Al fin y al cabo eso sería también hacer con el cuerpo lo que a cada uno le parezca. Y no intento aquí defender una idea ni otra, sino demostrar lo difícil que resulta construir pensamiento. 

Pero volvamos a los orgullosos críticos, escritores y comentaristas de estados de Facebook. ¿Por qué será que los únicos posts que en realidad interesan son los que propone la gente que lee y está bien informada? Hagamos un cálculo: sólo leer las páginas internacionales del diario El País este domingo tomaba cerca de una hora. Entre el viernes y el lunes festivo, muchos leímos también Le Monde, artículos de El Español, El Confidencial, TheAtlantic, The New York Times, El Espectador, TheEconomist, El Mundo, Time, Liberation, The Guardian, TheHuffington Post, Foreign Affairs, The New Yorker, Spiegel International, Infolibre, Vox y The New York Review of Books, entre otros, además de habernos acercado a nuestras bibliotecas a releer pasajes de libros ya subrayados. Todo sumado, habremos pasado más de doce horas leyendo. 

¿Cuántos de esos nuevos teóricos del choque de civilizaciones, obispos de la tolerancia políticamente correcta y profetas de la ley del talión habrán pasado siquiera veinte minutos con un periódico o un libro entre las manos, fuera de las redes sociales?

Por eso esta columna es para ese amigo del dedo levantado, ese que podría llegar a ser tan incendiario como esas chicas de la foto viral que cargan una ametralladora y han leído sólo un libro (tú, a lo mejor, no habrás leído ni uno): tienes que saber que tus opiniones llenas de babas nos tienen a todos sin cuidado y que sólo vamos a leerte –y rebatirte– cuando lo que nos propongas sean ideas. La línea se traza entre los que quieren opinar y los que queremos comprender. Así que jáctate tú de esos posts y tweets que has escrito. El resto preferimos sentirnos orgullosos de todo lo que, en aras de intentar entender algo, hemos leído.

Publicado en el periódico El Mundo. Noviembre 19 de 2015.

¿Y si le hubieran disparado?

image.jpg

Parece que seguimos sin aprender nada. Parece que sigue siendo necesario insistir en lo obvio. Aquí nos mataron a Jaime Garzón. Allá, acribillaron a toda la redacción de un diario satírico. En Suecia, un caricaturista lleva años con guardaespaldas en la puerta de su casa porque sus dibujos hirieron la susceptibilidad de unos radicales. Y ahora, otro grupo de hipersensibles está a punto de sacar del aire al Soldado Micolta, ese personaje que en Sábados Felices lo único que hace es ser descachado. Su humor es tan malo que da risa. Pero está bien lejos de ser racista o malintencionado. 

Yo no entiendo que el Canal Caracol, un medio de comunicación que debería estar en pie por la defensa de la libertad de expresión, vaya a ceder a las presiones. Está bien: el blackface –pintarse la cara de negro– es un recurso que ya no es necesario. Pero ni por eso.   

Ay, esos defensores de la dignidad. Qué miedo que dan. Se indignan por un mal chiste pero no tienen problema en bloquear el ingreso a un teatro, intentar tomarse las instalaciones por la fuerza y agredir a esos que, en su derecho a reírse de lo que les dé la gana, pretendían comprar entradas para divertirse un rato. Eso pasó el viernes en Cali. ¿Y si alguno hubiera disparado contra el humorista Roberto Lozano? 

Esos supuestos defensores de la libertad de expresión que al mismo tiempo condenan el uso de palabras ofensivas, interpretaciones, caricaturas y textos que en teoría hieren sentimientos ajenos no se dan cuenta de que así dan argumentos a quienes agreden o incluso tiran del gatillo porque sienten que su dignidad y sus creencias son insultadas.

¿Qué civilización somos si renunciamos a nuestro derecho a publicar opiniones y dibujos que a algunos pueden resultarles ofensivos? se preguntaba Flemming Rose a raíz de los atentados contra Charlie Hebdo. También escribió en enero Manuel Jabois: “una democracia necesita poner a prueba su tolerancia, porque detrás está su libertad. Esa tolerancia no se ejerce con quienes maldicen en bajito sino, entre otros, con quienes se burlan de lo más sagrado de cada uno en voz alta”. Ellos, igual que miles de personas, coincidimos entonces en que el precio que todos tenemos que pagar por vivir en democracia, con libertad de expresión, de pensamiento y de culto, es que nadie tenga un especial derecho a no ser ofendido. 

Así que digámoslo otra vez y todas las veces que sea necesario: nada justifica la violencia contra la idea, el grito sobre el argumento, la mueca horrenda de la intolerancia contra la inteligencia y el humor. 

Porque no se trata de la burla, sino de la posibilidad misma de burlarse. ¿O deberíamos entonces aceptar que alguien determine qué es risible y que no, de qué podemos reírnos y de qué no? Céline fue un escritor antisemita, pero hay que celebrar que exista su Viaje al fin de la noche. Sade ofendía a todos en su época y las siguientes. Pero yo celebro mucho que el Marqués publicara sus libros. Si a alguien le ofenden y le parecen vejatorias las caricaturas de un periódico o las interpretaciones de un humorista, que no vea los shows y no compre esas publicaciones. Y si le considera que sobrepasan los límites de la injuria, la calumnia o el racismo, ahí están los tribunales para que juzguen con base a la ley. Como dijo Charb, el director del diario satírico unas semanas antes de que lo asesinaran, empezamos aceptando que no podemos burlarnos del Papa y terminamos no pudiéndonos burlar de nada. 

No hay mayor libertad que la risa, porque reírse es sinónimo del hombre libre. Lo contrario es la tiranía. La mordaza. El silencio.

Publicado en el periódico El Mundo. Noviembre 5 de 2015.

El Iphone, ¿Una obra de arte?

image.jpg

Steve Jobs, un artista. Un hombre con personalidad de genio creador y que cuidó sus productos del mismo modo que un pintor, músico o escritor se preocupan por su obra y su legado. La idea la plantea Joshua Rothman en The New Yorker. Pero, ¿era en realidad así o solo una estrategia de marketing? 

Un anuncio de Apple del año 97 parece una declaración de intenciones: vemos a Einstein, Luther King, Lennon, Gandhi y Picasso al tiempo que una voz en off les rinde tributo: “los rebeldes, los problemáticos, los que no respetan el statu quo. No estamos de acuerdo con ellos o los glorificamos, pero no podemos ignorarlos porque cambiaron las cosas y empujaron la raza humana hacia adelante. Los llamaban locos, pero nosotros, genios: porque solo los que están lo suficientemente locos para pensar que pueden cambiar el mundo, lo consiguen”.

No cuesta mucho aceptar a Steve Jobs como un artista. Creativo y visionario, quería que sus creaciones fueran piezas perfectas. Para él, un dispositivo bien diseñado facilitaba el pensamiento y la creatividad: “una bicicleta para la mente”. Pero dice Rothman que un computador no tiene mensaje, tampoco un punto de vista: por eso se parece más a un instrumento musical que a una sinfonía. No para Jobs: él procuró que sus aparatos se interpusieran, lo menos posible, en el proceso creativo de sus usuarios. Además, creía en una especie de belleza tecnológica que iba más allá del diseño. 

¿Pero puede ser el iPhone una creación artística? Quienes tenemos uno –el que quizá usamos para leer este artículo–, ¿estamos en posesión de una obra maestra? 

Uno de los argumentos para distanciar el smartphone de Apple de una pintura o escultura es que la obra de arteestá para ser contemplada e interpretada, mientras que el teléfono inteligente es una herramienta. Esto es fácil de refutar: Miguel Ángel, por ejemplo, no era tanto un artista como un artesano al servicio de la iglesia. La Capilla Sixtina tenía una función tanto utilitaria como estética: además de arte, debía ser un instrumento para evangelizar sobre la Creación y el Juicio final a los fieles que no sabían leer.

El iPhone también se descalifica como arte por su producción masiva. Pero esto se puede discutir a la luz de Walter Benjamin y La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica: aunque una obra dependa de un grupo de personas –el cine o cualquier pieza colectiva– ello no lo priva de su condición. Tampoco su multiplicidad: un libro puede ser arte aunque se imprima un ejemplar o veinte millones. 

Los hitos artísticos son el resultado de un progreso que parte en dos la historia de su disciplina; una ruptura total con lo anterior. La conquista del movimiento en el arte griego, de la perspectiva en el Renacimiento o de la cámara obscura por Vermeer y sus contemporáneos dieron lugar a auténticas obras maestras. La historia del arte es la de la evolución de nuestros modos de ver, pero también de la técnica, además de la conquista de la belleza.

El arte es, asimismo, el depositario del pensamiento, una ventana que nos permite asomarnos a una época. Si miramos un menhir de la Edad de Piedra o a los bisontes de Altamira, no solo vemos una piedra o una imagen en la pared, sino las preocupaciones del hombre de ese tiempo, sus miedos, sus costumbres y su fe. Y así como hoy, en los museos, hay herramientas de la Era de Bronce, tablillas de escritura cuneiforme, papiros egipcios o una Biblia de plata del siglo VI, el iPhone será una pieza de exhibición en el futuro. 

Rothman admite que Jobs, en cuanto artista, fue un integrador: creó algo que es mucho más que la suma de las partes. Sabía que sus aparatos podían destilar energía creativa, comunicar su sensibilidad y ser, en últimas, más que una herramienta: una fuente de inspiración en sí mismos y por derecho propio. 

Cuesta poner al mismo nivel el iPhone y Las Meninas. ¿Pero acaso éste no es también la conquista de la técnica y la belleza, un tour de force, la mezcla del estilo y la visión personal de un genio creador, la consecución de un mito primitivo, un antes y un después, una pieza extraordinaria que resume nuestro ser contemporáneo? Si alguien volviera a hacer ese anuncio del 97, el de los hombres que cambiaron el mundo, Jobs sería, sin duda, uno de los protagonistas.

Publicado en el periódico El Mundo. Octubre 22 de 2015.

En defensa de la vanidad

image.jpg

Me gusta hablar de periodismo, pero le temo. ¡Ah, cómo nos gusta a los periodistas hablar de nuestro oficio! Para pensar la profesión, ahí estamos todos con nuestros egos revueltos, portavoces de la verdad revelada –aunque digamos que no en voz alta–, muy buenos para mirar a los otros pero malos para mirarnos al espejo. 

Al espejo, digo, porque el ombligo sí nos lo escarbamos todo el tiempo: discutimos sobre cómo contar mejor las historias, qué hacer para atraer y seducir a los lectores, cómo sortear el ocaso del papel, la revolución digital, la falta de audiencia y los retos del periodismo contemporáneo.

Medellín fue en estos días escenario de estos debates durante el Premio de Periodismo Gabriel García Márquez que organiza la Fnpi y celebra, desde hace tres años, las mejores historias de no ficción producidas en Iberoamérica. El premio se ha convertido en festival; en fiesta de las letras que se acompaña con bandeja paisa en el Trifásico, salsa en el Centro y cervezas en el Guanábano; una reunión de amigos y colegas con estudiantes que sueñan con este oficio que ya no podemos calificar como “el más hermoso del mundo” por vergüenza al lugar común, aunque todos lo seguimos pensando. 

El Premio GGM, además de celebración, es una reunión de egos con talento. Una reunión de vanidad. Dorrit Harazim, la reportera y editora brasileña con 50 años de carrera y referente del periodismo en portugués, lo dijo cuando recibió el reconocimiento a la Excelencia: “los periodistas pertenecemos a una tribu que tiene la vanidad y la soberbia en el ADN. La sociedad nos permite ahondar, adentrarnos sin pedir permiso para hacer preguntas impertinentes. Y el oficio nos da el poder de la última palabra, de la versión final, de la elección del tema, del título, del subtítulo, el tono. Nuestro protagonismo es descomunal”. 

Los periodistas somos vanidosos con la firma. Nuestro nombre en letra impresa es nuestra primera vanidad. Nos sentimos privilegiados de ser testigos de la historia. Los medios en los que publicamos los colgamos al pecho como una medalla. Y somos vanidosos con la primera persona: nada le hace brillar tanto los ojos a un estudiante de periodismo como cuando le hablan de la crónica y de la posibilidad de incluirse en la narración. Y aunque los veteranos ya conocen la diferencia entre escribir "en primera persona" y escribir "sobre la primera persona", ese yo subjetivo gusta tanto precisamente porque en él radica la honradez pero también el estilo, esa palabra que es sinónimo de ego y vanidad. 

Pero yo celebro la existencia de lo buenos periodistas vanidosos, que no soberbios ni cínicos. Esos que escriben para que brille su texto, la historia y sus protagonistas. Boxeadores de la palabra, esos que tienen la vanidad del escritor y se toman en serio a sí mismos como se toman la escritura. 

La vanidad no es triquiñuela ni superficialidad ni vacuidad, como dice el escritor y también periodista Iván Thays: no es ciega, como la soberbia, sino que se mantiene alerta, ni está encerrada en sí misma como el orgullo. Ella es un gran motor de la literatura que ha impulsado las obras más esenciales y más bellas. 

Por eso me gustan esos periodistas, porque todavía confían en las palabras para explicarnos y derribar prejuicios, para escribir mejor nuestra versión de la historia contemporánea y poner orden al caos que es la realidad. Sólo un periodista vanidoso cuidará su texto tanto como para pensar en sus lectores, para apelar a su memoria y a la empatía. Son ellos los que narran el presente sin que envejezcan sus textos, quienes hacen lo posible por contar bien el cuento de lo real y escriben sobre los otros también como un ejercicio de modestia. Solo un vanidoso, consciente de que lo leen los demás, amplía sus referencias, revisa sus ideas y se pelea con cada palabra hasta conseguir de ellas toda su profundidad psicológica y su poder de símbolo y metáfora. Porque lo contrario a la vanidad en periodismo no es la humildad sino la falsa modestia, lo trivial, lo simple, mal hecho, vacío y pobre en contenido, trascendencia y significado.

Sólo encuentro un problema en todo esto, después de repasar el público del Festival Premio GGM lleno de colegas, escritores y aspirantes a periodistas: en un mundo en el que escasean los lectores, el riesgo es que terminemos escribiendo sólo para nosotros mismos.

Publicado en el periódico El Mundo. Octubre 8 de 2015.

Por qué no me gusta 'Colombia, magia salvaje'

La naturaleza es un libro que nos cuesta mucho aprender a leer. A veces parece que para contar el mundo natural carecemos de armas. Nos entusiasma la belleza multicolor de los fondos de Caño Cristales y el sigilo del jaguar que caza en lo alto del corredor de los Andes. Celebramos el cóndor con su vuelo en suspensión, a pesar de su cabeza de gallinazo, y nos conmueve una familia de monos de cabeza roja que, en los bosques del Caquetá, abrazan sus colas en una trenza como signo de amor, familia y monogamia. Pero cuando se trata de describir toda esa majestuosidad, la orgía de flora, fauna y paisaje, no somos capaces. 

Esta semana vi Colombia, magia salvaje –el documental de moda que retrata este país exuberante pero seriamente amenazado– y lo que más oí decir a los espectadores al salir de la sala fue que se habían quedado sin palabras. “Espectacular”, “maravilloso”, “increíble”, “impresionante” eran lo únicos calificativos que encontraban. Y yo entendí, al escucharlos, por qué que la película me chirriaba.

Vamos a ver: no es que el documental no sea estupendo, admirable por la belleza y novedad de los planos visuales conseguidos con drones que sobrevuelan nuestra geografía desconocida: Chiribiquete, la serranía inexplorada; el Llano con sus atardeceres como retocados por un pintor expresionista; la selva húmeda en la que una rana amarilla pequeñita se gana el premio a la más tóxica entre los animales conocidos; las gran reunión mundial de peces martillo que sucede bajo nuestras aguas. 

Pero el guión, el parlamento de la voz en off, me pareció lamentable. Repleto de lugares comunes, comete un error elemental: lo que la fuerza de las imágenes hace que no necesite explicación, se contamina con moralina, corrección política y ecologismo bienpensante. Frases como “la cordillera atraviesa orgullosa a Colombia”; “las caudalosas aguas”, “el aliento que separa la vida de la muerte”, “un abrir y cerrar de ojos”; “la preciosa flor”, “el bosque exuberante”, “la exótica Colombia llena de sorpresas”, “cuidarla antes de que sea demasiado tarde” empobrecen en lugar de enriquecer un discurso visual excepcional. Palabras gastadas, que de tanto usarlas se desactivaron. 

Uno entiende que la película pretenda crear conciencia, contarle al colombiano ese país que desconoce para que haga lo posible por conservarlo. Pero eso no se consigue dándole lecciones al espectador –ahí, el error de siempre– ni llevándolo al cine para regañarlo porque no sabe cuidar del bosque y el páramo que ha heredado. Nadie sale de esta película como un nuevo feligrés de la preservación del medio ambiente y el reciclaje. 

Termina siendo una oportunidad perdida. Entre otras cosas, porque la eficacia narrativa radica en la tensión hacia la exactitud. Como decía Valery, en la búsqueda de la mayor precisión de las palabras para expresar el aspecto sensible de las cosas. Pero el texto de Colombia, Magia Salvaje, en lugar de ampliar la riqueza de significados, repite lo que es evidente en las imágenes: no hace falta que el narrador nos diga lo hermoso que es el colibrí, ya lo vemos en la pantalla. Por eso es redundante. 

El patrimonio natural de este país se ha relatado muchas veces –de Naturalia al profesor Yarumo, de documentales tipo NatGeo a Teleagro–, pero es cierto que es la primera que se cuenta con una solvencia técnica tan impresionante: solo una cámara como la de este documental, que graba a 3.300 cuadros por segundo, puede mostrarnos ese pescado del Amazonas que salta hasta dos metros para comerse un grillo posado en una rama y ese pájaro que bate sus alas tan rápido que el sonido que produce se confunde con su canto.   

Lo malo, sin embargo, no es que se haya contado muchas veces: cada época, cada presente, necesita sus testigos y sus intérpretes, como dice Jordi Carrión cuando habla de la crónica. Pero a este país, cuando se trata de su naturaleza, ese narrador todavía le falta. 

Ya sabemos que lo contrario de un relato no es el silencio sino el olvido. Colombia, magia salvaje es un relato visual memorable. De lo que nos olvidaremos es de sus palabras, casi todas innecesarias. Y de paso seguiremos con la destrucción del bosque, la selva y el páramo, queriendo o sin querer, contaminando.

Publicado en el periódico El Mundo. Septiembre 24 de 2015.